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Jugando al gato y al ratón II

El olor de la pólvora y del humo enrarece el ya viciado ambiente de mi habitación, ensancha las venas de mi nariz y se me agolpa en el cerebro. Mi respiración desbocada le impone un toque apagado a mi patética situación. Un chillido se escapa de mi garganta. Sé que no debo atraer la atención de los atacantes; pero bajo estrés no se piensa con el raciocinio, sino con las emociones.

Un individuo fornido, de alta estatura y piel morena empuja hacia un lado el cadáver del empleado de la familia. Su mirada penetrante relampaguea cuando se topa con la versión más ajada de mí misma. La belleza sombría, casi inhumana que ostentan sus rasgos varoniles me paraliza. A pesar de que le temo a primera vista, no puedo dejar de observarle. Tampoco soy capaz de correr. Mis piernas se han quedado pegadas al suelo.

Por un instante, él me detalla si emitir sonido. Debe estar juzgando si en realidad vale la pena exponer la vida y matar para apropiarse de un ser tan insignificante. Aunque me han llamado la Lumbrera de Ruhit, tengo, como la mayoría de las personas, dos brazos y dos piernas. También debo confesar que soy bastante torpe, sobre todo cuando hay público de por medio.

Ignoro de dónde saco las fuerzas para sostenerme en pie mientras me hundo en el mutismo de sus ojos grises. Algo se esconde dentro de ellos, una sombra siniestra que me sobrecoge a mi pesar. Quisiese ser valiente y apedrear mis miedos, pero no soy más que una Rapunzel escondida en lo alto de una torre de cristal. Me amedrento hasta en presencia de mi sombra en las noches de lluvia.

Bajo otras circunstancias, aseguraría que el atacante tiene un perfil de dios griego, pero no es este el momento preciso para echar la mente a volar a través de una ventana abierta ni sumergirme en mis sueños adolescentes. ¡Qué alguien me propine una cachetada que me haga poner los pies en la tierra y bajar de una nube rosa! Ser dueño de un bonito semblante no convierte a ese tipo en mi amigo.

Aguardo su reacción, casi sin atreverme a respirar. Es él quien tiene los minutos contados, debe dar el primer paso. Dentro de poco, sonará la alarma y el resto de los importantes clanes de la ciudad se desplazarán a la mansión para apoyar a la familia Salem. Así ha funcionado desde el inicio de los tiempos, y así funcionará esta vez. A medida que camina el reloj, me anoto un tanto a mi favor.

Él esboza una mueca semejante a una sonrisa. No logro definir si es por simpatía o sarcasmo. De repente, desliza sus ojos hacia mis labios y acentúa su expresión siniestra. ¡Rayos! Llevo el rostro descubierto. No me he colocado el niqab ni me he peinado. Luzco como una indigente. Igual, no debiese importarme. No estoy en frente de mi prometido desconocido, sino de un energúmeno sangriento. El cadáver que reposa inerte inerte, el suelo de mi habitación, da fe de su crueldad.

A tientas, tomo el velo de encima de la mesita y me lo coloco con presteza. Él no cesa de sonreír, como si lo que viese fuese un espectáculo circense en lugar de los actos torpes de una mujer desesperada.

Al fin, se decide a romper este duelo de silencio idiota que no lleva a sitio alguno.

—Ven conmigo, Amira. No te resistas. Prometo que no te haré daño. A mi lado no contarás con ropas lujosas ni prendas preciosas, pero no tendrás que preocuparte por ser un tratada como un simple objeto. Serás una persona aunque hayas nacido mujer.

Extiende su mano derecha hacia mí y avanza un paso sin dejar de mirarme. Noto el anillo de diamantes que lleva en su dedo anular y el reloj de platino que se asoma bajo la manga de la camisa. Ambas son prendas caras que no se corresponden con las pertenencias de un asalariado común, sino con el miembro de una importante familia. ¿Será él el enemigo de mi casa o simplemente un subalterno sin importancia? Me temo que estoy en presencia de un enigma que no vale la pena descifrar en este instante. Me urge huir de este asesino, secuestrador de mujeres vírgenes. Debo pensar rápidamente cómo salir de la prisión inexpugnable que me han construido mi padre.

Instintivamente, doy un salto atrás y me pego a la pared. No tengo a dónde ir, me hallo acorralada en mi propia madriguera; pero estoy dispuesta a vender cara mi derrota.

—Lo siento, niña. No es el momento de jugar al gato y al ratón —Asiente a medida que comienza a devorar la distancia que nos separa. Introduzco las manos en el interior de una gaveta y le tiro las cosas que encuentro. Por encima de la cama vuela mi aburrido diario, los espejuelos de Ghaaliya y mis bragas. También las barras energéticas sin moho se abren paso entre mis sollozos. —Calma, chiquilla, que no tengo hambre. —Se ríe sin reparos mientras recorre con la vista mi horrendo vestuario.

Al menos, he logrado que se detenga. Se está tomando un tiempo para hacerme rabiar.

En ese instante, se abre la puerta que da acceso al jardín. Me he dado un susto de muerte. Lidiar con dos asaltantes se me sale del presupuesto mental. Tal vez, con buena suerte, se peleen entre ellos y yo salga ilesa.

También su atención recae en la persona que ha osado interrumpir su juego. Levanta su pistola, pero no se atreve a abrir fuego. Reprimo un alarido cuando descubro que es Basima. Ha venido por mí. En lugar de salvar su propio pellejo, se ha expuesto por mi causa. Eso es amistad verdadera.

—¡Amira! —Su grito me alerta del peligro.

Es preciso que mis piernas se despeguen del suelo y echen a correr. ¡Dios, que él no le dispare! Te juro que… Perdón, Dios, tengo bien poco que ofrecerte.

El hombre hace un gesto de disgusto y se guarda el arma en la cintura. Tal vez sea de los que no se atreven a dañar a una mujer o, peor, de los que pretenden secuestrar a dos por el precio de una.

De repente, una oleada de adrenalina inunda mi endeble cuerpo. Al fin soy capaz de reaccionar y hasta de moverme.

—¡Con mi amiga no te metas! —vocifero sin pensar.

Toda la ira que he acumulado durante años incrementa mis fuerzas y mis reflejos. Aunque ignoro de qué manera lo logro, levanto con las dos manos la gaveta y la echo a volar con todo su contenido. Sobre la cama quedan mis recuerdos, pero no es el momento de sentimentalismos, sino de poner tierra de por medio entre el desconocido y mi escuálida anatomía.

Me deslizo hacia la escalera con presteza. Ese es mi terreno, el espacio cerrado en el que ha transcurrido mi vida entera. Nadie lo conoce mejor que yo.

La mano de Basima se prende de la mía y me jala hacia el exterior. El aire ardiente se agolpa en mis pulmones mientras el sol calcina mi poca piel descubierta. Por primera vez agradezco en silencio a quien se le ocurrió la idea de que las mujeres árabes se cubriesen de pies a cabeza.

Antes de cerrar la puerta tras de mí, veo al desconocido abalanzarse hacia nosotras. Por una vez he salido victoriosa en algo, y eso me hace burlarme de él.

—Ya ves cómo el ratón a veces se escapa del gato —le digo mientras corro el cerrojo.

—¡Amira, te estás equivocando! —Su voz resuena con un impresionante eco a pesar de estar al aire libre.

Lo lamento si es cierto, pero no confiaré en extraños que se abren paso a punta de pistola.

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