Nadia y Fernanda habían organizado una cena en casa sin contar con él. Ellas dos, que últimamente se iban de juerga a algún bar y llegaban felices y borrachas, en alguna de esas embriagadas conversaciones se pusieron de acuerdo. ¿De cuál de las dos fue la grandiosa idea? Dos o tres horas con aquellas dos mujeres, después de lo sucedido con Fernanda. Lo sucedido con Fernanda era lo “no” sucedido con Fernanda. Nadia quería agradecerle la dedicación al trabajo. Eso le había dicho, pero él había escuchado entre líneas: necesito desesperadamente una amiga para esta patética existencia mía.
Nadia era una mujer inteligente, bastante inteligente, pero esta vez se la metieron doblada, pensó Adams metido en la bañera con espuma. Hasta se animó a sonreír. Nadia no tenía amigos. ¡Qué triste! Él por lo menos tenía sus seguidores de internet. Pero ella ni eso. Los padres de Nadia estaban muertos, como los de él, pero él no los extrañaba. Estaban los dos solos en este mundo. ¡Qué triste!
Nadia le pidió y luego le ordenó que se bañara temprano indicándole con el dedo. Alguna que otra vez tuvo que refrenar el impulso de morderle el dedo cuando ella le apuntaba con el, justo entre los ojos. Nadia estaba muy animada con la visita de Fernanda. Muy animada con su única amiga que no se folló a su novio porque tiene la boca muy grande y no sabe estar calladita. ¡Qué triste!
Adams resbaló sobre la cerámica de la bañera hasta que el agua le cubrió los oídos y disfrutó la sensación de estar aturdido. Terminó por zambullirse hasta quedar completamente sepultado debajo del líquido que ya no sentía como agua. El líquido también era caliente y muy espeso, casi una nata. Aguantó la respiración mientras pudo y cuando creyó que ya no podía aguantó un poco más. Emergió con los ojos cerrados y la boca abierta tragando una buena bocanada de aire. Ahora ya se sentía más ligero como si el agua hubiera absorbido toda la pesadez que antes tenía en el cuerpo.
Abrió los ojos y no se sorprendió ver que era sangre. Toda una bañera de sangre espesa y tibia.
Despertó en la tina de baño con el agua saturada con sales hasta el cuello. Nadia irrumpió con un tremendo portazo.
Otra pesadilla más. Le pareció bien, muy bien.
—¿Te quedaste dormido? —preguntó Nadia.
—No, para nada. Solo estaba relajándome.
—¿Por qué saltaste cuando entré?
—Me tomaste desprevenido con el tremendo portazo que has dado.
—¿No habrás tenido otra pesadilla?
—No, no he tenido ninguna pesadilla. No recuerdo mis sueños, lo sabes. Pero si sé que sueño.
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo escuché a un youtuber: “Siempre soñamos lo que no recordamos lo que soñamos”.
—¡Ah, ya! No remolonees más que Fernanda ya está abajo. Yo termino de vestirme y bajo.
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Cuando Adams salió del baño ella ya estaba lista. Usaba un vestido verde oscuro por las rodillas. Parecía que iba a una cena de gala y no simplemente a bajar las escaleras. Llevaba unos pendientes artesanales también verdes que casi le rozaban los hombros. Estaba perfectamente combinada con el collar y el anillo. Nadia cambiaba los aretes, pero nunca el collar ni el anillo. Ambas prendas eran de oro y contenían piedras verdes.
Y justo allí calzándose unos zapatos de aguja negros estaba la versión de Nadia de la que se había enamorado. Se acercó atraído por el movimiento de los pendientes. Se acercó abrazándole desde atrás. Jugó con su nariz a tocarlos varias veces, pero le atrajo un olor, entonces le olfateó el cuello.
—¿Qué haces? Déjame. Ya estoy lista y Fernanda está abajo. Además, tengo la regla.
La última afirmación lejos de espantarlo le hizo insistir en olfatearla. Deslizó la nariz desde el lateral del cuello hasta acercarse al pecho, al canalillo donde podía acceder al tufillo a sangre.
