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El aura tiñosa emplumada

El espejo desfigura mi imagen, la convierte en una versión deprimente de mí misma. No puedo creer que sea yo la chica que se esconde tras las gruesas telas. Las modistas toman las medidas y revolotean alrededor mío. Han estado manipulándome sin cesar por espacio de tres horas. Mueven mis brazos y piernas como si tratasen con un maniquí sin voluntad propia.

Los tobillos protestan en una sinfonía desencadenada. Me duele hasta el nombre y el apellido, pero soporto todo sin rezongar. ¿De qué me serviría negarme? La cara de felicidad que luce mi madre no se borrará con dos o tres chillidos. Para martirizarle es preciso explotar una bomba atómica en su cerebro.

La costurera me cambia un lienzo negro por otro del mismo color y masculla varias órdenes. Las sumisas esclavas amortajan mi cuerpo para que esté tan muerta como ellas, sin emociones ni sueños. Apenas logro mantenerme viva dentro de tanto trapo. Las telas me asfixian.

El novio tiene prisas por cambiarme de jaula, pero en lugar de ataviarme como una princesa y exhibir su nueva adquisición con orgullo, me disfraza de aura tiñosa emplumada. Me ha mandado a utilizar un burka en lugar del tradicional abaya y el hiyab.

Basima introduce su nariz entre las dos hojas de la puerta. Se muere por entrar a la habitación aunque sabe que en este momento debe estar con el resto de las siervas. Su nombre significa sonriente. Han hecho bien en llamarle de esa manera porque siempre está alegre a pesar de que su propio padre le haya entregado el mío como pago de una deuda cuando recién cumplió los ocho años de edad. En aquel entonces, fue mi idónea compañera de juegos. Luego, se convirtió en mi confidente y amiga; una de las pocas personas con quien puedo contar. Aun siendo más joven que yo, siempre tiene algo que enseñarme acerca de su filosofía de la vida. En mis días más grises, su optimismo me ayuda a mantenerme en pie.

Una de las modistas me mira asustada cuando pincha mi brazo con un alfiler. Está segura de que armaré un gran alboroto y haré que le castiguen. Sin embargo, me siento agradecida. De no ser por ella, me hubiese enajenado de tal modo que no podría regresar al mundo real.

Debo terminar con este suplicio o me volveré loca. Soy una especie en peligro de extinción.

—Ya me duele la cabeza, madre.

Uso un tono de voz demasiado alto para llamar su atención. Mi inapropiada actitud le molesta porque en ausencia de su esposo, es ella la reina y señora de la familia, quien da las órdenes.

Me tiro sobre el cojín bordado sin dejar de sostenerle la mirada. Que se enoje cuánto quiera. Ya no soy capaz de continuar en pie de guerra.

Las sirvientas detienen sus quehaceres, pero no se atreven a marcharse. No hasta que sea ella quien lo diga.

—Necesito descansar. El novio no me querrá con ojeras —insisto con vehemencia.

Los suspiros se me agolpan en la garganta, se escapan a escondidas y dejan una estela tras de sí.

Aunque mi madre no se traga el cuento de la dócil doncella, hace un gesto a las modistas. No cree necesario atosigarme. Me quedan varios días de martirio antes de que llegue el momento de la consumación final.

Vuelvo la mirada hacia la nada. En lo que espero un regaño, mi cuerpo reposa.

—Me vendría bien un baño —sugiero entre dientes.

Es eso lo que preciso para que ella desaparezca de mi presencia. Un momento a solas con Basima me llenará la cabeza de pájaros cantores.

—Date un masaje con aceites. Tienes la piel rugosa. A tu edad, la mía refulgía sin necesidad de adornarla con polvo de oro. ¡No te atrevas a decirme que se debe a un error genético! Eres la Lumbrera de Ruhit, no una sierva pelagatos del montón. Has descuidado los requerimientos de tu cuerpo —afirma con desprecio.

Ofrezco mis prendas a quien le calle la boca. No sé si prefiero soportar su desamor o la indiferencia de mi padre.

