(Narra Ahmed) Esa llamada. Ha sido esa extraña llamada la que me ha forzado a abandonar a mi esposa convaleciente y a mi bebé. —Te habla Seth. —He leído en un mensaje al otro lado de la línea, y en mi garganta se ha hecho un nudo. Respirar se me ha tornado imposible. De igual modo, he intentado mostrarle a mi esposa que nada fuera de lo normal me ha sucedido, pero creo que el nerviosismo se me sale por encima de las ropas. Con los dedos engarrotados, intento responderle a Seth. Esto debiese ser mucho más sencillo que hablar personalmente, pero no lo ha sido. —¿Qué se te antoja? ¿Has venido a vengar la muerte de tus hijos? Es importante que sepas que te estaré esperando sin una pizca de miedo. Solo me faltas tú en la lista de las personas que deseo ver muertas. Imagino, en sus labios retorcidos, una de sus irónicas sonrisas. Me parece tenerle a mi lado en este mismo instante, arrugando, con sus dedos, la punta afilada de su bigote. Su mero recuerdo me entumece la panza. Justo cua
Amar, elegir, soñar… Esas palabras me han sido vedadas desde que mis ojos vieron la luz del sol. Nunca me he considerado una persona quejicosa, de las que suelen ver molinos de viento en cualquier sitio. No exagero cuando afirmo que en la ruleta del destino he salido perdedora. Mientras los problemas de algunas chicas de mi edad se centran en lucir a la moda, yo tengo que lidiar con la clásica pregunta de una joven árabe: ¿Quién será el sujeto que me escogerán por esposo? Haber nacido mujer dieciséis años atrás tronchó todos los planes de mi distinguida familia. Mi padre esperaba un digno sucesor para su estirpe, alguien con cromosomas «XY»; no una «pequeñaja chillona». Así se refiere a mí porque es eso lo que significo en su vida. Por más que he intentado ser amable, cariñosa y aplicada no he conseguido de él una mirada cálida. Estoy harta de complacerle, pero he aprendido a callar y fingir. ¿Qué sentido tendría hablar cuando ya todo ha sido dicho? Mi opinión nunca ha valido, como no
—Él ha tomado una decisión —me dice Fátima sin más preámbulos, como si lo disfrutase. De esa misma forma ha debido escucharlo veinte años atrás. Sin embargo, no mienta el nombre de mi padre. También a ella su presencia le infunde tal miedo que evita mencionarlo. Me siento a su lado, pero no añoro su compañía. Las piernas me tiemblan, se niegan a sostener la carga pesada de la incertidumbre y los temores. Floto en una nebulosa densa, sin hallar un lastre que me acerque a la tierra. Ahora, tras un punto y seguido, sin darme tiempo para reponerme de la mala noticia, ella me arengará un tedioso discurso. —¿Y bien? —pregunto con tal de no quedarme callada. Mi madre se levanta y se pavonea alrededor de mí con toda majestad. Tal parece una diosa metida en un cuerpo humano. Me sorprende que, en un momento tan delicado, aún tenga tiempo para mostrarme su superioridad. —En siete días, serás la esposa de un poderoso magnate petrolero. El sábado, a las dos de la tarde, tendrá lugar la ceremo
El espejo desfigura mi imagen, la convierte en una versión deprimente de mí misma. No puedo creer que sea yo la chica que se esconde tras las gruesas telas. Las modistas toman las medidas y revolotean alrededor mío. Han estado manipulándome sin cesar por espacio de tres horas. Mueven mis brazos y piernas como si tratasen con un maniquí sin voluntad propia. Los tobillos protestan en una sinfonía desencadenada. Me duele hasta el nombre y el apellido, pero soporto todo sin rezongar. ¿De qué me serviría negarme? La cara de felicidad que luce mi madre no se borrará con dos o tres chillidos. Para martirizarle es preciso explotar una bomba atómica en su cerebro. La costurera me cambia un lienzo negro por otro del mismo color y masculla varias órdenes. Las sumisas esclavas amortajan mi cuerpo para que esté tan muerta como ellas, sin emociones ni sueños. Apenas logro mantenerme viva dentro de tanto trapo. Las telas me asfixian. El novio tiene prisas por cambiarme de jaula, pero en lugar de a
