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Miscelánea de Amor
Miscelánea de Amor
Por: Black-Wings1777
Querubín: las personas compran imágenes.

Observó embelesado la rama de aquel árbol en el cual —en un pequeño nido— piaban las crías de algún tipo de pájaro. ¿Serían pequeños zorzales?, posiblemente, aunque él no tenía mucho conocimiento sobre especies de aves ni nada semejante. El punto, se dedicó a tomar varias fotografías.

Quizás, en vista de muchos, aquello podría parecer aburrido y sin gracia porque, ¿qué había de interesante en fotografiar a un grupo de avecillas apenas emplumadas? Pero, a sus ojos, la imagen era digna de ser capturada por su cámara para luego petrificarla en papel glossy.

Posterior de ver las imágenes digitales, quedó conforme. Guardó la cámara dentro del morral, dispuesto a marcharse de aquel parque y entonces lo vio.

Su primer pensamiento: «pequeño y frágil» y no dudó en sacar la cámara del bolso. Si alguien lo viera, le diría que lo que estaba a punto de hacer era completamente ilegal, que tomar fotos a una persona sin su permiso iba en contra de la moral y principios y no, no le importó nada, absolutamente nada.

Se ocultó detrás del árbol —mismo en el cual habitaban las avecillas— y buscó un buen ángulo y varios clics salieron disparados de su Nikon.

Sonrió ante los recuerdos, mirando aquella pared atiborrada de fotografías. Cada una distinta, cada una con su encanto, cada una con la imagen del chico. Y no, él no era ningún acosador ni nada por el estilo. Simplemente, su cámara amaba capturar la imagen de aquel muchachito porque, sencillamente, era genuino, real y espontáneo.

(…)

Una sutil ráfaga a cítricos azotó su rostro, causando que arrugara la nariz. No fue intencional solo... lo descolocó un poco. De igual manera, pasó desapercibido. No lo percibió, a él nunca lo percibían, nunca lo notaban. Estaba bien, en serio, aunque sus pensamientos fueran otros. Quería que lo notara, anhelaba que aquel chico lo viera, que lo mirara... Jamás ocurrió.

Seis meses pasando desapercibido por alguien cuyo interés ni siquiera se asemejaba al suyo. No podía encontrar alguna semejanza.

Eran distintos.

Sin embargo, se las arreglaba para fotografiarlo, para petrificar su imagen, su rostro. ¡Oh! Como le gustaba cada centímetro de aquella figura, de aquel cuerpo. No era en lo absoluto algo sexual. Simplemente, le gustaba la belleza en estado puro y aquel chico era sinónimo de ello. Suaves rizos rubios danzando por el soplo tenue de la brisa, piel tersa y blanquecina, brillando en lugares precisos por los rayos ocres del sol y ojos ambarinos como la misma miel de alfalfa. Era, de algún modo, su cosa favorita. Aquellos ojos ambarinos eran —casi siempre— el objetivo de su cámara.

No importaba la distancia, conseguía tomas perfecta del rostro. Una nimia nariz de botón, un tanto respingada, pómulos similares a dos pequeños montículos rosados, mejillas asalmonadas provocadas por una aguda y melodiosa risa.

Un querubín. Su querubín.

—Pareces un acosador —Oyó de pronto, provocándole un sobresalto. Gruñó por lo bajo—. Detente ya con eso. Si alguien llega a verte, te meterías en graves problemas.

—No estoy haciendo nada malo —Se excusó molesto—. Tomar fotografías no dañó a nadie.

—Por supuesto que no —Frunció el ceño, guardando la cámara dentro del morral—. Pero lo que estás haciendo no es sacar fotos, es acoso. ¿Qué pasaría si te descubre?

—No pasará, nunca —espetó, cruzándose el bolso por su pecho.

No tenía caso seguir allí. El chico ya se había ido. Solo logró capturar algunas imágenes. Se conformaba de todos modos.

—Escucha, ¿por qué mejor no buscas algo más que hacer? —preguntó la chica.

Fijó la mirada en la de ella. Sabía que no lo estaba diciendo con mala intención. Ella era su mejor amiga. La única persona que estuvo a su lado desde que, bueno, no era relevante. Existen cosas, situaciones y experiencias que probablemente sean mejor olvidarlas o por lo menos tratar de hacerlo.

—Tengo que ir a trabajar —profirió sosegado, ignorando la angustia que se instaló en su pecho—. Llegaré tarde si no alcanzo el siguiente autobús.

