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Jugando al gato y al ratón I

Hemos estado componiendo la habitación hasta las tantas de la noche. Entre el impacto de la caída, la larga estancia de pie probándome los trapos negros y las labores de limpieza tengo el cuerpo repleto de agujetas No hay sitio de mi anatomía que no proteste al moverse. Sin embargo, abro los ojos antes de que los rayos de sol hagan arder la arena del desierto. Me incorporo de golpe y, a mi pesar, le digo adiós a la pereza.

Me tomaré un tiempo para pasar lista a cada detalle. Quiero que mi madre no se tope con algo fuera de sitio cuando venga a colocar mi día patas arriba. Observo con detenimiento cada rincón y arreglo dos o tres desperfectos hasta que hallo todo impecable en apariencias.

En cambio, yo me he convertido oficialmente en un aura tiñosa aunque mi pijama sea de color rosado. Alrededor de mis ojos se han instalado dos redondeles violáceos. A pesar de que uso maquillaje, no tienen intenciones de aclararse. A Fátima le dará un soponcio cuando me vea. No habrá quien me libre de permanecer durante horas con rodajas de pepino atadas a la cara.

Odio los espejos porque me recuerdan que soy la imperfección resumida dentro de un cuerpo humano. Después de gastar media hora entre cremas y aceites, parezco una persona; pero me falta mucho para cumplir el sueño de mi madre. Apuesto que hoy será otro de esos días de gritos y sombras.

Alguien abre la puerta a pesar de que aún es temprano para comenzar con la tortura. Lanzo un bufido casi silente y me volteo sin prisas. Busco usar una de mis caras de emergencia con sonrisas fingidas. Solo así acallaré las malas vibras de Fátima.

Gracias al cielo, y como prueba de que Dios existe, un motivo de fuerza mayor le ha alejado de la casa. No me pregunto qué le habrá sucedido. Lo mismo me vale una tormenta de nieve que un tsunami.

En su lugar, me ha enviado un mensaje con Ghaaliya.

—Los preparativos están suspendidos —me comunica—. No habrá costureras ni ceremonia.

—¿Y boda? —pregunto con la ilusión prendida de los ojos.

¿Acaso será posible que, después de todo, mis padres me profesen alguna clase de sentimientos? En un mundo ideal, el caballero gallardo defendería la voluntad de su hija unigénita con capa y espada. Claro que la vida real difiere de la fantasía.

—Lo siento, niña. —Los ojos de Ghaaliya se ensombrecen.— Según escuché decir a los guardias de la puerta, lo único que ha cambiado son las medidas de seguridad. Un poderoso adversario de la familia Salem se encuentra en la ciudad. Es extranjero, creo que un españolasentado en Arabia.  Los señores temen que sus hombres efectúen un ataque armado durante la ceremonia o un secuestro en los días previos. Como el imperio familiar se tambalea, han centrado sus esperanzas en una alianza matrimonial. Eso es todo cuanto se ha hablado en los pasillos. Sabes que los criados solo cuchicheamos a escondidas. Si nos atrapan hablando cosas que no debemos, podríamos ganar algo más que un regaño. Tú, mejor que nadie, sabrás que la situación ha exacerbado las malas pulgas de tu padre.

—Ya lo sé. Mi venta es la tabla salvadora de los náufragos.

Lo he dicho sin titubear, como si se tratase de una tercera persona o de un programa televisivo, y no de mi propio destino.

Me enrosco sobre mí misma en el único sitio de la cama que encuentro seco y procuro dormir un rato más. Un día de vacaciones será como la salida del sol antes de la tormenta anunciada. Sin embargo, mi descanso dura bien poco. Unos ruidos secos se introducen en mi cabeza y, a pesar de que intento continuar descansando, se convierten en una manada de elefantes en estampida.

Siempre que tengo pesadillas, me despierto como si hubiese servido de árbitro en una pelea entre King Kong y Godzilla. Me levanto contrariada, con un grito mudo atrapado en el interior de la garganta.

Con gran disgusto descubro que los malos sueños se han salido de mi cabeza. En las áreas aledañas a mi habitación se produce un terremoto. Me limito a juzgar los sonidos, no me tilden de exagerada.

