53: La luz de sus ojos

Carla todavía viajaba por París cuando Alessa irrumpió en su piso compartido y corrió rápidamente a su respectiva habitación y empezó a empacar un par de cosas a la velocidad de la luz. Leonardo caminó detrás de ella, observando todo con tranquilidad. Era un apartamento sencillo, práctico, perfecto para un universitario o dos. Había un par de calcetines esparcidos por el sofá, un paquete vacío de papitas en la mesita auxiliar y un cactus seco (sí, seco) en la ventana detrás del televisor.

—¿A quién se le seca un cactus? —Leonardo alzó las cejas, levantando la pequeña maceta—. No me digas que fuiste tú.

Una cabeza roja se asomó por la puerta en el extremo contrario de la sala. Leonardo solo pudo ver la mitad de la cara de Alessa; sus ojos de chocolate abiertos de par en par mirándolo a él y a la pobre planta que él sostuvo en su mano derecha.

—Si te digo que no, ¿te vas a reír de todos modos? —murmuró la pelirroja, y Leonardo sintió una repentina oleada de ternura por su timidez.

—Ales
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