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No eres un espejismo.

Ingresó al local cabizbajo, caminando hacia el mostrador donde su compañero aguardaba por el relevo. Su cálculo no falló y llegó cinco minutos antes.

—¿Qué tal amigo? —Alzó la mirada y el muchacho, de un llamativo cabello color granate, le sonreía enorme—. Lo bueno de este día es que está relativamente tranquilo.

—Hola, Caleb —enunció, rodeando el mostrador—. Las personas de hoy día no se interesan por la música o, bueno, por este tipo de música.

—Pues, yo las comprendo —expresó el pelirrojo, moviendo una de las manos hacia los estantes—. ¿Quién en su sano juicio querría comprar vinilos? Bien, sí, aquí hay miles de discos antiguos que valen fortuna, pero ya han pasado de moda. La música cambia, se transforma, se amolda a las generaciones, Kilian, y no se puede detener el paso del tiempo, de los años.

—A mí, por ejemplo, me gusta —Arqueó ambas cejas en torno al chico—. Tiene su encanto, su belleza.

—¡Dios, hermano! Deberías dedicarte a la poesía o algo así —imperó Caleb y soltó una carcajada ante su propio comentario.

Él se encogió de hombros. No tenía caso tratar de explicar a alguien el significado de escuchar música en un tocadiscos vetusto. En un par de ocasiones trató de explicar la magia que transmitía cierto tipo de melodías antiguas que eran reproducidas en un fonógrafo, pero Caleb terminó riéndose como todo un demente ante su interpretación de algo —para él— hechizante y sublime.

—De acuerdo. Bien —profirió, golpeando con suavidad uno de los brazos del pelirrojo—. Hora de que levantes tu culo de allí y me cedas el lugar.

No hizo falta más, Caleb saltó del taburete, desplazándose hacia un lado.

—Bueno, compañero, me voy —Asintió mientras acomodaba algunos folletos sobre el escritorio—. No olvides cerrar bien y activar la alarma. Dante no vendrá hoy; por lo tanto, quedarás a cargo de todo.

—Que novedad —musitó para sí mismo.

Dante era el dueño de la tienda de música, cuya responsabilidad brillaba por su ausencia y era un tema constante. Muy de vez en cuando hacía acto de presencia y en esas ocasiones, solo era para darles la paga de cada fin de mes. Dante era un hombre despreocupado (a su percepción), alguien pacífico que apenas se esmeraba por su propio negocio. Esporádicamente se cuestionaba el por qué aún mantenía la tienda si el hombre parecía no darle suficiente relevancia. Pese a esos destacados detalles, daba gracias por tener un empleo. Uno que amó desde el primer día en el cual comenzó a trabajar.

Entre una cosa y otra, Caleb abandonó el local, canturreando algo sobre ir a visitar a su novia y llevarla a cenar a uno de esos prestigiosos restaurantes de la zona pomposa del centro.

La soledad se instaló dentro de la tienda y aprovechó que nadie ingresaba y colocó algo de música. El álbum Synchronicity de The Police fue su elección y Every breath you take comenzó a sonar, llenando el ambiente de acordes melódicos. Y sin querer —mientras oía la canción— su mente se saturó con imágenes de aquel chico de rizos rubios.

Su querubín.

Se dio cuenta de que la letra era tan malditamente descriptiva a lo que él hacía. ¿Realmente era un acosador? No, solamente amaba observar al pequeño chico, amaba fotografiarlo y...

La campanita sonando por encima de la canción (avisándole el ingreso de un posible cliente), interrumpió sus pensamientos.

En un rápido movimiento, retiró el brazo fonocaptor del tocadiscos y la música cesó.

Risas provenientes de uno de los pasillos captaron su atención. Levantó unos centímetros la cabeza para poder divisar a dichas personas, no deseaba levantarse del asiento. No venía al caso. No sería la primera vez que dichos clientes saldrían de la tienda con las manos vacías. Sin embargo, no pudo visualizar a nadie. Aun así, llegaba a sus oídos el murmullo de charlas de unos chicos. Bueno, no era usual que muchachos o adolescentes ingresaran a una antigua tienda de vinilos. Decidió no dar mayor relevancia. Optó por poner música en la computadora portátil.

La larga lista de canciones descargadas on-line, descargada legalmente, por supuesto, variaba entre un sinfín de bandas tantos antiguas como actuales. I Was Made For Lovin' You de Kiss sonó por los altavoces conectados al portátil y —aunque no quiso sinceramente— su mente lo traicionó con imágenes del pequeño chico de rizos rubios.

—Nath, dime, ¿por qué estamos aquí?

«¿Nath? ¿Sería el..?. No, eso es imposible...», sonrió ante su pensamiento.