A toda prisa, me vuelvo a mi armario. ¡La que armarían mis padres si alguien compartiese en las redes sociales, en los periódicos o en la tele, una foto mía sin hijab y en pijamas! Me castigarían hasta que cumpliese cien millones de años. Debo estar correctamente vestida en caso de emergencias, y esto tiene pintas de necesitar la intervención de la guardia nacional.

Cojo lo que encuentro a mano, un trapo gris, algo amorfo mal llamado ropa. Desde que me han comprometido con el odioso desconocido, solo tengo derecho a vestirme de luto.

Casi sin pretenderlo, me tropiezo con mi imagen en el espejo. De la hermosa chica que servía de modelo de aura tiñosa emplumada hace apenas veinticuatro horas ni queda la sombra. Con estas pintas, doy asco al asco. Si mi madre me viese, moriría de un infarto en el acto.

Los dragones que habitan en mi estómago rugen con desesperación. ¿Dónde está mi desayuno? ¿Por qué razón no le veo sobre mi mesita si ya han pasado varias horas después del mediodía? ¿Y mi almuerzo? Aquí hay un misterio demasiado elemental que no necesita de la presencia de Sherlock Holmes, pero con hambre no puedo pensar. Chapoteo en un charco demasiado hondo. Me hundo sin llegar a tierra firme.

Lo primero es lo primero. En algún sitio de la habitación tengo unas barras energéticas. Luego de haberme desecho de ese problema (el número uno en mi lista), podré razonar con claridad.

Me vuelto una loca desarreglando la habitación. Es curioso como para ordenar uno se pasa horas y horas. Sin embargo, en cuestiones de desorden solo se necesitan dos segundos.

Intento mascar un pedazo de chocolate mohoso que encuentro en una esquina del dormitorio. Los nervios me dan por pensar en cosas incoherentes. Otra chica en mi caso estaría… ¿Qué se supone que debo hacer si vivo en una celda con mayor seguridad que la prisión de Alcatraz? Siquiera puedo bajar a mi jardín. Esa puerta también se mantiene con los cerrojos pasados.

Los gritos se acercan. Ya discierno algunas palabras aunque no hilvano las frases. Escucho mencionar mi nombre y tiemblo. Los dueños de esas voces son desconocidos que vienen por mí. Moriré irremediablemente y, lo peor es que, lo haré con el estómago vacío y vestida como un aura tiñosa.

La emprendo a mordiscos contra el envoltorio del chocolate mohoso. ¡Ufa! Me he olvidado de quitarle el papel plateado y me mordido un dedo. Quiero correr, volar… desaparecer en un chasquido de dedos. Los nervios me están ganando la batalla.

¿Quién me extrañaría si algo me sucediese? Tal vez solo Ghaaliya y Basima. ¿Estarán ellas en peligro? No soportaría perderles. Saberles bien me hace feliz. ¡Oh, Dios, protégenos a todas! Nunca he orado con espontaneidad, sino para complacer a mis padres. Sin embargo, esta vez, las peticiones fluyen como agua del manantial.

Varios disparos me devuelven a la realidad. Alguien empuja mi puerta. Es resistente, pero cederá de un momento a otro. Mientras cuento los segundos que tarda en abrirse, mordisqueo las uñas de mi mano derecha. Pronto caeré en un infierno. Entonces, me veré cara a cara con mis adversarios.

La única noticia buena es que ya no habrá boda.

Me escudo tras la cama y tomo una almohada entre las manos. Si ella pudiese contar esta historia, se quejaría de los pellizcos que le propino mientras la ansiedad sobrepasa mi cordura.

Deseo gritar. ¿Me estará permitido? De no hacer salir la adrenalina de mi interior, sufriré un desmayo; y estos no son tiempos para enfermarme.

Me tapo los oídos con el propósito de no escuchar el estruendoso caos de las bisagras al ceder, ni los latidos desestructurados de mi corazón. Cuando la madera cae, mis ojos se topan con los de uno de mis guardaespaldas. Me miran asustados y luego se apagan. El río carmesí que brota de su pecho salpica mi ropaje gris. ¡Oh, Dios! ¿Habrá muerto?

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