—Él ha tomado una decisión —me dice Fátima sin más preámbulos, como si lo disfrutase.
De esa misma forma ha debido escucharlo veinte años atrás. Sin embargo, no mienta el nombre de mi padre. También a ella su presencia le infunde tal miedo que evita mencionarlo.
Me siento a su lado, pero no añoro su compañía. Las piernas me tiemblan, se niegan a sostener la carga pesada de la incertidumbre y los temores. Floto en una nebulosa densa, sin hallar un lastre que me acerque a la tierra.
Ahora, tras un punto y seguido, sin darme tiempo para reponerme de la mala noticia, ella me arengará un tedioso discurso.
—¿Y bien? —pregunto con tal de no quedarme callada.
Mi madre se levanta y se pavonea alrededor de mí con toda majestad. Tal parece una diosa metida en un cuerpo humano. Me sorprende que, en un momento tan delicado, aún tenga tiempo para mostrarme su superioridad.
—En siete días, serás la esposa de un poderoso magnate petrolero. El sábado, a las dos de la tarde, tendrá lugar la ceremonia. No habrá muchos invitados para evitar problemas con los enemigos de la familia. Será mejor así. Entre menos bulto, más claridad. Conténtate, tu prometido es mucho más rico que el excelentísimo señor Abdul Salem, la clase de hombre por el que suspiran todas las chicas casaderas. Si yo fuese joven otra vez, estaría más que orgullosa de ser su esposa.
Dinero y posición social. Eso es todo cuanto quieren de mí. Me utilizan como un medio para obtener un fin. Soy un precioso objeto de canje. A pesar de mis miedos abro la boca, cuan grande la tengo, y protesto sin detenerme a pensar.
—Siquiera me han permitido estar presente en las negociaciones a pesar de que les prometí que me portaría bien. No conozco a la persona con la que pasaré el resto de mi vida. ¿De qué modo podría…? —La angustia me destapa la boca, pero no sazono mis palabras con sabiduría.
—Nada pintas en tratos de hombres. Tampoco a mí se me ha pedido una opinión. Eso no son cosas de mujeres. —Intenta consolarme de una manera muy retorcida.— No juzgues mal a mi marido. He escuchado que sus cuentas están en números rojos. Un poderoso enemigo extranjero amenaza con dejarle sin un céntimo.
Hay tanta frialdad en sus palabras, tal deseo de defender lo indefendible que una avalancha de lágrimas inunda mis ojos. Poco a poco, los arabescos del cojín nadan en un mar de emociones amargas. ¿Qué me ha sucedido? Sigo mis impulsos sin dar sitio al raciocinio. Siempre he sabido que, tarde o temprano, él me vendería. Nunca me he creado falsas expectativas y, sin embargo, ahora, me siento desolada.
En vano he presumido de valiente. Tal vez, en verdad no soy más que una pequeñaja chillona.
Mientras mi mediocre mundo se desbarata en pedazos, mi madre clava su mirada en un punto distante a través de la ventana enrejada que da al jardín, y espera. Me da un tiempo miserable para exteriorizar mis sentimientos, pero no demasiado. En menos de cinco minutos, se levanta y comienza a dar vueltas alrededor de la habitación con las manos en cruzadas tras la espalda. Camina encorvada, probablemente a causa del peso de su consciencia.
—Llorar no te llevará a sitio alguno —me asegura. Eso ya lo sé, pero no soy capaz de evitarlo. Una vez que el grifo de mis ojos se ha abierto, necesito a un fontanero para que lo cierre con una llave inglesa.— También sufrí cuando mi padre me impuso la boda con el excelentísimo señor Abdul Salem. En ese entonces, anhelé la muerte. Planeé escapar de disímiles e ilógicas maneras que daban risa y pena. Cuando acepté mi destino y comprendí que había nacido para satisfacerle, alcancé la plenitud física y espiritual. Si existiese una manera de volver el tiempo atrás, me casaría con él sin refunfuñar. Mi consejo es que vayas al matrimonio con una mezcla de paciencia y fe. Con el trascurso de los años, te entregarás sin reparos a tu esposo y encontrarás la felicidad que hoy ves lejana.
A través de las lágrimas, trato de penetrar la máscara que cubre su rostro. No me refiero al niqab, sino a la piel pétrea que guarda su alma. Acaso… ¿Tiene alma? ¿Me habla Fátima o un robot programado? ¿Cómo ha podido borrar las emociones de su corazón? ¿También me ocurrirá eso luego de recibir un tiempo prudente de adoctrinamiento mental a través de un matrimonio no deseado? ¡Dios me libre de sentarme alguna vez en frente de mi hija para convencerle de que se deje tratar como un pedazo de carne con ojos!