Luego de haber recibido un masaje por espacio de media hora con una mistura de azahar y champaka de Borneo, me hubiese encantado relajarme y disfrutar del baño, pero no se puede tener todo en la vida. Los inexpertos dedos de Basima en lugar de reconfortar mi cansado cuerpo, me producen escozor. No debería sentirme así. Estoy acostumbrada a que varias manos femeninas descubran mis carnes e invadan mi intimidad, pero no dejo de pensar en mi prometido. Imagino que es él quien traspasa las barreras de mi espacio y siento miedo. El agua de rosas impregna su fragancia en mi piel. Ya he olvidado mi olor natural. Entre esencias y aceites ha transcurrido mi niñez y mi juventud, y aun así, mi madre afirma que mis labores de embellecimiento han fracasado. Esto es solo el principio de mis penas. Habrá depilación con cera en todos los sitios peludos del cuerpo humano. Según he escuchado decir, a mi prometido le dan grima las mujeres velludas. —Estoy segura de que debe ser calvo. Las palabras de
Hemos estado componiendo la habitación hasta las tantas de la noche. Entre el impacto de la caída, la larga estancia de pie probándome los trapos negros y las labores de limpieza tengo el cuerpo repleto de agujetas No hay sitio de mi anatomía que no proteste al moverse. Sin embargo, abro los ojos antes de que los rayos de sol hagan arder la arena del desierto. Me incorporo de golpe y, a mi pesar, le digo adiós a la pereza. Me tomaré un tiempo para pasar lista a cada detalle. Quiero que mi madre no se tope con algo fuera de sitio cuando venga a colocar mi día patas arriba. Observo con detenimiento cada rincón y arreglo dos o tres desperfectos hasta que hallo todo impecable en apariencias. En cambio, yo me he convertido oficialmente en un aura tiñosa aunque mi pijama sea de color rosado. Alrededor de mis ojos se han instalado dos redondeles violáceos. A pesar de que uso maquillaje, no tienen intenciones de aclararse. A Fátima le dará un soponcio cuando me vea. No habrá quien me libre d
El olor de la pólvora y del humo enrarece el ya viciado ambiente de mi habitación, ensancha las venas de mi nariz y se me agolpa en el cerebro. Mi respiración desbocada le impone un toque apagado a mi patética situación. Un chillido se escapa de mi garganta. Sé que no debo atraer la atención de los atacantes; pero bajo estrés no se piensa con el raciocinio, sino con las emociones. Un individuo fornido, de alta estatura y piel morena empuja hacia un lado el cadáver del empleado de la familia. Su mirada penetrante relampaguea cuando se topa con la versión más ajada de mí misma. La belleza sombría, casi inhumana que ostentan sus rasgos varoniles me paraliza. A pesar de que le temo a primera vista, no puedo dejar de observarle. Tampoco soy capaz de correr. Mis piernas se han quedado pegadas al suelo. Por un instante, él me detalla si emitir sonido. Debe estar juzgando si en realidad vale la pena exponer la vida y matar para apropiarse de un ser tan insignificante. Aunque me han llamado l
La madera de la puerta es bastante resistente, al igual que los goznes. Deberíamos ganar algo de tiempo antes de que el desconocido la abra. Echo a correr escaleras abajo. La falda de la abaya me estorba, se enreda con los peldaños de mármol. Dejo trozos de mis uñas en la verja y un pedazo de la piel del codo en la fuente del jardín. Aunque me esfuerzo, no avanzo tan rápido como Basima. Ella tiene más práctica que yo en el arte de la carrera con obstáculos, pues suele pasar los días yendo a toda prisa de un lado a otro. Vocifero cuando las espinas de un rosal se me clavan en la piel. Mi amiga me echa la bronca con la mirada. Ambas estamos conscientes de que ser la niñata, hija de mami y papi, no funciona. Tengo que recorrer exactamente veinte metros hasta llegar al muro. Mientras, debo crecer a paso acelerado. Ya no es tiempo de andar con remilgos. El pecho se me aprieta. Freno en seco y me inclino hacia delante en un intento por tomar aire, o quizás para camuflarme con las yerbas q