Con una mano, sin dejar de sembrar sus caricias en mi cuello, Ahmed abre la puerta de su dormitorio. No niego que llevo conmigo un arsenal de temores y esperanzas. A la vez que deseo lo inevitable, tiemblo porque desconozco cómo reaccionará mi cuerpo luego de haber sido abusado por André. Siento la presión del colchón bajo mi espalda y los pinchazos intrascendentes de las presillas que han caído de mi trenzado. Mi pelo pugna por ser parte de una fiesta a la que no ha sido invitado. Se escapa sin permiso y danza entre los dedos de mi amado. Es entonces cuando sus labios se detienen en los míos y me invitan a reciprocarle con sutileza y sin presiones. Extasiada por sus caricias, abandono mis aprensiones. Cedo ante su lenta invasión y, con ansias crecientes, entreabro la boca para recibir una lengua potente y voluptuosa. La emoción agolpa la sangre en mis mejillas, las colorea de rojo encendido, de ilusiones insospechadas, de frenesí y de sueños resoñados. Los dedos de Ahmed incursiona
He dormido apenas un par de minutos en el mejor colchón del planeta: el cuerpo desnudo de Ahmed. Su hombro me ha servido de almohada; y su respiración, de arrullo. Pero ya casi es de día, y, mientras el ángel demonio reposa con la candidez de un bebé de teta, me coloco, con pereza, el estrujado uniforme. Viéndole así, tan frágil y desprotegido, no se asemeja a sí mismo. Ahora es necesario que me apresure y ponga cada cosa en su sitio antes de que llegue la Anaconda Venenosa a la cocina y comiencen los procesos diarios. Podría irle con la mejor excusa de todas, decirle que tengo un salvoconducto por haber satisfecho sexualmente al jefe, pero yo no soy de esa manera. Primero cumpliré con mi deber de guardia culinaria y, luego, con mis nuevas obligaciones con Ahmed. Aunque el sueño me vence, debo mantenerme en vilo. Aún soy una esclava con importantes obligaciones incumplidas que le teme a la Anaconda Venenosa. Ahmed tiene una vida demasiado agitada. No siempre me servirá de escudo. Co
Si algo he aprendido durante estas últimas semanas es que cuando la situación se complica, una no debe suplicar. Los miedos se guardan en pausa porque no llevan a sitio alguno. De mí se dirá cualquier cosa, menos que he bajado la cabeza. —¡Sujétenla! La Anaconda Venenosa me señala con el dedo. —Creo que se te está yendo la cabeza, Sabrina. —Le aconseja el médico. Él se lleva la mano al sitio afectado y habla con un hilo de voz, pero no se queda callado. Ella hace caso omiso de sus palabras. La furia ensordece sus razonamientos. En este instante, su único objetivo es producirme sufrimiento. —Ya verás lo preciosa que lucirás con el rostro quemado. Hasta el jefecito dejará de babearse delante de ti. Se me acerca peligrosamente. Sin embargo, los hombres no me sujetan. Esta vez, la bruja se ha quedado sin seguidores. Echo una rápida ojeada alrededor mío sin encontrar algo con que defenderme. Solo tengo a mano mi valentía. De repente, la puerta de la habitación se abre de par en par
Cuando abro los ojos me topo con una mirada ceñuda. Ahmed no se ha quedado del todo satisfecho con mis descalabros matutinos. Me incorporo a tientas porque el pie me duele un montón. He tenido deseos de arrancármelo. De poco me sirve en los momentos críticos; pero mientras cumpla una función estética, que se quede en su sitio. ¿Qué cosas digo? Lo que me ha inyectado el médico me tiene la cabeza bailando entre las estrellas. A través del ventanal se cuela el aire fresco de… ¿La noche? He hibernado como una osa en pleno período invernal. La única buena noticia es que no llevo un yeso en el pie, sino una férula. —¿Qué ha dicho Mauro acerca de mí? Pregunto a Ahmed para apartar de mí su mirada sombría. El pronóstico lo conozco de memoria: «La luxación es una entidad recurrente que…» Blablablá. Es algo de lo que solo me acuerdo cuando me ocurre. Un regalito que me ha legado André y del que no me deshago con facilidad. —Afirma que eres una chiquilla malcriada. Dudo que esas hayan sido l