No entiendo por qué lloro. ¿Será a causa de mi destino o porque las dos personas que más debiesen amarme me tiran a la basura como si yo fuese un desecho común?
Reprimo en mi interior cientos de lágrimas sin derramar. Nadie merece que los ojos me ardan y que las ojeras le den la vuelta a mis mejillas. Tampoco me deshidrataré por una pérdida aguda de líquido.
Me limpio la cara con el dorso del velo e intento parecer calmada. Fátima tiene razón cuando asevera que el llanto no resolverá mis problemas.
Las preguntas se agolpaban en mis labios, pero no las formulo. Mi madre no me lo permite. Con la gracia de una joven gacela, se voltea de espaldas. Luego, tras una leve vacilación, se encoge de hombros. Si una sombra de duda ha nublado su entereza, se esfuma en un chasquido de dedos. Con lentitud arrolladora se dirige a la puerta, sin detenerse un instante al pasar por mi lado, como si yo estuviese pintada en la pared o fuese una completa desconocida. Ya que ha cumplido con las indicaciones de su señor esposo, es libre de salir de mi jaula. Lo que me suceda es mi problema. Nadie me dio permiso para nacer mujer.
Mientras ella cierra la puerta en mis narices, yo sigo aquí, adornando, con mi inusual belleza, un pedazo diminuto del mundo.
El espejo desfigura mi imagen, la convierte en una versión deprimente de mí misma. No puedo creer que sea yo la chica que se esconde tras las gruesas telas. Las modistas toman las medidas y revolotean alrededor mío. Han estado manipulándome sin cesar por espacio de tres horas. Mueven mis brazos y piernas como si tratasen con un maniquí sin voluntad propia. Los tobillos protestan en una sinfonía desencadenada. Me duele hasta el nombre y el apellido, pero soporto todo sin rezongar. ¿De qué me serviría negarme? La cara de felicidad que luce mi madre no se borrará con dos o tres chillidos. Para martirizarle es preciso explotar una bomba atómica en su cerebro. La costurera me cambia un lienzo negro por otro del mismo color y masculla varias órdenes. Las sumisas esclavas amortajan mi cuerpo para que esté tan muerta como ellas, sin emociones ni sueños. Apenas logro mantenerme viva dentro de tanto trapo. Las telas me asfixian. El novio tiene prisas por cambiarme de jaula, pero en lugar de a
Luego de haber recibido un masaje por espacio de media hora con una mistura de azahar y champaka de Borneo, me hubiese encantado relajarme y disfrutar del baño, pero no se puede tener todo en la vida. Los inexpertos dedos de Basima en lugar de reconfortar mi cansado cuerpo, me producen escozor. No debería sentirme así. Estoy acostumbrada a que varias manos femeninas descubran mis carnes e invadan mi intimidad, pero no dejo de pensar en mi prometido. Imagino que es él quien traspasa las barreras de mi espacio y siento miedo. El agua de rosas impregna su fragancia en mi piel. Ya he olvidado mi olor natural. Entre esencias y aceites ha transcurrido mi niñez y mi juventud, y aun así, mi madre afirma que mis labores de embellecimiento han fracasado. Esto es solo el principio de mis penas. Habrá depilación con cera en todos los sitios peludos del cuerpo humano. Según he escuchado decir, a mi prometido le dan grima las mujeres velludas. —Estoy segura de que debe ser calvo. Las palabras de
Hemos estado componiendo la habitación hasta las tantas de la noche. Entre el impacto de la caída, la larga estancia de pie probándome los trapos negros y las labores de limpieza tengo el cuerpo repleto de agujetas No hay sitio de mi anatomía que no proteste al moverse. Sin embargo, abro los ojos antes de que los rayos de sol hagan arder la arena del desierto. Me incorporo de golpe y, a mi pesar, le digo adiós a la pereza. Me tomaré un tiempo para pasar lista a cada detalle. Quiero que mi madre no se tope con algo fuera de sitio cuando venga a colocar mi día patas arriba. Observo con detenimiento cada rincón y arreglo dos o tres desperfectos hasta que hallo todo impecable en apariencias. En cambio, yo me he convertido oficialmente en un aura tiñosa aunque mi pijama sea de color rosado. Alrededor de mis ojos se han instalado dos redondeles violáceos. A pesar de que uso maquillaje, no tienen intenciones de aclararse. A Fátima le dará un soponcio cuando me vea. No habrá quien me libre d
