—¡Siéntate, he dicho, Amira! Hemos llegado a su habitación; pero yo, de torpe, me he quedado parada porque no me lo creo. Es difícil comprender qué hago en este sitio. ¿Por qué razón Ahmed me ha traído justamente aquí, a su recinto sagrado, al refugio privado en el que esconde su propio yo? Automáticamente, me dejo caer en un mueble frente a su cama. A pesar de que he estado antes en este sitio, no me suenan conocidos los blasones que penden de las paredes ni las letras que están escritas sobre ellos. He recibido clases de francés, inglés, portugués y español, pero reconozco que soy incompetente para resolver ese enigma. Ya se me van acumulando. Me volteo e intento recordar. Estoy segura de que he visto esa imagen antes. Aunque tal vez sea solo el deja vu tergiversado de una mente confusa, he aprendido recientemente que las casualidades no existen. Aprovecho que Ahmed revuelve sus cosas con el propósito de ofrecerme alguna prenda seca acorde a ni talla y sexo -algo difícil de halla
—Ya ha cesado de llover —Cuando realiza otro comentario impersonal, un cubo de agua fría cae sobre mi cabeza. Otra vez, me muestran un suculento manjar y me dejan con hambre. No me refiero al chocolate. Ese me lo he zampado entero y anda por algún sitio de mi sistema digestivo. Hablo de Ahmed. Él me mantiene con ganas y frustrada. Eso debería ser penado por la ley. Me aparto sin quejas ni lamentaciones. Ya no soy la «pequeñaja chillona», sino una versión madura de mí misma. —Tal vez, para entendernos, deberías contármelo todo desde el inicio. Es la mejor manera de llevarme una panorámica de esta historia —le digo sin rodeos. He intentado ser fría, lo que es sinónimo en mi mente de ser objetiva; mostrar profesionalismo para ganar su confianza. —Siempre que rememoro el pasado, termino con el alma en trozos —refuta al instante. Él tiene el buen sentido de acercarse a su armario y sacar una camisa de hilo blanca. Es todo cuanto alcanzo a ver allí dentro. Cientos de camisas blancas, b
Como no he soportado más el aburrimiento de estar encerrada en mi habitación, sin Basima u otro ser humano al que dirigirle la palabra, me he ido a pedir limosna afectiva a la lavandería. Es ese el terreno de Cira Delia, una madre anciana que, tras veinte años de incertidumbre y miedo, no ha dejado de buscar a su hija y su nieta. Aquí, la Anaconda Venenosa no entra, tal vez porque respeta el dolor callado del amor verdadero o, quizás, porque le molesta el olor a naftalina y otros productos detergentes. He aprovechado la ausencia de Ahmed para quitarme la escayola. Desde hace un par de días, ando a pequeños saltos por los pasillos de la mansión. A pesar de que Salma me ha echado un buen regaño, me he hecho la sorda, y he seguido mi camino. Igual, tampoco Mauro está en casa; y, en cuestiones de médicos, es él quién manda. Me queda aún una semana de baja por enfermedad, unos deliciosos siete días con nada por hacer más que leer y memorizar los mismos libros y entablar charlas improvisa
Un suspiro bien cerca de mi oído, me hace pegar un salto. Sé bien que he fundido mis fantasías a la realidad, pero esto es cierto. Hay un ser humano detrás de mí, alguien que está pendiente de cada uno de mis movimientos. Me volteo con lentitud. Mis ojos se pegan al suelo mientras la mente me trabaja a más de un ciento porciento. Necesito encontrar una justificación comprensible para mi nueva metida de pata, inventar algo con rapidez. "Amira Salem, antes de que la cabeza se te haga un lío y la voz se retuerza en tu garganta, di cualquier cosa, aunque sea una mentira", pienso mientras ruedo a los ojos en blanco para no mirar a sitio alguno. Sin embargo, en un instante que se me escapa la lucidez; los fijo en el rostro de Ahmed. Ya había olvidado cuánto me deleita perderme en sus pupilas de añil, juguetear con su sonrisa hasta que la mente se me vuelve un nudo, y aprender de memoria cada uno de las de los pliegues de su piel. Por un momento, me quedo en suspenso, sin atinar a saludar
