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En poder de una Anaconda
Los amaneceres son un castigo. Tras las primeras dos semanas de trabajo, caigo en una aburrida rutina. Me levanto, no más cantan los gallos, me atarugo un trozo de pan con algo, un vaso de leche blanca, sin aditamentos y un buche de un brebaje estimulante. Luego, me coloco el uniforme de asistenta y corro a fregar los baños públicos de la primera planta. La Anaconda, no más me ha visto, me ha dado de regalo la fregona y un juego de estropajos. Tal vez sea porque he llegado de última a la fiesta de la limpieza en la mansión del español, pero me ha tocado jugar con la más fea. Esos retretes se ponen sucios, que dan asco, cada tres segundos. De ahí ni salgo amarrada con cadenas.

A veces, se me acaban las fuerzas desde bien temprano en la mañana. No estoy adaptada a realizar tanto esfuerzo físico y, menos, luego de todo el tiempo que he pasado dotada. Es cierto que me he volado la etapa de los dolores en todo mi cuerpo, pero hubiese preferido mantenerme en estado de alerta, con mi conscie
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