El olor de la pólvora y del humo enrarece el ya viciado ambiente de mi habitación, ensancha las venas de mi nariz y se me agolpa en el cerebro. Mi respiración desbocada le impone un toque apagado a mi patética situación. Un chillido se escapa de mi garganta. Sé que no debo atraer la atención de los atacantes; pero bajo estrés no se piensa con el raciocinio, sino con las emociones.
Un individuo fornido, de alta estatura y piel morena empuja hacia un lado el cadáver del empleado de la familia. Su mirada penetrante relampaguea cuando se topa con la versión más ajada de mí misma. La belleza sombría, casi inhumana que ostentan sus rasgos varoniles me paraliza. A pesar de que le temo a primera vista, no puedo dejar de observarle. Tampoco soy capaz de correr. Mis piernas se han quedado pegadas al suelo.
Por un instante, él me detalla si emitir sonido. Debe estar juzgando si en realidad vale la pena exponer la vida y matar para apropiarse de un ser tan insignificante. Aunque me han llamado la Lumbrera de Ruhit, tengo, como la mayoría de las personas, dos brazos y dos piernas. También debo confesar que soy bastante torpe, sobre todo cuando hay público de por medio.
Ignoro de dónde saco las fuerzas para sostenerme en pie mientras me hundo en el mutismo de sus ojos grises. Algo se esconde dentro de ellos, una sombra siniestra que me sobrecoge a mi pesar. Quisiese ser valiente y apedrear mis miedos, pero no soy más que una Rapunzel escondida en lo alto de una torre de cristal. Me amedrento hasta en presencia de mi sombra en las noches de lluvia.
Bajo otras circunstancias, aseguraría que el atacante tiene un perfil de dios griego, pero no es este el momento preciso para echar la mente a volar a través de una ventana abierta ni sumergirme en mis sueños adolescentes. ¡Qué alguien me propine una cachetada que me haga poner los pies en la tierra y bajar de una nube rosa! Ser dueño de un bonito semblante no convierte a ese tipo en mi amigo.
Aguardo su reacción, casi sin atreverme a respirar. Es él quien tiene los minutos contados, debe dar el primer paso. Dentro de poco, sonará la alarma y el resto de los importantes clanes de la ciudad se desplazarán a la mansión para apoyar a la familia Salem. Así ha funcionado desde el inicio de los tiempos, y así funcionará esta vez. A medida que camina el reloj, me anoto un tanto a mi favor.
Él esboza una mueca semejante a una sonrisa. No logro definir si es por simpatía o sarcasmo. De repente, desliza sus ojos hacia mis labios y acentúa su expresión siniestra. ¡Rayos! Llevo el rostro descubierto. No me he colocado el niqab ni me he peinado. Luzco como una indigente. Igual, no debiese importarme. No estoy en frente de mi prometido desconocido, sino de un energúmeno sangriento. El cadáver que reposa inerte inerte, el suelo de mi habitación, da fe de su crueldad.
A tientas, tomo el velo de encima de la mesita y me lo coloco con presteza. Él no cesa de sonreír, como si lo que viese fuese un espectáculo circense en lugar de los actos torpes de una mujer desesperada.
Al fin, se decide a romper este duelo de silencio idiota que no lleva a sitio alguno.
—Ven conmigo, Amira. No te resistas. Prometo que no te haré daño. A mi lado no contarás con ropas lujosas ni prendas preciosas, pero no tendrás que preocuparte por ser un tratada como un simple objeto. Serás una persona aunque hayas nacido mujer.
Extiende su mano derecha hacia mí y avanza un paso sin dejar de mirarme. Noto el anillo de diamantes que lleva en su dedo anular y el reloj de platino que se asoma bajo la manga de la camisa. Ambas son prendas caras que no se corresponden con las pertenencias de un asalariado común, sino con el miembro de una importante familia. ¿Será él el enemigo de mi casa o simplemente un subalterno sin importancia? Me temo que estoy en presencia de un enigma que no vale la pena descifrar en este instante. Me urge huir de este asesino, secuestrador de mujeres vírgenes. Debo pensar rápidamente cómo salir de la prisión inexpugnable que me han construido mi padre.
