Capítulo 6

Noah despertó observando a su alrededor creyendo que había tenido un sueño horrible pero pronto se dio cuenta de que no fue un sueño, sino su realidad. 

Las paredes blancas del lugar, el olor a sanitizante y el sonido de las máquinas lo devolvió a la realidad. Todo había sido cierto.

Trató de incorporarse, pero un dolor punzante se lo impidió. 

Se quedó recostado pensando. No podía ser cierto que aquello hubiera pasado. Era demasiado. Sufría mientras las imágenes tortuosas e infernales asomaban de nuevo a su memoria para hacerle recordar que no, que nada de eso fue un sueño y todo fue real. Efectivamente, su hija había muerto enfrente de sus ojos.

La puerta se abrió y el dio un respingo al escuchar el sonido. Al abrirse dio paso a su hermano mellizo, Judah. La única familia que le quedaba y el único que siempre le comprendía, tal vez la única razón por la que todavía no se había dejado morir.

—¡Has despertado! —dijo el recién llegado, con aspecto cansado que últimamente le caracterizaba. 

Al verlo despierto, Judah no esperó más y salió de la habitación para llamar al personal de salud, quienes minutos después entraron como una horda a la habitación, entre doctores y enfermeras.

Lo sacaron de la habitación y desde afuera vio cómo la enfermera cerró la cortina y pronto comenzaron a revisarlo e hicieron un sinfín de cosas mientras tomaban muestras, o eso supuso porque las vio salir varias veces con los pequeños tubos de sangre. 

Por su parte, Noah se dejó hacer de mala gana y luego de varios minutos volvió a tratar de incorporarse, pero no pudo hacerlo, no pudo mover las piernas.

El pánico invadió su ser al sentirse inútil e imaginar el peor de los escenarios. Miró al doctor de forma desesperada y su corazón latió tan fuerte que pensó se saldría de su cavidad.

—¿Recuerda su nombre? —preguntó el doctor sin darse cuenta del miedo que sentía su paciente en ese momento.

—¿Qué clase de pregunta es esa? —respondió Noah de mal humor.

—¿Lo recuerda? —Volvió a decir el galeno.

—Claro que lo recuerdo, mi nombre es Noah Pratt —contestó con fastidio.

—¿Cuántos años tiene? 

—Treinta y tres —dijo el paciente.

El doctor frunció el ceño, prestando toda su atención al hombre en cuestión.

—¿Sabe qué fecha es? 

Noah se quedó pensando, se dijo que tal vez solo habían pasado unos días desde el accidente, pero al ver la mirada del doctor, supo que algo estaba mal.

—No exactamente.

Hubo una serie de preguntas más hasta que finalmente se le aclaró que habían pasado dos años desde aquella noche. Dos largos años en los que había permanecido en estado de coma y sin siquiera poder asistir al funeral de su hija.

Luego de tomar varias muestras, preguntas y chequeos, el doctor, quien dijo apellidarse Brooks, se despidió para salir del lugar y fue entonces cuando quiso incorporarse de nuevo para llamar su atención, aunque de nuevo, no puedo hacerlo. Solo entonces, Noah y el doctor, notaron lo que ocurría.

Su corazón latió a toda prisa y sintió que se le formaba en el centro del pecho una enorme bola de fuego de solo imaginar que eso estuviera pasando.

—Mis piernas —musitó haciendo que el hombre mayor detuviera su inspección y se centrara en lo que él decía—. No puedo moverlas.

El doctor se apresuró de inmediato y descubrió sus piernas antes de sacar lo que fuera que haya sacado del bolsillo de su bata médica y atacar su pie; sin embargo, Noah no se inmutó. No tuvo una sola reacción. 

Volvió a picarlo aplicando un poco más de fuerza y después lo miró a la cara, pero Noah seguía con el mismo semblante impertérrito y con la vista clavada sobre él.

El médico tomó notas antes de dar una serie de indicaciones a las enfermeras, mismas que asintieron y después de un largo rato, se fue prometiendo tener un resultado cuanto antes. 

