(Narra Amira) He odiado al médico por ser tan imprudente. ¿Por qué no se demoró solo un tantito? ¿Qué le impulsó a no dar media vuelta y regresar dentro de un millón de horas? Después de que él me examinó exhaustivamente y dictaminó con voz profesional y apática que las luxaciones suelen ser procesos recurrentes, vino uno de los hombres de Ahmed con una silla de ruedas y me llevó directo a mi habitación. No hubo largas miradas, palabras entrecortadas ni dulces despedidas. Mi amo me echó de su dormitorio con una patada en el trasero y sin un «gracias por su visita». No puso ojitos de pena ni yo tampoco. ¡Qué se vaya a la m****a! No seré yo quien le llore un instante candente, repleto de besos y caricias. Hace mucho tiempo, he aprendido que la persona que no me acompañe, se lo pierde. En esta historia, seré yo la campeona. Nada de suplicar y doblar la rodilla porque soy de nadie ni lo seré en alma y espíritu. El cuerpo poco importa sí solo es un medio para obtener un fin. Solo para i
Las palabras en boca de Ahmed son un agravio a mis cansados oídos. ¡Cómo se empeña en recordarme mi clan cada vez que tiene una oportunidad! Lo hace con premeditación, para afianzar una barrera emocional entre nosotros. —Creo que las normas de buena educación dictan que uno debe devolver el saludo. He dicho buenas tardes, Amira Salem. —Repite con aparente indiferencia. Navego en el contraste de sus ojos grises con su piel dorada por el sol. Recuerdo que la primera vez que le vi, creí que me había topado con un árabe, no solo por las ropas que vestía, sino también debido a su aspecto físico. Pasa demasiado tiempo a la intemperie, recibiendo directamente los rayos del sol. Es lógico que ya no parezca un español. Me concentro en mirarlo de frente mientras mis anhelos ocultos le suplican que me regale una sonrisa. A pesar de que mis palabras se atascan en mi garganta, quiero continuar luchando; pero su cercanía me deja sin defensas. Hago un esfuerzo sobrehumano para balbucear una frase
Una amapola. Es en eso lo que se ha convertido mi rostro luego de que la mirada de Leo Dan ha dado un paseo por él. Me he sonrojado de ira y de deseo, de vergüenza y de incertidumbre. Me le acerco arrastrando la pierna enferma porque ya no soporto quedarme más tiempo acostada en la cama. De tanto qué estado allí, se me ha pegado a la piel los relieves de la ropa de dormir. Escruto su semblante frío y serio. ¡Qué desperdicio de hombre guapo con alma de viejo! Actúa como si tuviese ochenta años de edad y no los veintitantos que aparenta. Me recuesto en una cómoda butaca y quedo a la espera de sus palabras. ¡Paciencia! Necesito paciencia por montones, un cargamento para no explotar como la Pequeñaja chillona que él piensa que soy. A las claras, él está buscando en su aburrido cerebro el sarcástico regaño perfecto con que torturarme. Por eso ha guardado silencio durante tanto rato, pero yo odio los silencios. De eso he tenido demasiado en casa. Fue tal el mutismo de la torre de Rapunze
He vuelto a la pelea casi un mes más tarde de mi mala pisada. Esta vez, me han colocado en la cocina con el propósito de cuidar mi tobillo de una recaída. En apenas un par de días, mi trasero ha engordado varios kilos. Y es que me encanta el sabor de lo que se cuece en los calderos, y también la compañía de Basima. Me he impuesto hacer dieta a la fuerza aunque las tripas se me retuerzan y mis dragones echen candela hasta por las orejas. Es mejor sufrir ahora que cuando me convierta en un balón de playa. Cada semana, Ahmed pasa menos tiempo en la mansión. Él piensa que se está acercando a una pista prometedora, pero yo no le veo avanzar. Sus sueños imposibles me hacen olvidar los trances de mal humor. A veces, regresa ya entrada la madrugada. Como ratón hambriento, deja sus huellas en el suelo, en las encimeras, en el fogón y sobre todo en el fregadero. En ocasiones me pregunto en cuántos clones de sí se transforma mientras nadie le ve. No creo que una sola persona sea capaz de ensuci