Instintivamente, doy un salto atrás y me pego a la pared. No tengo a dónde ir, me hallo acorralada en mi propia madriguera; pero estoy dispuesta a vender cara mi derrota.
—Lo siento, niña. No es el momento de jugar al gato y al ratón —Asiente a medida que comienza a devorar la distancia que nos separa. Introduzco las manos en el interior de una gaveta y le tiro las cosas que encuentro. Por encima de la cama vuela mi aburrido diario, los espejuelos de Ghaaliya y mis bragas. También las barras energéticas sin moho se abren paso entre mis sollozos. —Calma, chiquilla, que no tengo hambre. —Se ríe sin reparos mientras recorre con la vista mi horrendo vestuario.
Al menos, he logrado que se detenga. Se está tomando un tiempo para hacerme rabiar.
En ese instante, se abre la puerta que da acceso al jardín. Me he dado un susto de muerte. Lidiar con dos asaltantes se me sale del presupuesto mental. Tal vez, con buena suerte, se peleen entre ellos y yo salga ilesa.
También su atención recae en la persona que ha osado interrumpir su juego. Levanta su pistola, pero no se atreve a abrir fuego. Reprimo un alarido cuando descubro que es Basima. Ha venido por mí. En lugar de salvar su propio pellejo, se ha expuesto por mi causa. Eso es amistad verdadera.
—¡Amira! —Su grito me alerta del peligro.
Es preciso que mis piernas se despeguen del suelo y echen a correr. ¡Dios, que él no le dispare! Te juro que… Perdón, Dios, tengo bien poco que ofrecerte.
El hombre hace un gesto de disgusto y se guarda el arma en la cintura. Tal vez sea de los que no se atreven a dañar a una mujer o, peor, de los que pretenden secuestrar a dos por el precio de una.
De repente, una oleada de adrenalina inunda mi endeble cuerpo. Al fin soy capaz de reaccionar y hasta de moverme.
—¡Con mi amiga no te metas! —vocifero sin pensar.
Toda la ira que he acumulado durante años incrementa mis fuerzas y mis reflejos. Aunque ignoro de qué manera lo logro, levanto con las dos manos la gaveta y la echo a volar con todo su contenido. Sobre la cama quedan mis recuerdos, pero no es el momento de sentimentalismos, sino de poner tierra de por medio entre el desconocido y mi escuálida anatomía.
Me deslizo hacia la escalera con presteza. Ese es mi terreno, el espacio cerrado en el que ha transcurrido mi vida entera. Nadie lo conoce mejor que yo.
La mano de Basima se prende de la mía y me jala hacia el exterior. El aire ardiente se agolpa en mis pulmones mientras el sol calcina mi poca piel descubierta. Por primera vez agradezco en silencio a quien se le ocurrió la idea de que las mujeres árabes se cubriesen de pies a cabeza.
Antes de cerrar la puerta tras de mí, veo al desconocido abalanzarse hacia nosotras. Por una vez he salido victoriosa en algo, y eso me hace burlarme de él.
—Ya ves cómo el ratón a veces se escapa del gato —le digo mientras corro el cerrojo.
—¡Amira, te estás equivocando! —Su voz resuena con un impresionante eco a pesar de estar al aire libre.
Lo lamento si es cierto, pero no confiaré en extraños que se abren paso a punta de pistola.