—Espera, yo... —Comenzó a caminar rumbo a la parada—. Hey, aguarda.

—Estoy llegando tarde, lo siento —espetó.

Ni siquiera regaló una última mirada a la chica. Sus pasos cada más acelerados.

Logró llegar al apeadero justo a tiempo. El autobús se adelantó y por poco lo pierde.

(…)

Esporádicamente las personas lo miraban de pies a cabezas y luego... solo lo esquivaban, como si él tuviera alguna enfermedad contagiosa. Otras veces notaba los rostros fruncidos y algunos asustados como si él fuese una especie de monstruo. Y otras tantas ni siquiera lo notaban. Pasaba desapercibido.

Era consciente de que su apariencia provocaba controversias, burlas, discriminación e incluso miedo. Era juzgado por su imagen. Siempre juzgado por un mero pantallazo, por lo que veían, por lo que observaban. Sin embargo, nadie se acercaba a él ni siquiera para preguntarle la hora o cualquier cosa similar. Nada. Lo esquivaban, lo hacían a un lado.

Lo olvidaban.

Las personas compran imágenes. Siempre compran por apariencias. Nadie se detiene a observar meticulosamente algo que no llame la atención por la belleza, por el encanto. Él no era nada de eso. No era una imagen bonita. Tal vez, por la misma razón, fue que comenzó a modificar su imagen cuando era un adolescente. Quizá si comenzaba a mutar su apariencia, las personas lo notarían, lo verían y no lo olvidarían.

No sucedió.

Fue todo lo contrario.

Cuando cumplió quince años obtuvo la primera perforación en la oreja izquierda. Su padre se enojó al punto de alzar la voz, pero no conforme con eso, lo golpeó.

A los dieciséis obtuvo el primer tatuaje. Su padre ni siquiera aguardó por una explicación, lo golpeó hasta el cansancio mientras él, entre sollozos, trataba de razonar con su progenitor. Su madre no se metió en la contienda.

A los diecisiete ya tenía la mitad de ambos brazos atiborrados de tinta. Algunas de colores, formando lindos dibujos sobre su piel. Su padre se emborrachó. Golpeó por primera vez a su madre alegando que ella era la culpable del extraño comportamiento de su hijo.

A los dieciocho su dermis era un lienzo con centenares de grabados, bocetos, ilustraciones, letras, frases, dibujos coloridos y símbolos. Sus padres se divorciaron.

A los diecinueve se independizó. Consiguió trabajo. Alquiló un piso en el corazón de la ciudad. Comenzó a tomar fotografías por simple placer, por simple gusto.

Cuando cumplió veinte lo llamaron del hospital. Su madre había muerto por una sobredosis de Eszopiclona¹ (Lunesta). Su padre no asistió ni siquiera al funeral.

Y ahora, a sus veintitrés años de edad, él se encontraba solo. Su cuerpo transmutó completamente. Cada centímetro de su dermis estaba entintada con —quizá— centenares de dibujos, de frases, de símbolos y de letras, cada uno contando una historia diferente, pero nadie se detenía a cuestionarlo, a interesarse lo suficiente como para que él narrase el por qué de ellos.

Lo esquivaban. Huían de su persona. Se alejaban antes que cruzar por su lado.

Misma razón del porqué de su pensamiento respecto a que las personas compran imágenes. Compran algo por mera apariencia y no son capaces de ver el trasfondo de algo que no llamé —a simple vista— la atención, de algo que para la mayoría era horroroso, monstruoso. No hallaban belleza en la tinta plasmada sobre su piel. A pesar de ello, a pesar de todo, a él no le importaba. No era relevante. Ahora lo entendía, ahora lo comprendía. Siendo una persona adulta, activa dentro de la sociedad, comprendió que por más que hubiese modificado su imagen, su apariencia, jamás lo verían. Jamás lo notarían como siempre lo deseó.

Y aquel querubín, bueno… Él era consciente de que si no tuviera tatuajes, perforaciones y piercing, igual pasaría desapercibido.

Aquel bonito chico nunca lo vería, nunca devolvería ni siquiera una simple mirada.

****

¹La eszopiclona se usa para tratar el insomnio (dificultad para dormirse o permanecer dormido). La eszopiclona pertenece a una clase de medicamentos llamados hipnóticos. Actúa haciendo más lenta la actividad del cerebro para facilitar el sueño.

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