Capítulo 10

Habían pasado cuatro días desde que su esposa había mandado a descansar a los sirvientes y él seguía recostado en el mismo lugar, con la misma ropa, sin asearse.

Su esposa solo subía a la habitación en pequeños intervalos de tiempo para dejarle solamente agua y comida a medias, fría y dura.

Estaba siendo cruel y tratándolo como perro y aun así el hombre se sentía sin dolor y sin ninguna emoción. Lo único que había sentido fue la confesión sobre los abortos, pero en lo demás a él no le dolía nada.

Aquella mañana estaba siendo igual hasta que Paullete entró a la habitación con su bolso en mano, sus mejores zapatillas y vestida como si fuese a algún evento de gala.

Miró su reloj con aire de suficiencia antes de dirigirle una mirada de desdén.

—Queridito —apostilló la mujer con voz cantarina—. Tengo que decirte la verdad, debo irme, pero no debes preocuparte, amorcito, volveré tal vez un día no lejano para seguir haciéndote la vida miserable.

Su voz denotaba crueldad y goce, ella estaba
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