De golpe, cesan las risas disparatadas de Ahmed Hassim. Mi alma se queda desnuda delante de su mirada seductora, sin peros ni porqués. —¡Eres una muy mala mentirosa, Amira! —susurra, entre dientes, mientras disminuye, con lentitud, la distancia que nos separa.— ¿Te consideras inteligente, capaz de inventar, de pronto, una excusa creíble? Lamento decirte que, desde antes de que gateases, ya había metido mis buenos embustes. Me ha dado la salida idónea para ponerme boca arriba y afilar las garras. —¡Ah, sí! Ya lo recuerdo. El niño enfermo, que prefería quedarse con los videojuegos antes de ir a la tienda, tiene un amplio currículo como discípulo aventajado de Pinocho. Su mirada se ensombrece. Tarde me he dado cuenta de que no he debido mentarle ese momento tan complicado de su vida. Ya no me puedo seguir escudando tras mi inexperiencia en las normas sociales. Le he hecho daño de manera intencional. Le detallo, sin siquiera, disimular mis intenciones. Su rostro se ha mudado de cuajo
(Narra Ahmed) La cercanía de Amira me hace daño, pero he comprendido que me he convertido en un adicto a ella. Este odio que siento hacia la familia Salem ha levantado una barrera entre los dos. Quiero derrumbarla y seguir los deseos de mi corazón; pero, a la vez, me doy cuenta de que siempre las sombras de su clan y del mío se interpondrán entre nosotros. Este es el motivo que me hace acercarme a ella y, también, rechazarla. Le hago daño a sabiendas. Busco aplastarla igual que a un insecto que recién levanta vuelo; como a una mariposa sin colores, que ha perdido sus alas en algún sitio. Sin embargo, cada una de sus lágrimas taladra mis emociones. Cuando le hago llorar, me duele desde la boca del estómago hasta el sentimiento. A pesar de que sospecho de que hay enemigos debajo de mi techo, estoy casi seguro de que Amira me es fiel. Además de que ella no tenido acceso a mis planes secretos, como muchos de los soldados que integran las tropas que comando, posee un corazón, tan grande
(Narra Amira) Me he quedado de piedra cuando he visto a Basima atacando a Ahmed Hassim. Ella no entiende que gracias a él ambas tenemos una vida mediocremente aceptable. Le ha visto como un enemigo desde que ha abierto los ojos y recobrado la consciencia. Se empeña en colocar su rostro en el del predicador que le ofreció ayuda. Por eso, le odia de manera gratuita. Los hombres han entrado a mi habitación en estampida. Apenas me ha dado tiempo de tirarme encima una sobrebata. No me he peinado ni he tenido tiempo de calzarme las chinelas. La primera impresión que tendrá Ahmed al verme será desastrosa. Eso, si se llegase a fijar en mí. Corro tras los hombres que van rumbo al baño. Ellos han decidido apaciguar sus fuegos con agua helada. No me parece una buena idea. ¡Y no lo permitiré! —¡Detente! —Uno de mis gritos para en seco la mano del doctor. Quiero a su jeringuilla bien lejos del cuerpo de mi amiga.— A Basima le controlo yo —le digo. Son mis manos suaves, acariciando sus mejill
La Anaconda Venenosa nos ha reorganizado el horario de trabajo. Ahora, hacemos turnos rotativos durante doce horas seguidas para que el señor Amo no se quede sin comer ni se ensucie las manitas preparándose un tentempié. Ella me ha condenado a ser una lechuza en vela, pero eso no es del todo malo. Me agrada la soledad de la cocina cuando cae la noche. Y de paso, continúo aumentando mis caderas de grosor porque el aburrimiento solo se mata con un pedazo de algo comestible dentro de la boca. Estoy convencida de que hoy veré a Ahned Hassim y no sé si, como de costumbre, fingirá que soy invisible, o si me regalará un saludo huraño. Ya ni conversamos, siquiera nos ofendemos. Nos ignoramos a falta de algo mejor que hacer. Ambos dejamos pasar de largo una oportunidad casi única la otra noche. Ahora, la distancia entre nosotros se ha ido tornando gigantesca a medida que transcurre el tiempo. Aprovecho el rato de inactividad para pelar los ajos. Así, al día siguiente, las chicas tendrán meno