Somos espectros vivientes en un juego de locos. La muerte es un don que nos está vedado. Escucho el chirrido de la reja de la jaula de Basima. La bestia deshumanizada se encuentra a solas con ella y no puedo hacer nada por evitarlo. Mi amiga le sostiene la mirada mientras él se toma su tiempo para planear su ataque. Sus ojos brillan en un paroxismo de emociones desencadenadas cuando el deseo de venganza comienza a germinar en furia desmedida. A medida que el tiempo transcurre, un sudor frío brota de mi frente. Son los nervios del miedo. La espera es la peor etapa de la tortura. —Las reglas son simples. Yo soy tu amo. Haré de ti lo que quiera y de la manera en que se me antoje. Resistirte solo empeorará las cosas. Ahora, que todo está claro, ¡quítate la ropa! André saca una fusta de su cinturón y la acaricia con sorna. Me apoyo en los barrotes para sostenerme en pie. La cabeza me late. Ojalá estalle de un momento a otro y deje mis sesos regados en el suelo. Basima sabe que a casi
—No, por favor, André. Ya no sigan. Ella no lo aguantará. —Disimulando mi rabia, digo con fingida indiferencia: Ignoro cómo mi voz se abre paso entre las risas de ambos hombres, pero lo logro porque la fuerza del amor que siento por Basima llena mi cuerpo de energía. Él, sin vestirse, devora la distancia que nos separa. Se detiene algo alejado de la reja para echar una ojeada a mis mejillas enrojecidas y a mis ojos llorosos. Todo ha salido de la manera en que lo planificó. Se ha saciado con Basima y me tiene a su merced. —Estoy dispuesta a darte lo que me pidas. Cumpliré todas tus demandas, pero ya no le dañes. La matarás. —Me arrodillo en señal de sumisión. De repente se inclina hacia mí y me sujeta de los hombros. Por un instante pienso que me desencajará el cuello del cráneo; pero entonces suaviza el agarre y levanta mi mentón con la punta de sus dedos. Huelen a traición y vileza, a engaño y crueldad. Sin embargo, introduzco dos de ellos dentro de mi boca y los chupo para mostr
Durante nueve noches, André me visita. Por horas, me mantiene jugueteando entre los barrotes. A cambio, ha cumplido su promesa de no molestar a Basima. Ella casi se ha repuesto de la golpiza. Cada día le noto más desarticulada y amarillenta y, a pesar de que sabe lo que me cuesta mantenerle alejada de su dueño, evita conversar del tema. «No soy de nadie», me digo cuando él incursiona en mi anatomía. «No soy de nadie», me repito en el instante en que mi cuerpo se olvida de que no soy una cosa y responde a sus exigencias. Cada día logro dormir luego de que amanece mientras los jefes pasan revista a las esclavas. Ellos también han notado el estado de mi abaya; pero lo único que les importa es que me mantenga en óptimas condiciones para ser subastada. Si de paso me convierto en una experta satisfaciendo a un hombre con la boca, será un punto a mi favor en la descripción de la venta. Hoy me han tomado las medidas para la ropa que llevaré en la subasta. Me han hecho andar desnuda por el p
Cada vez estoy más cerca del inicio de la fila. Debatiéndome entre los temores, me arden los jirones del alma. Para colmo, la cuerda trenzada ha entorpecido mis sentidos. Me siento mareada, la cabeza me da vueltas sin detenerse. Nunca he presumido de mi estómago. Copiosos goterones de sudor ruedan por mi frente mientras un calambre me apuñala la barriga. El vómito, que sale en estampida, decora mi vestido de látex y cuero. Estoy segura de que me castigarán con furia, pero a ninguno de los hombres parece importarle. De la nada, aparecen varias mujeres y ponen manos a la obra. En pocos segundos, me desnudan en frente de todos, limpian mi piel con tollas húmedas sin alcohol, del tipo que utilizan los bebés, y reemplazan mi traje por uno idéntico. —Se encarga media docena por esclava, por si son útiles en caso de imprevistos —me explica una de las muchachas que me precede. —Ella da pasos de un sitio a otro con visible turbación.— Es mi tercera subasta —me dice—, mi última oportunidad de