—Por favor, dame solo un instante, tengo una manada de elefantes en el cerebro. —Arrastro las sílabas de cada palabra.

Con mentiras he construido una torre demasiado alta e inestable. El día en que caiga una de sus piezas, el resto no tardará en sepultarme.

—Haré que venga tu sirvienta de inmediato. Esa buena para nada no se gana la comida que se malgasta en ella. Lo que hace con la cabeza lo desbarata con los pies. Uno de estos días, le enviaré a limpiar los establos de los animales. Ya veremos si así adquiere fundamento.

Sus pensamientos han tomado un rumbo peligroso. Si no los detengo, Basima terminará castigada.

—Ahora mismo le pido que me prepare un agua de rosas —intervengo con premura.

Antes de que Fátima me responda, me acerco a la ventana y tiro una ojeada alrededor. Intento ganar tiempo para encontrar una buena excusa que le haga olvidarse de la chica. Una ráfaga de aire ardiente juega con mis trenzas. Me recuerda que siempre hay aliados invisibles dispuestos a brindarme su apoyo.

—He escuchado a los criados comentar que se espera una tormenta de arena a finales de esta semana. Me temo que coincidirá con la fecha de la boda. Sería una pena que los invitados desfallezcan por un golpe de calor. —Otra vez mis mentiras retan a la nariz de Pinocho y salen vencedoras.

En un instante, el rostro de Fátima se paraliza. La incertidumbre esconde sus incipientes arrugas tras una máscara de miedo. Sin embargo, pronto retorna la irónica risa que me atemoriza. Me recuerda el sonido de una serpiente de cascabel justo antes de morder a su víctima.

Con un ademán altanero, pide un vaso de agua a una de sus esclavas sin nombre. Ella acude con prisas y le responde con una profunda inclinación. Mientras bebe el líquido, ambas ganamos tiempo. Ella estudia su próximo paso; y yo, preparo mis defensas.

Alguien sobra en mi habitación, y ese alguien, no soy yo. Si no ahuyento a mi madre en este mismo instante, explotaré como un sapo.

Me muevo con soltura por los ocho metros cuadrados que resumen mi existencia. Cada objeto cuenta una arista de mi aburrida historia. Los búcaros repletos de rosas del valle y las imágenes pintadas en los lienzos que penden de las paredes le dan luz a mi vida agonizante. En otro sitio del mundo, tal vez sea una niñata manipulable, pero aquí me siento alfa. Por eso, para llamar a mi sierva, utilizo el mismo tono de voz que he aprendido de mi madre.

—¡Basima, prepara mi baño!

¡Qué Dios me perdone por sonar tan petulante!

La chica tarda cerca de un minuto en entrar. ¿Acaso tiene piojos en la cabeza en lugar de pelos? A medida que pasa el tiempo, más me convenzo de que mi padre le ha comprado solo para tener a alguien a quien castigar cuando mi comportamiento no ha estado a la altura de la clase social de un Salem. Ella, a lo largo de estos siete años, ha consumido su cuota de palizas y las mías.

Intento evadir la mirada de Fátima. Sé que si se posa en la mía, me desarmará y volveré a ser la chiquilla quejicosa y sin agallas. Su rostro se contorsiona en una mueca sardónica. Le he mostrado la imagen de una idiota sin sentimientos y sin una pizca de amor al prójimo. Eso es justo lo que quiere ver en mí.

Siquiera me persigue cuando me introduzco en el cuarto de baño y dejo la puerta entreabierta. La prefiero así porque cerrarla sería admitir que huyo y no me permito enseñar mi debilidad.

Con gran beneplácito, escucho el portazo que pone fin a mi alma en ascuas, al menos por el resto de la jornada.

Lo cierto es que ando con la cola entre las piernas y trastabillando. No he ganado una batalla. Más bien, lo considero un empate. Sin embargo, debo recordar que mi enemigo tiene un rostro desconocido. Fátima e incluso el excelentísimo señor Abdul Salem solo son peones en este juego mortal.

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