Salió a prisa del cuarto, dejándole más hundido en la depresión y la desgracia.

No dijo nada, permaneció mirando la partida del galeno de aquella habitación, con la misma sensación de vacío que tenía desde que sus ojos se habían abierto.

Miró un punto fijo en la pared sin pensar en nada. Todo parecía tan raro e inusual para él que algo le decía que eso era la antesala de la muerte, pero entonces cayó en la cuenta de que no era así, sino que solo estaba a la entrada del infierno, de su propio infierno.

Luego de varios minutos vio entrar a su hermano, quien apenas cerró la puerta le dio una sonrisa cansada que Noah no devolvió. 

—¿Dónde está Paullete? —inquirió sin quitar la vista de su hermano que parecía reacio a hablar—. ¿Dónde está mi esposa?

—Paullete está en tu casa —respondió Judah luego de un silencio que pareció eterno—. Está descansando y será mejor que tú lo hagas también.

—¿Qué pasó con Danna? —Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar a su pequeña—. Mi hija está bien. 

Hubo un silencio ensordecedor que casi lo enloqueció y aunque sabía la respuesta, necesitaba escuchar la confirmación.

»¡Habla m*****a sea! —gritó perdiéndose a sí mismo.

Él no necesitaba una respuesta, de hecho, estaba seguro de cuál sería, sin embargo, quería escucharlo, lo necesitaba para poder asimilarlo. Necesitaba oírlo como acto catártico, para poder llorar, para sentir dolor. Para sufrir.

Su hermano tomó aire y cerró los ojos antes de mirarlo a los ojos y hablar.

—No hubo nada que se pudiera hacer por ella —respondió sin poder evitar derramar una lágrima al recuerdo de su sobrina—. Falleció antes de llegar al hospital.

Noah escuchó lo que le dijo y aunque creía que lloraría y aullaría de dolor, para consternación suya y de su hermano, no fue así. No hubo llanto porque no sintió ganas de hacerlo, no le dolió el corazón y mucho menos sintió el escozor de las lágrimas. La realidad era que no sintió nada y eso solo significaba que se había perdido. Que ya no era un ser humano sino un ente que había perdido su alma y su bondad en algún punto del camino.

Su hermano quiso decir algo más, pero lo vio tan tranquilo que creyó estaba en estado de shock.

Se acercó con cuidado, indeciso entre si abrazarlo y mostrarle como siempre su apoyo o llamar a un médico.

—¿Noah? —inquirió Judah un tanto inseguro y luego de unos minutos—. Ella estará mejor ahora. En un lugar donde será feliz y no aquí donde todos sufrimos.

Noah lo miró con una sonrisa y asintió.

—Mi muñeca estará en el paraíso —declaró Noah con un suspiro—. Esto es el infierno y nos hemos quedado aquí para vivirlo y sentirlo en carne viva.

Judah Pratt miró a su hermano y sintió lástima. Se había quejado toda la vida de su propia vida sin detenerse a pensar que alguien más podía pasar por algo peor y justo ahora acababa de darse cuenta de que la vida del único ser que le quedaba en la vida era incluso peor. El porvenir de su hermano pintaba para ser el más oscuro y sobre todo el más triste.

—Será mejor que llame al médico —dijo Judah caminando hacia la puerta; sin embargo, se detuvo al ver que esta se abrió de golpe.

Al abrirse la puerta ambos pudieron ver a dos personas entrar, dando paso a una mujer y una adolescente que miraban todo con desgana.

—Hola, tío —anunció su única sobrina con flojera—. Espero estés mejor.

Noah no respondió, sino que observó a la joven y después a la mujer a su lado, quien simplemente miraba a Judah con una ferocidad que lo hizo compadecerse de él.

—Milla, ¿sabes cómo está mi esposa? —cuestionó Noah a la mujer mayor, la esposa de Judah.

—¿Cómo quieres que esté? Mataste a su hija —respondió su cuñada sin la menor consideración—. Está devastada.

Noah agachó la vista y aunque quiso decir algo para enfrentar a su cuñada, lo cierto era que no pudo, así como tampoco pudo llorar.

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