—¿Por qué me gusta la música?

De pronto el oxígeno no fue suficiente, su respiración se atascó.

—¡No!, ¿en serio? Porque tu respuesta sonó como pregunta.

Sus pulmones exigiendo el paso del aire. Se encontró a sí mismo inhalando y exhalando aceleradamente. No.

—De acuerdo, en realidad quiero comprar un disco para mamá.

—¿Tu madre?

—Sí, papá le regaló una cosa de esas antiguas que tocan vinilos. No preguntes.

Debía hacer algo, cualquier cosa. ¿Desaparecer? Sí, eso mismo, pero no podía.

De todos los escenarios posibles para que aquel pequeño chico lo notase, nunca imaginó que su trabajo sería uno de ellos porque, ¿lo notaría, cierto? Lo vería, pero, ¿a quién vería realmente? ¿Al muchacho ordinario en su puesto de trabajo o al monstruo que todos los demás veían?

Todo el entorno dejó de existir, todo desapareció y ante sus ojos —caminado despacio, viendo los estantes de vinilos—, vislumbró una mata de rizos rubios, labios esbozando una enorme sonrisa y mejillas asalmonadas.

—No eres un sueño —musitó por lo bajo—. No eres un espejismo. Realmente estás aquí.

—Hola —Selló los labios y enfocó la mirada en el otro chico delante del mostrador (quién aún no le devolvía la mirada)—. Verás, mi amigo quiere un... —Y allí estaba. La misma mirada que casi la mayoría de las personas le daban al percatarse de su aspecto, de su imagen—. Oh, uhm, bueno, creo que... ¡Nath! —El muchacho giró sobre sí, caminado hasta el otro chico—. Mejor vamos a otra tienda. De seguro aquí no tienen lo que estás buscando.

«mejor váyanse a otra tienda», pensó.

En realidad, no le importaba no vender. No le importaba que aquel adolescente lo hubiera mirado con ojos escépticos para luego fruncir las facciones en una mueca de desagrado por el aspecto de su persona: brazos descubiertos, su piel entintada con centenares de tatuajes, sus orejas perforadas, sus piercings en nariz, labio inferior y ceja. Ese era su aspecto, su imagen y no la podía cambiar. Ya no. Y era mejor, era absolutamente mejor que aquel chico de rizos rubios no lo notara. Era mejor que su amigo lo arrastrara fuera de la tienda. Era mejor que no lo viera, que no lo notara. ¿Para qué? ¿Por qué iba a hacerlo? Él se conformaba con verlo de lejos, con tomarle fotografías.

Más de seis meses observándolo desde una distancia prudente y las veces que lo cruzó por casualidad, el chico ni siquiera lo percibió ni siquiera lo miró. Y él estaba bien con eso. Siempre optaba por estar bien.

—¿Qué? —Escuchó de pronto y sus reflexiones quedaron suspendidas, anuladas—. ¡No!, vete tú. Iré a preguntar y pedir algún consejo a quién sea que esté atendiendo y...

—Nathael, en serio, mejor vayámonos a otra tienda —La voz presurosa e insistente del otro chico le sacó una resignada sonrisa—. Mira, puedes ir directo con tu papá y preguntárselo a él, además, es tarde.

—Bien, ¿qué sucede, Marcus?

No quería oír, de verdad no quería, pero ambos chicos se encontraban a unos metros de él. El amigo del pequeño muchachito cubrió su figura con la suya y estaba bien, en serio.

—¿Por qué estás comportándote todo nervioso y poniendo de excusa que es tarde? Somos mayores y podemos...

—No me pasa nada, es solo que...

No logró oír el resto. Lo que fuera que hubiera dicho el chico, no debía darle relevancia.

«Váyanse, ya», rogó mentalmente.

Contra todo pronóstico, contra todo lo que pensaba que ambos chicos harían, ver al amigo del rubio salir a largas zancadas fue una total conmoción para sí mismo. ¿Qué, por qué?

No despegó la mirada de la puerta, no lo hizo, no deseaba hacerlo. Se negaba a girar y ver al...

—Hola —Ninguna melodía que oyó con anterioridad se asemejaba a la voz del chico delante del mostrador—. Necesito algo de ayuda. ¿Tú podrías aconsejarme qué comprar?

Querubín —susurró—. No eres un espejismo.

Y entonces, se dio cuenta de que aquel bonito niño lo notó y eso, eso fue suficiente.

No importaba lo demás, no importaba el resto de las personas. Nada, absolutamente nada importaba para él más que la mirada color ambarina, la sonrisa y las mejillas asalmonadas en el rostro de Nathael, su querubín.

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