La madera de la puerta es bastante resistente, al igual que los goznes. Deberíamos ganar algo de tiempo antes de que el desconocido la abra. Echo a correr escaleras abajo. La falda de la abaya me estorba, se enreda con los peldaños de mármol. Dejo trozos de mis uñas en la verja y un pedazo de la piel del codo en la fuente del jardín. Aunque me esfuerzo, no avanzo tan rápido como Basima. Ella tiene más práctica que yo en el arte de la carrera con obstáculos, pues suele pasar los días yendo a toda prisa de un lado a otro. Vocifero cuando las espinas de un rosal se me clavan en la piel. Mi amiga me echa la bronca con la mirada. Ambas estamos conscientes de que ser la niñata, hija de mami y papi, no funciona. Tengo que recorrer exactamente veinte metros hasta llegar al muro. Mientras, debo crecer a paso acelerado. Ya no es tiempo de andar con remilgos. El pecho se me aprieta. Freno en seco y me inclino hacia delante en un intento por tomar aire, o quizás para camuflarme con las yerbas q
Nos internamos en las callejuelas sin poner rumbo fijo a nuestros pasos. Las pocas personas que se cruzan con nosotras nos miran de reojo. En su momento, utilizar el velo para cuidarnos las manos me pareció una idea acertada. Ahora la veo como un completo disparate que debe ser resuelto. Es preciso que pasemos desapercibidas si queremos llegar a algún sitio. Una niña me apunta con el dedo. También a ella le desagrada nuestra inusual apariencia. A diferencia de los mayores, se expresa sin tapujos. Su madre, o quien quiera que sea la persona que le lleva del brazo, le tapa los ojos para que no sea testigo de la ignominia en forma de mujeres. El resto de los transeúntes nos tacha de mesalinas con las miradas y voltea la cara hacia otro sitio. Tal vez, hubiese sido preferible cubrirnos con la tela impregnada en resinas de la hiedra aunque las mejillas se nos llenasen de ronchas y eritemas. Los primeros pasos los he dado con la frente gacha. Andar sin el hijab se asemeja a llevar el cuerp
Caminando sin cesar ha transcurrido un par de horas. No comparto mis sospechas con Basima, pero estoy casi segura de que hemos pasado por el mismo sitio cerca de tres veces. Los hombres se asemejan unos a otros; en cambio, las edificaciones son diferentes. Había soñado durante mucho tiempo con salir de mi encierro y conocer la ciudad, pero ahora extraño la comodidad de mi mullido colchón y los manjares de la cena. La sed y el hambre atosigan mi estómago. El viento seco del desierto ha agrietado mis labios. Necesito agua, y hay allí, en la fuente; pero no puedo tomarla. Se vería sospechoso que dos mujeres se inclinasen a beber como lo hacen los perros callejeros. Todo lo nuevo que siempre he imaginado me suena a falacia, a espejismo de cristal. Alucino dentro de la vida real. Los últimos días han trascurrido tan aprisa que ya no sé si estoy en el interior de una pesadilla o si esta se ha salido de mis sueños. Comienzo a creer que soy la invención de un artista, el personaje de un libr
Al fin, al llegar a la fuente, me libero de mis trazas de humanidad y actúo como un animal. ¡Agua! Necesito ese líquido trasparente que se burla de mí. Debo atraparlo entre mis labios y empujármelo dentro del gaznate mientras aún las fuerzas me acompañen. Le propino un pellizco a Basima para instarla a que me imite. Cuanto antes dejemos de hacer el ridículo, menos personas nos señalarán con el dedo. Sin embargo, ella no me responde. Se mantiene extasiada, con la mirada fija en un punto lejano. Me preocupa que un bicho del desierto se le haya introducido en el oído y carcomido el cerebro. Ya sé que esas cosas no son frecuentes, pero luego de mi estrecho contacto con la naturaleza tengo puesto el canal de documentales a todo volumen en mi cabeza sin seso. Sigo la mirada de Basima hasta toparme con esos ojos grises que bien conozco. Su dueño luce la misma sonrisa desmañada que la tarde anterior, pero hoy parece un ser humano. Al menos, no viste como un pirata desalmado. Lleva un thawb d