El olor de la pólvora y del humo enrarece el ya viciado ambiente de mi habitación, ensancha las venas de mi nariz y se me agolpa en el cerebro. Mi respiración desbocada le impone un toque apagado a mi patética situación. Un chillido se escapa de mi garganta. Sé que no debo atraer la atención de los atacantes; pero bajo estrés no se piensa con el raciocinio, sino con las emociones. Un individuo fornido, de alta estatura y piel morena empuja hacia un lado el cadáver del empleado de la familia. Su mirada penetrante relampaguea cuando se topa con la versión más ajada de mí misma. La belleza sombría, casi inhumana que ostentan sus rasgos varoniles me paraliza. A pesar de que le temo a primera vista, no puedo dejar de observarle. Tampoco soy capaz de correr. Mis piernas se han quedado pegadas al suelo. Por un instante, él me detalla si emitir sonido. Debe estar juzgando si en realidad vale la pena exponer la vida y matar para apropiarse de un ser tan insignificante. Aunque me han llamado l
La madera de la puerta es bastante resistente, al igual que los goznes. Deberíamos ganar algo de tiempo antes de que el desconocido la abra. Echo a correr escaleras abajo. La falda de la abaya me estorba, se enreda con los peldaños de mármol. Dejo trozos de mis uñas en la verja y un pedazo de la piel del codo en la fuente del jardín. Aunque me esfuerzo, no avanzo tan rápido como Basima. Ella tiene más práctica que yo en el arte de la carrera con obstáculos, pues suele pasar los días yendo a toda prisa de un lado a otro. Vocifero cuando las espinas de un rosal se me clavan en la piel. Mi amiga me echa la bronca con la mirada. Ambas estamos conscientes de que ser la niñata, hija de mami y papi, no funciona. Tengo que recorrer exactamente veinte metros hasta llegar al muro. Mientras, debo crecer a paso acelerado. Ya no es tiempo de andar con remilgos. El pecho se me aprieta. Freno en seco y me inclino hacia delante en un intento por tomar aire, o quizás para camuflarme con las yerbas q
Nos internamos en las callejuelas sin poner rumbo fijo a nuestros pasos. Las pocas personas que se cruzan con nosotras nos miran de reojo. En su momento, utilizar el velo para cuidarnos las manos me pareció una idea acertada. Ahora la veo como un completo disparate que debe ser resuelto. Es preciso que pasemos desapercibidas si queremos llegar a algún sitio. Una niña me apunta con el dedo. También a ella le desagrada nuestra inusual apariencia. A diferencia de los mayores, se expresa sin tapujos. Su madre, o quien quiera que sea la persona que le lleva del brazo, le tapa los ojos para que no sea testigo de la ignominia en forma de mujeres. El resto de los transeúntes nos tacha de mesalinas con las miradas y voltea la cara hacia otro sitio. Tal vez, hubiese sido preferible cubrirnos con la tela impregnada en resinas de la hiedra aunque las mejillas se nos llenasen de ronchas y eritemas. Los primeros pasos los he dado con la frente gacha. Andar sin el hijab se asemeja a llevar el cuerp
Caminando sin cesar ha transcurrido un par de horas. No comparto mis sospechas con Basima, pero estoy casi segura de que hemos pasado por el mismo sitio cerca de tres veces. Los hombres se asemejan unos a otros; en cambio, las edificaciones son diferentes. Había soñado durante mucho tiempo con salir de mi encierro y conocer la ciudad, pero ahora extraño la comodidad de mi mullido colchón y los manjares de la cena. La sed y el hambre atosigan mi estómago. El viento seco del desierto ha agrietado mis labios. Necesito agua, y hay allí, en la fuente; pero no puedo tomarla. Se vería sospechoso que dos mujeres se inclinasen a beber como lo hacen los perros callejeros. Todo lo nuevo que siempre he imaginado me suena a falacia, a espejismo de cristal. Alucino dentro de la vida real. Los últimos días han trascurrido tan aprisa que ya no sé si estoy en el interior de una pesadilla o si esta se ha salido de mis sueños. Comienzo a creer que soy la invención de un artista, el personaje de un libr
Al fin, al llegar a la fuente, me libero de mis trazas de humanidad y actúo como un animal. ¡Agua! Necesito ese líquido trasparente que se burla de mí. Debo atraparlo entre mis labios y empujármelo dentro del gaznate mientras aún las fuerzas me acompañen. Le propino un pellizco a Basima para instarla a que me imite. Cuanto antes dejemos de hacer el ridículo, menos personas nos señalarán con el dedo. Sin embargo, ella no me responde. Se mantiene extasiada, con la mirada fija en un punto lejano. Me preocupa que un bicho del desierto se le haya introducido en el oído y carcomido el cerebro. Ya sé que esas cosas no son frecuentes, pero luego de mi estrecho contacto con la naturaleza tengo puesto el canal de documentales a todo volumen en mi cabeza sin seso. Sigo la mirada de Basima hasta toparme con esos ojos grises que bien conozco. Su dueño luce la misma sonrisa desmañada que la tarde anterior, pero hoy parece un ser humano. Al menos, no viste como un pirata desalmado. Lleva un thawb d