Mi madre ha insistido que la caravana de autos de color oscuro que me llevará a la casa Hassim parta antes de reencontrarme con mi esposo. Aún ignoramos lo qué ha sucedido con mi padre y el resto de nuestros enemigos, pero Fátima me ha asegurado que Ahmed no regresará a casa hasta haber borrado la mansión de los Salem del mapa de la Tierra. Pienso que tardará un montón de tiempo. Abdul es un cobarde, no saldrá a la luz a menos que le sea imposible continuar ocultándose. Atravesamos un camino arenoso a baja velocidad. Es mejor ir despacio cuando uno va de prisa. De vez en vez, miro a través de la ventanilla porque todo ha sido demasiado fácil y dudo… dudo que mi padre se conforme con entregarme sin luchar. —¿Sucede algo malo, hija? Mi madre se nota algo ansiosa. Es lógico luego de tanto estrés sostenido. Ha tenido que demostrar a qué bando pertenece y, aun así, no cuenta con la total confianza de los hombres de Ahmed. Intenta sonreír e infundirme ánimos sin conseguirlo. No es su culp
Uso una de las balas en un hombre de mediana edad que se me aparece de la nada. He apuntado al centro de la frente antes de disparar. ¡Basta ya de desperdiciar tiros en balde! Luego de que se me agoten, aún quedarán dos armas en mi poder: el mazo y el cuchillo. Continúo andando hasta que me topo con un cuerpo humano sentado en la arena, un hombre vestido a jirones. Su torso semidesnudo está cubierto de sangre. Él respira con dificultad, pero al verme, sus ojos se llenan de furia. ─¡Tú, m*****a malnacida asesina! ─vocifera con un hilo de voz. También a mi padre le fallan las fuerzas. Al igual que yo, agoniza. —Lo he heredado de usted, padre —respondo con una pasividad que me atemoriza. La pieza de madera palpita en mis manos. Se mueve con energía propia mientras la hoja afilada de un puñal se hunde en mi costado. Pese a que una vez amé a ese hombre, el derramamiento de sangre solo se paga a precio de sangre. ─Eres una leona. Sobrevive ─susurra la voz de Ghaaliya en mi oído─. Él n
Recobrar la consciencia entre besos y abrazos es la mejor manera de comenzar el día. A pesar de que el dolor de cada sitio del cuerpo me corta la respiración y de que los hombros y las piernas se sienten muy pesados, intento sonreír. Abro los ojos con lentitud y me muevo buscando una mejor posición; pero al hacerlo, se me escapa un grito. Todo parece confuso cuando las luces y las risas se entremezclan con mis sombras. Una lengua rugosa relame mis labios con ternura. ¡Eso sí se siente bien! ¡Y las manos de mi esposo dibujan una estela de caricias en la superficie de mi rostro! A medida que su mirada se topa con la mía, me susurra en el oído los más tiernos «te amo» de todo el universo. Me araña con la barba puntiaguda de varios días. ¿Qué le ha sucedido? Se ve desaliñado y deprimente. Las ojeras debajo de sus ojos me dicen que lleva noches en vela. ¡Ya lo creo! Entre la tensión de los preparativos, el ataque, la atención del bebé y mis heridas, tendrá que hacerse días de ciento cincu
Un toque a la puerta me hace pegar un brinco. ¡Para sobresaltos estamos luego de todo lo que hemos pasado! Necesitamos unas vacaciones en Dubai con una duración de mil millones de años. Aprieto la mano de Ahmed Hassim porque los miedos son tan profundos como vívidos. Mi chico me acaricia con su tierna mirada. En silencio, y sin pronunciar palabras, como suelen hacerlo los amantes, me cuenta que me ama. Yo, a mi vez, le devuelvo una sonrisa que no expresa serenidad, y sí, mi desasosiego. —¿Y si mi madre ha…? Solo el simple pensamiento de su muerte, me acongoja. Me niego a perder lo que he conseguido luego de mucho sufrimiento y tanta sangre derramada. Mi esposo aparta de mí sus ojos. Aún sigue siendo el líder de la manada, debe poner el pecho ante las balas y dictar las órdenes pertinentes para continuar hacia delante. Él se aclara la garganta para pronunciar, con lentitud, esa palabra que tanto temo: —¡Adelante! Lo primero que vislumbro al abrirse la puerta es un cabello sedoso