—Luego de tantos inconvenientes, ¿me permitiría hablarle a solas? Intento interpretar el motivo de la interrogante, que Ahmed le hace a Seth, sin conseguirlo. ¿Qué se trae él conmigo? Me ha mirado con la curiosidad despectiva con que se mira a un perro callejero, desnutrido y lleno de pulgas. Ya sé que estoy golpeada y medio desnuda. ¡Perdón! Casi sin ropas... Pero lo que veo en sus ojos no es deseo morboso. ¿Será lástima? Estoy un tanto perdida. ¿No es que éramos enemigos? Necesito una explicación coherente antes de que mi cabeza comience a girar a un ritmo acelerado. El aludido asiente sin estar del todo seguro. Imagino que apenas conoce al hombre que está parado en frente suyo. Ignora si es un pervertido que apretará mi cuello hasta la muerte o si tiene buen corazón. No es que le importe mucho mi destino, pero sí el de su dinero. Si Ahmed me hiciese daño, yo dejaría de valer una buena plata. Es difícil para él tomar, en cuestiones de segundos, una decisión sabia que haga prosper
Despierto sobre un mullido colchón de espuma. A habitación en que me encuentro no es amplia ni confortable, pero tiene unas ventanas sin rejas que permiten entrar los tibios rayos del sol. Basima o, mejor dicho, lo que queda de ella, duerme al lado mío. Me siento los ojos abotagados a pesar de que ya es de día. Para mi asombro, el cuerpo ya no me duele. Corro hacia el espejo que pende de la pared y me paso revista. Descubro en mí algunas manchas verdosas, casi mustias. El tobillo me molesta un poco, pero ya ha bajado la inflamación. ¿Y ese tinte amarillento de mi piel? Los días en el sótano me han afectado el cuerpo… y también el cerebro. ¿Qué raro está todo? Un mal sueño no he tenido porque esos moretones no se han hecho solos. Lo último que recuerdo es haberme desmayado en los brazos de Ahmed. Entonces, ¿él ha comprado a Basima? ¿Cómo pudiera agradecerle? Todo cuanto una mujer es capaz de hacer para satisfacer a un hombre me parece insuficiente. Estoy loca porque mi amiga despiert
—¡Amira, se te hace tarde para las clases de francés! Tus padres se enojarán con nosotros y me pondrán de castigo. Unas manos me toman de los hombros y vapulean de un sitio a otro. Temo que se me desencaje un hueso, pero no quiero despertar. Pretendo dormir durante cien años o más, como la Bella Durmiente del Bosque. Solo espero que un príncipe imprudente no me despierte con un beso de amor verdadero. Mis ojos pesan. Es un castigo levantarme ahora. ¡Qué alguien le diga a mi profesora de francés que se largue! Pero…. ¿De qué rayos hablo? Lejos están los días en que vivía en la torre de Rapunzel. Ahora, lo único importante es sobrevivir. Con rabia, me desperezo. ¡Cuánto hubiese dado por ser un vampiro y tener un confortable ataúd disponible en el que descansar a pata suelta durante mil milenios! Cojo una almohada y la tiro al vacío; con tan mala suerte que impacta en una lámpara y llena de cristales rotos el suelo. Nada, que además de mi vida y la de Basima, tendré que reponer un obje
Los amaneceres son un castigo. Tras las primeras dos semanas de trabajo, caigo en una aburrida rutina. Me levanto, no más cantan los gallos, me atarugo un trozo de pan con algo, un vaso de leche blanca, sin aditamentos y un buche de un brebaje estimulante. Luego, me coloco el uniforme de asistenta y corro a fregar los baños públicos de la primera planta. La Anaconda, no más me ha visto, me ha dado de regalo la fregona y un juego de estropajos. Tal vez sea porque he llegado de última a la fiesta de la limpieza en la mansión del español, pero me ha tocado jugar con la más fea. Esos retretes se ponen sucios, que dan asco, cada tres segundos. De ahí ni salgo amarrada con cadenas. A veces, se me acaban las fuerzas desde bien temprano en la mañana. No estoy adaptada a realizar tanto esfuerzo físico y, menos, luego de todo el tiempo que he pasado dotada. Es cierto que me he volado la etapa de los dolores en todo mi cuerpo, pero hubiese preferido mantenerme en estado de alerta, con mi conscie