Nadia lo espantó un poco con un gesto de la cabeza, cerrando el espacio por donde el accedía. Él contratacó volteándola de frente, luego la agarró por los hombros y la empujó contra la pared, cerca del espejo donde se arreglaba.
Por lo inesperado Nadia no aguantó el grito.
—Fernanda está abajo. Compórtate.
Continuó olfateándola, introdujo la nariz en el escote. Descendió a la vez que recorría sus curvas como moldeando un jarrón. Al llegar a la entrepierna se detuvo y le levantó la falda del vestido. Ella intentaba recomponerla a la vez que el luchaba por desnudarle los muslos.
—Vamos —dijo, Adams ya reconoció sus dudas: el no, pero si quiero.
Con un gruñido Adams levantó de una vez la falda y ya Nadia le dejó hacer.
—Fernanda nos va a oír.
Pues que nos oiga, concluyó Adams. Ya se imaginaba que le diría después: ¿Esto sueles hacer con las demás chicas? Le das una mamada a una mientras la otra espera abajo para una cena incomoda. Me tienes calado, le contestaría.
—Pues no hagas ruido —le dijo Nadia.
—Tú sabes que eso es imposible.
Con prisa le bajó las bragas, las apartó lanzándolas. Luego le retiró el tapón y se deshizo de él con el mismo método. Nadia volvió a hacer un amago de detenerle, pero él con la cara apartó la mano que se interponía entre su premio y él. Nadia arqueó la pelvis para ayudarle a que Adams le penetrara bien con la lengua. Él se detenía por momentos para observarla toda lujuriosa y le sonreía con los labios llenos de sangre.
La conocía bien y por ello esperaba y provocaba su desenfreno. Le lamía, le mordía el interior de los muslos, besaba por aquí y volvía a retirarse jugando con sus ganas. Entonces Nadia gruñó agarrándole por los pelos y lo zambulló en su entrepierna. Los gritos dejaron ir la furia y quedó solo el placer. Hasta que estallaron en un clímax muy ruidoso que muchas veces lo empujaba a terminar a él también. Los gemidos y la respiración de ella se tornaron más pausados, sus piernas cedieron, temblaban. Le sucedía siempre después del orgasmo.
Dedicándole un gesto de desaprobación con una risa pícara Nadia se acomodó la ropa. Volvió a señalarle con el dedo y bajó las escaleras. Él tuvo que volver al baño a asearse.
Al rato, Adams se les unió a las chicas. Bebían vino y conversaban muy animadas. Fernanda metida en el papel de amiguísima libre de intenciones de comerle la polla al novio. Él se llenó una copa y se sentó junto a ellas en la isla. Miraba fijamente a Fernanda buscando indicios de molestia, pero la molestia que él sabía existía, estaba muy bien oculta. Después observó a Nadia. Su sabor, su olor, sin dudas eran sus mejores atributos. Ya no le parecía triste, le parecía más bien esos dulces deliciosos que no sabes valorar al no tener un aspecto espectacular. Una guanabana. Nadia era como una guanabana. Y hoy con esa ropa verde la comparación era más oportuna que nunca. Esa fruta verde muy similar a un erizo a la defensiva, y luego en el interior una masa inmaculada, pulposa. Exquisita. Era un hombre afortunado: una buena novia, sabía con la misma certeza que ella también daría la vida por él, como él la daría por ella. ¿Por qué últimamente estaba obsesionado con eso de dar la vida? ¡Qué
A Fernanda le gustaba la gente que cuidaba de sus casas, que se creaba un hogar al cual desear volver. Una tarde Nadia llegó a su despacho pidiendo un proyecto para la reforma: —Tengo un espacio espectacular, difícil de encontrar en estas zonas de Barcelona y tenemos que poder aprovecharlo. Mi esposo tiene una enfermedad muy rara en la piel y le hace daño la luz del sol. He estado mirando fotos en internet y más o menos ya sé qué busco. Te envío las fotos. A Fernanda también le gustaba la gente —y en especial los clientes— seguros. Le facilitaban el trabajo y le ahorraban horas de dudas y las mismas preguntas: ¿Y qué tú crees? ¿Quedará bien? No sé. No estoy seguro. Recordaba sobre todo la sensación que le había quedado tras la primera visita de Nadia al despacho mientras tocaba el timbre por quinta vez. Nadia le pareció una mujer enamorada de alguien que requería mucho cuidado. Lo que más le impresionó fue que lo llevaba —por lo poco que la conocía— de forma alegre y vital. Lej