(Narra Ahmed) Esa llamada. Ha sido esa extraña llamada la que me ha forzado a abandonar a mi esposa convaleciente y a mi bebé. —Te habla Seth. —He leído en un mensaje al otro lado de la línea, y en mi garganta se ha hecho un nudo. Respirar se me ha tornado imposible. De igual modo, he intentado mostrarle a mi esposa que nada fuera de lo normal me ha sucedido, pero creo que el nerviosismo se me sale por encima de las ropas. Con los dedos engarrotados, intento responderle a Seth. Esto debiese ser mucho más sencillo que hablar personalmente, pero no lo ha sido. —¿Qué se te antoja? ¿Has venido a vengar la muerte de tus hijos? Es importante que sepas que te estaré esperando sin una pizca de miedo. Solo me faltas tú en la lista de las personas que deseo ver muertas. Imagino, en sus labios retorcidos, una de sus irónicas sonrisas. Me parece tenerle a mi lado en este mismo instante, arrugando, con sus dedos, la punta afilada de su bigote. Su mero recuerdo me entumece la panza. Justo cua
Amar, elegir, soñar… Esas palabras me han sido vedadas desde que mis ojos vieron la luz del sol. Nunca me he considerado una persona quejicosa, de las que suelen ver molinos de viento en cualquier sitio. No exagero cuando afirmo que en la ruleta del destino he salido perdedora. Mientras los problemas de algunas chicas de mi edad se centran en lucir a la moda, yo tengo que lidiar con la clásica pregunta de una joven árabe: ¿Quién será el sujeto que me escogerán por esposo? Haber nacido mujer dieciséis años atrás tronchó todos los planes de mi distinguida familia. Mi padre esperaba un digno sucesor para su estirpe, alguien con cromosomas «XY»; no una «pequeñaja chillona». Así se refiere a mí porque es eso lo que significo en su vida. Por más que he intentado ser amable, cariñosa y aplicada no he conseguido de él una mirada cálida. Estoy harta de complacerle, pero he aprendido a callar y fingir. ¿Qué sentido tendría hablar cuando ya todo ha sido dicho? Mi opinión nunca ha valido, como no
—Él ha tomado una decisión —me dice Fátima sin más preámbulos, como si lo disfrutase. De esa misma forma ha debido escucharlo veinte años atrás. Sin embargo, no mienta el nombre de mi padre. También a ella su presencia le infunde tal miedo que evita mencionarlo. Me siento a su lado, pero no añoro su compañía. Las piernas me tiemblan, se niegan a sostener la carga pesada de la incertidumbre y los temores. Floto en una nebulosa densa, sin hallar un lastre que me acerque a la tierra. Ahora, tras un punto y seguido, sin darme tiempo para reponerme de la mala noticia, ella me arengará un tedioso discurso. —¿Y bien? —pregunto con tal de no quedarme callada. Mi madre se levanta y se pavonea alrededor de mí con toda majestad. Tal parece una diosa metida en un cuerpo humano. Me sorprende que, en un momento tan delicado, aún tenga tiempo para mostrarme su superioridad. —En siete días, serás la esposa de un poderoso magnate petrolero. El sábado, a las dos de la tarde, tendrá lugar la ceremo
El espejo desfigura mi imagen, la convierte en una versión deprimente de mí misma. No puedo creer que sea yo la chica que se esconde tras las gruesas telas. Las modistas toman las medidas y revolotean alrededor mío. Han estado manipulándome sin cesar por espacio de tres horas. Mueven mis brazos y piernas como si tratasen con un maniquí sin voluntad propia. Los tobillos protestan en una sinfonía desencadenada. Me duele hasta el nombre y el apellido, pero soporto todo sin rezongar. ¿De qué me serviría negarme? La cara de felicidad que luce mi madre no se borrará con dos o tres chillidos. Para martirizarle es preciso explotar una bomba atómica en su cerebro. La costurera me cambia un lienzo negro por otro del mismo color y masculla varias órdenes. Las sumisas esclavas amortajan mi cuerpo para que esté tan muerta como ellas, sin emociones ni sueños. Apenas logro mantenerme viva dentro de tanto trapo. Las telas me asfixian. El novio tiene prisas por cambiarme de jaula, pero en lugar de a