No le persigo aunque atisbo los resquicios de su sombra desapareciendo tras un sicomoro. Mi orgullo me impide protestar o suplicar, pero debo aprender a reprimirlo si pretendo sobrevivir. —Aún tenemos un objetivo que cumplir —me recuerda Basima—, te ciega la ira. Eso nos hará mal. Elevo la mandíbula, aprieto los dientes detrás del velo y camino tras ella mientras mascullo a quien viva en el cielo una oración desestructurada. Aunque he aplacado la sed, los dragones que habitan en mi estómago pugnan por desencadenarse y tomar el control de mi voluntad. Eso se llama Hambre y tiene Hipoglucemia y Desfallecimiento por apellidos. Si no me echo algo rápido a la boca, me convertiré en la «novia cadáver». En un intento por controlarme, encamino mis reflexiones bien lejos de mis problemas. Pienso en aquellos lejanos momentos en que Ghaaliya cuidaba de mí. ¡Parecen tan distantes de mi presente! Apoyo los dedos en las paredes de piedra para impulsarme a seguir adelante. Y así, como una sombra,
Escapar es una idea fija que me ronda por la cabeza. Pero, ¿cómo lo haré si apenas logro moverme dentro de esta jaula de hierro en la que me han tirado? En cerca de cuatro metros cuadrados hay un camastro sin sábana, un retrete y un lavamanos. Me dejo caer sobre el único sitio en que puedo sentarme. Las piernas me tiemblan, se niegan a sostenerme un segundo más. Una mezcla de miedo y ansiedad me convulsiona el alma. Siquiera me pregunto qué sucederá después por no escuchar mis pensamientos. Todo cuanto puedo aseverar es que me encuentro en un sótano poco ventilado, con un pasillo central y una hilera de celdas cuadradas a cada lado. Aunque la mayoría de ellas están vacías, en muchas hay jóvenes tan desesperadas como yo. Alcanzo a ver a Basima a unos tres metros de mí. Le hago una seña con la mano, pero no le grito para evitar llamar la atención de los dos guardias que nos vigilan. Un ratón es mi único compañero de infortunios. Comparto con él los mendrugos de pan que me tiran entre
Somos espectros vivientes en un juego de locos. La muerte es un don que nos está vedado. Escucho el chirrido de la reja de la jaula de Basima. La bestia deshumanizada se encuentra a solas con ella y no puedo hacer nada por evitarlo. Mi amiga le sostiene la mirada mientras él se toma su tiempo para planear su ataque. Sus ojos brillan en un paroxismo de emociones desencadenadas cuando el deseo de venganza comienza a germinar en furia desmedida. A medida que el tiempo transcurre, un sudor frío brota de mi frente. Son los nervios del miedo. La espera es la peor etapa de la tortura. —Las reglas son simples. Yo soy tu amo. Haré de ti lo que quiera y de la manera en que se me antoje. Resistirte solo empeorará las cosas. Ahora, que todo está claro, ¡quítate la ropa! André saca una fusta de su cinturón y la acaricia con sorna. Me apoyo en los barrotes para sostenerme en pie. La cabeza me late. Ojalá estalle de un momento a otro y deje mis sesos regados en el suelo. Basima sabe que a casi
—No, por favor, André. Ya no sigan. Ella no lo aguantará. —Disimulando mi rabia, digo con fingida indiferencia: Ignoro cómo mi voz se abre paso entre las risas de ambos hombres, pero lo logro porque la fuerza del amor que siento por Basima llena mi cuerpo de energía. Él, sin vestirse, devora la distancia que nos separa. Se detiene algo alejado de la reja para echar una ojeada a mis mejillas enrojecidas y a mis ojos llorosos. Todo ha salido de la manera en que lo planificó. Se ha saciado con Basima y me tiene a su merced. —Estoy dispuesta a darte lo que me pidas. Cumpliré todas tus demandas, pero ya no le dañes. La matarás. —Me arrodillo en señal de sumisión. De repente se inclina hacia mí y me sujeta de los hombros. Por un instante pienso que me desencajará el cuello del cráneo; pero entonces suaviza el agarre y levanta mi mentón con la punta de sus dedos. Huelen a traición y vileza, a engaño y crueldad. Sin embargo, introduzco dos de ellos dentro de mi boca y los chupo para mostr