Aquí estoy, en el interior de mi mente, con tres dedos de André en el orificio anal y su miembro en mi boca. Deseo escapar, huir a la esquina de mi jaula, pero la posibilidad de que él dañe a Basima es superior a mis miedos. Abro y cierro los ojos varias veces con el objetivo de echar de mi pensamiento la imagen que me tortura. Aunque me he creído a salvo en la casa de Ahmed, ahora tengo dudas. Tal vez, sean ciertas las enseñanzas de Ghaaliya: Todos los hombres son unos salvajes que usan a las mujeres para conseguir placer. No me resisto a los embates de Ahmed. Por peores cosas he pasado en el mercado negro de esclavas. Solo que aquí me he permitido soñar, y él ha alimentado mis sueños. Sin embargo, no soy tan fuerte para mantenerme impasible. Quiero llorar y lo hago. Dentro de mí, germina una llama de rebeldía a media asta. —Amira… Ami, mi niña. Por Dios, no te pongas así. Hay angustia en su voz, una pesadez tan honda que me empuja a cuestionarme mis miedos. La sensación que me pr
El anillo arde en mi dedo, me taladra hasta llegar a lo más profundo del hueso mientras una pesadez en el pecho repiquetea de continuo. Lo peor no ha sido recibir a los hombres de Ahmed y montarme en un pedestal de hielo en un día soleado. Por mucho que pretendiese dármelas de gran señora, el mundo se ha derretido bajo mis pies. —Venga, señorita que, si no, el jefecito nos regañará —me ha dicho un tipo cuyo nombre no conozco. Aunque mide casi dos metros, mencionar a su líder le ha hecho temblar de miedo.— Luego, usted le da unos mimos y él se aclimata; pero, ahora, colabore. Su compañero no ha hablado. Le ha dejado todo el trabajo duro A pesar de que noto la angustia en sus miradas, no me conmueven. Ellos pronto se olvidarán de un regaño. En cambio, yo me juego algo mucho más importante. —Dígale a su jefe que si quiere deshacerme de mí, le será necesario usar la fuerza o venir él personalmente. Tomo la pose de una estatua de cera mientras los ruegos de ambos chocan contra mi piel
No me interesa hablar. Perdón… Eso no es del todo cierto. Me importa cuanto Ahmed pueda decirme, pero estar tan cerca de sus labios me arrebata. Deseo chuparlos hasta que la lengua me duela y, luego, seguir con el resto de su piel. Desde que estoy a unos milímetros de distancia, mi cuerpo ha tomado el control de mi voluntad. La sola idea de enfrentarme a sus caricias tensa los músculos de mi abdomen y mi respiración se torna rápida y profunda. Es un castigo desnudar el alma mientras él mantiene sus barreras en alto. Luzco como una pequeñuela hambrienta y sin dinero delante de la vidriera de una gran tienda de dulces. No quiero rogar porque, a pesar de que aún repiquetea en mi cabeza el deseo de no rendirme, mis fuerzas menguan a medida que mi atrevida boca incursiona en su cuello. Tal vez he perdido el raciocinio. Júzguenme y condéneme quienes así lo crean. Él humedece sus labios con la punta de la lengua y, aunque no responde a mis impulsos, tampoco me rechaza. Cuando siento el ro
—¿De veras no sientes dudas? Me asombra su pregunta con aire inocente mientras aún se ahogan las palabras entre respiraciones cada vez más espaciadas. Mis pechos acalorados poco a poco recuperan su ritmo tranquilo, pero pienso... Pienso en que sería supuestamente fácil tomar un avión y largarme con Basima al fin del mundo, recomenzar con algo de ayuda, huir de los peligros; pienso que ... ¿A quién engaño? No quiero otra vida en la que él no esté ni amanecer lejos de sus brazos. Deseo sus suspiros acompasando mis jadeos entrecortados, sus manos aladas recorriendo mis ganas y... nada más. No tengo otros sueños. —¿Temores? Por montones. Tengo miedo hasta de mi sombra —le contesto—, pero lo que más me aterra es un futuro en el que tú no estés. Me he tomado en serio llevar tu anillo en mi dedo y, aunque estoy consciente del peligro, no me lo dejaré arrancar sin entablar pelea. Asumo una pose belicosa e intento mantenerla a pesar de que los labios de Ahmed me hacen cosquillas en el cuell