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Debo dejar de pensar en él.

Algo nuevo nació. Algo nuevo crecía en su interior. Un sentimiento de aceptación con su propio ser, con su propia persona. Porque incluso un tiempo atrás, él mismo había comenzado a detestarse. A aborrecer su apariencia, a querer arrancarse la piel entintada. No era la solución, nunca lo fue.

Recordar ahora no era tan negativo para su mente. Lo que vivió, experimentó y aprendió, formaba parte de su pasado y formaba parte de su presente. Ya no le causaba dolor el recordar a sus padres porque, dentro de todo, tenía buenos recuerdos. Hubo un tiempo —cuando era un niño— en el cual sus padres lo amaron, lo mimaron, lo malcriaron y prefirió quedarse con esas memorias; dejar guardados en un baúl las otras.

Retomó la pasión por las fotografías y salía cada que podía con su Nikon. Las imágenes que petrificaba eran sus tesoros. Aquellas que quedarán por siempre tiesas —luego— en papel glossy.

Dejó de importarle lo que las personas pensaran sobre su apariencia. Dejó de dar relevancia a que no lo notaran, a que lo discriminaran, que lo señalaran, que dijeran que aparentaba como un delincuente. Él era consciente de que nada de aquello era verdad. Puede que antes todo eso lo hubiera afectado, pero hoy ya no.

Hoy nada de eso importaba.

Una pared completa abarcaba nuevas fotografías. No tenía un patrón, era un popurrí de centenares de imágenes tan distintas entre sí. Desde paisajes, edificios, árboles, niños jugando y un sinfín de otras más.

Sin embargo, necesitaba más espacio. Una pared ya no era suficiente.

(…)

Ingresó a la tienda con la Nikon en una mano.

—Hey —Sonrió ante la mirada intrigante de su compañero—. No me digas, ¿estuviste haciendo fotos?

—¿Qué tal, Minos? —enunció, colocando la cámara sobre el mostrador—. Uhm, sí, ¿quieres verlas?

—¿Pájaros, árboles, el cielo? —cuestionó Minos, risueño. Gesticuló un mohín con sus labios y asintió—. Gracias, pero no gracias.

—Bien, tú no sabes apreciar la belleza sencilla —espetó, guardando la cámara dentro del morral.

—Eh… ¿No? —Soltó una risita por lo bajo al notar el semblante dubitativo de Minos—. Bueno, no importa. Por cierto, hoy por la mañana preguntaron por ti.

Arqueó ambas cejas y la confusión se adueñó de su rostro. Que él supiera no tenía ningún familiar, amigos o conocidos que...

—¿Quién? —cuestionó con el ceño fruncido.

—Pues, no dijo su nombre, pero era un chico —Algo se removió en su interior. Algo despertó entre sus recuerdos... «No, es ridículo siquiera pensarlo». Fue bastante insistente en querer alguna información sobre ti.

—¿Cómo era... ese chico? —preguntó-balbuceó. No deseaba ilusionarse.

—Sinceramente, no presté interés —Cerró los ojos, deseando que solo fuera un cliente—. Sabes cómo es la política respecto a los empleados. No debemos dar datos personales a las personas, ya sean clientes regulares o no y ese chico ni siquiera era de por aquí.

En su mente sus pensamientos se hicieron un lío. Simplemente no podía ser cierto. Se negaba a tener un atisbo de... nada. No, ya no más. Casi dos años enterrando aquellos recuerdos, aquella utopía que vivió porque, ¿fue solo una quimera, cierto? Lo olvidaron.

—Kilian, ¿estás bien? —La voz preocupada de Minos lo sacó de sus cavilaciones. Miró a Minos, viendo la mirada escéptica de su compañero—. Hey, hombre, te has puesto pálido. ¿Comiste antes de venir?

¿Comer? ¿De qué estaba hablando Minos? Desconectó de la realidad. Muchos recuerdos atiborraron su cabeza y no sabía qué hacer. Necesitaba, ¿que necesitaba? Dios, no lo sabía, no sabía nada.

—No me siento bien —espetó, apoyando los brazos sobre la barra—. Minos, creo que no podré trabajar hoy.

—Kilian, si no te sientes bien puedo cubrir tu turno...

«¿Por qué? Pero, ¿sería realmente él?», pensó y negó con la cabeza.

—Kil, me estás preocupando en serio. ¿Quieres que llame un taxi? No puedes irte así. Estás muy pálido y...

—No, yo... —Ahogó las palabras, ¿qué debía decir? Minos no le dio algún dato, no le dio nada, no le dijo nada en particular. No había razón para ponerse de ese modo—. Sí, me iré en taxi. Lo siento, Minos, pero no puedo...

—Okay, okay —interrumpió el chico a su lado—. Escucha, ve al baño y mójate la cara. Llamaré un taxi para ti.

Asintió. Se levantó del taburete sin siquiera darse cuenta en qué instante se había sentado en su puesto. Restó relevancia. No tenía cabeza para pensar, le urgía estar en su departamento y quizá dormir. Tal vez todo sea un sueño y seguramente nada sucedió en realidad.

(…)

A veces los recuerdos que pensamos que los teníamos ocultos, escondidos, dormidos —en algún recoveco de la memoria—, despiertan, aparecen nuevamente, incluso muchos más férreos.

A veces es mejor no cuestionar los designios del destino, de la vida. Si tiene que pasar, pasará, si no... Bueno, no importa.

A veces es preferible seguir viviendo tranquilamente, a pesar de tener un hueco en el corazón, en el alma. Y, a veces, es mejor aparentar estar bien así se evitan las preguntas innecesarias que solo provocan dolor.

(…)

Un mes después.

Nadie apareció. Nadie lo buscó. Nadie... regresó.

Estaba bien, en serio. Después de todo, no valía la pena o eso era lo que pensaba a diario y no dejó que aquel comentario de Minos le afectara —mucho más de lo que en realidad lo hizo. No quería escuchar cuestiones inútiles sin respuestas. Porque, sinceramente, no las tenía. Prefirió dejar al margen ese pasado, ese en el cual experimentó y vivió por primera vez en su vida la dicha de amar y ser amado de verdad. Distaba de seguir encarcelado por los recuerdos de simples momentos buenos, de simple felicidad efímera.

A fin de cuentas, él siempre fue consciente de que lo olvidarían.

(…)

Un día corriente. Un día ordinario. Un sábado. Un día libre.

Por la mañana se dedicó a organizar el departamento. Quitó algunas fotografías viejas —de la pared—, reemplazándolas por unas recientes.

Se entretuvo por un par de horas. Al mediodía decidió salir a comer fuera (por supuesto, llevó la cámara consigo).

Posterior al almuerzo —en un pequeño restaurante de comidas rápidas—, se dirigió al parque que había visitado hace un par de semanas atrás.

Sacó la Nikon del morral y comenzó a caminar, admirando el paisaje de enormes árboles tupidos. No desperdició tiempo e hizo varias fotos. Para cualquiera, tomar fotografías a unos árboles no tenía sentido alguno, pero para él la belleza se encontraba en simples y sencillas cosas.

Siguió caminando, embelesado por el paisaje. No se detuvo hasta llegar a un par de bancas. Sin embargo, algo captó su atención. Juró que debía estar en una especie de trance o quizás en un sueño porque... la persona que vislumbró no podía ser...

«Jodida mente. Debo dejar de pensar en... él».

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