—¡Siéntate, he dicho, Amira! Hemos llegado a su habitación; pero yo, de torpe, me he quedado parada porque no me lo creo. Es difícil comprender qué hago en este sitio. ¿Por qué razón Ahmed me ha traído justamente aquí, a su recinto sagrado, al refugio privado en el que esconde su propio yo? Automáticamente, me dejo caer en un mueble frente a su cama. A pesar de que he estado antes en este sitio, no me suenan conocidos los blasones que penden de las paredes ni las letras que están escritas sobre ellos. He recibido clases de francés, inglés, portugués y español, pero reconozco que soy incompetente para resolver ese enigma. Ya se me van acumulando. Me volteo e intento recordar. Estoy segura de que he visto esa imagen antes. Aunque tal vez sea solo el deja vu tergiversado de una mente confusa, he aprendido recientemente que las casualidades no existen. Aprovecho que Ahmed revuelve sus cosas con el propósito de ofrecerme alguna prenda seca acorde a ni talla y sexo -algo difícil de halla
—Ya ha cesado de llover —Cuando realiza otro comentario impersonal, un cubo de agua fría cae sobre mi cabeza. Otra vez, me muestran un suculento manjar y me dejan con hambre. No me refiero al chocolate. Ese me lo he zampado entero y anda por algún sitio de mi sistema digestivo. Hablo de Ahmed. Él me mantiene con ganas y frustrada. Eso debería ser penado por la ley. Me aparto sin quejas ni lamentaciones. Ya no soy la «pequeñaja chillona», sino una versión madura de mí misma. —Tal vez, para entendernos, deberías contármelo todo desde el inicio. Es la mejor manera de llevarme una panorámica de esta historia —le digo sin rodeos. He intentado ser fría, lo que es sinónimo en mi mente de ser objetiva; mostrar profesionalismo para ganar su confianza. —Siempre que rememoro el pasado, termino con el alma en trozos —refuta al instante. Él tiene el buen sentido de acercarse a su armario y sacar una camisa de hilo blanca. Es todo cuanto alcanzo a ver allí dentro. Cientos de camisas blancas, b
Como no he soportado más el aburrimiento de estar encerrada en mi habitación, sin Basima u otro ser humano al que dirigirle la palabra, me he ido a pedir limosna afectiva a la lavandería. Es ese el terreno de Cira Delia, una madre anciana que, tras veinte años de incertidumbre y miedo, no ha dejado de buscar a su hija y su nieta. Aquí, la Anaconda Venenosa no entra, tal vez porque respeta el dolor callado del amor verdadero o, quizás, porque le molesta el olor a naftalina y otros productos detergentes. He aprovechado la ausencia de Ahmed para quitarme la escayola. Desde hace un par de días, ando a pequeños saltos por los pasillos de la mansión. A pesar de que Salma me ha echado un buen regaño, me he hecho la sorda, y he seguido mi camino. Igual, tampoco Mauro está en casa; y, en cuestiones de médicos, es él quién manda. Me queda aún una semana de baja por enfermedad, unos deliciosos siete días con nada por hacer más que leer y memorizar los mismos libros y entablar charlas improvisa
Un suspiro bien cerca de mi oído, me hace pegar un salto. Sé bien que he fundido mis fantasías a la realidad, pero esto es cierto. Hay un ser humano detrás de mí, alguien que está pendiente de cada uno de mis movimientos. Me volteo con lentitud. Mis ojos se pegan al suelo mientras la mente me trabaja a más de un ciento porciento. Necesito encontrar una justificación comprensible para mi nueva metida de pata, inventar algo con rapidez. "Amira Salem, antes de que la cabeza se te haga un lío y la voz se retuerza en tu garganta, di cualquier cosa, aunque sea una mentira", pienso mientras ruedo a los ojos en blanco para no mirar a sitio alguno. Sin embargo, en un instante que se me escapa la lucidez; los fijo en el rostro de Ahmed. Ya había olvidado cuánto me deleita perderme en sus pupilas de añil, juguetear con su sonrisa hasta que la mente se me vuelve un nudo, y aprender de memoria cada uno de las de los pliegues de su piel. Por un momento, me quedo en suspenso, sin atinar a saludar