Fernanda miraba a Nadia bailar sola con la botella en la mano, algunos mechones de cabello se le deslizaban delante de la cara. Era la única que bailaba. De vez en cuando le hacía señas para que se le uniera. Fernanda levantaba su botella, hacía un brindis al aire y negaba con la cabeza. Por suerte su compañera desistía rápido, volvía a cerrar los ojos y dejarse llevar por la música. Fernanda podía jurar que también estaba deprimida —y con también se refería a Adams, claro—, solo pensaba en él y lo que estuviera relacionado. Nadia era una mujer normal, físicamente, pero algo en ella le hacía especial. Aún no sabía qué. Algo debía de tener para conseguir a Adams. Pero podía jurar que ambos estaban deprimidos cada uno a su forma, y por separado. Tal vez ocultándoselo entre sí. Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo. —¿Todo bien? —le preguntó Fernanda. —Todo muy bien —¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media. —Se me ha ido el tiempo. Hacía ta
Fernanda volvió con una brigada para la reforma. Todos los días iba a la obra alegando que supervisaba el trabajo, pero solo quería verlo a él. Se quedaba incluso luego de que los trabajadores se fueran. Esa tarde el día había estado nublado. Cuando lo vio llegar a la cocina, enseguida fue a su encuentro. —¿Alguna vez te sientes deprimida? —preguntó él. Ella se colocó el pelo detrás de la oreja y le miró a los ojos. — Veamos…, ¿aparte de los lunes, los San Valentín, las navidades y mis cumples? Si, algunas veces... Entonces lo vio sonreír por primera vez, una sonrisa completa, no esas pequeñas muecas que le hacían lucir sexi y provocador. Una sonrisa limpia. —¿Qué tan deprimido tengo que estar para hablar de depresión con una desconocida? —Mucho. Pero si sirve de algo te sienta bien la depresión. Te da un halo misterioso. —Nadia sería capaz de matarte si se entera que te has follado a su novio. Fernanda enrojeció con el cambio brusco, pero quiso lucir atrevida —¿Eso voy a
Nadia fue quien la recibió aquella noche. Por la ropa que llevaba, Fernanda supo que aún no estaba lista. —El tiempo se me ha ido volando —se justificó Nadia—. Pero entra, ya sabes que estás en tu casa. Acomódate, prepárate algo de beber. Enseguida estoy. Fernanda sonrió mientras avanzaba por el pasillo. Genial, ni porque está en su casa está lista a tiempo. En esas tardes de bar, inducida por la bebida había aceptado la invitación para comer. Al otro día le pareció muy mala idea, y no se atrevió a cancelar. Tomó el teléfono en la mano unas tres veces, pero nunca marcó. Le gustaba mantener su palabra, pero ahora allí en medio de la sala sabiendo Adams aparecería de un momento estaba muy nerviosa. “Que no bajen él antes. No puedo estar a solas con él. No debí venir. Me pareció que podía que podía hacerle frente como si nada. Pero no puedo”, pensó mientras caminaba de un lado a otro en el recibidor. Nadia se perdió escaleras arriba antes de que ella terminara sus pensamientos “Tal
De pequeña le gustaban las casas de muñecas, como a todas las niñas, pero no para jugar con ellas sino para cuidarlas, decorarlas. Cumplió uno de sus sueños cuando se graduó de arquitectura. Luego se le llenó el escritorio de papeles con solicitudes y permisos de obras al ayuntamiento, simples planos de baños o cocinas. Cosas pequeñas que una vez pasada la novedad le aburrían. Ella siempre quiso diseñar casas o cuando menos reconstruirlas. En el pueblo donde creció había una casa estilo barroco construida a fines del siglo dieciocho que la tenía obsesionada. La casa parecía ser el centro como si todo lo demás se hubiera dispuestos a su alrededor, a su sombra, con su permiso. Allí vivía la señora María, y aunque la suponían adinerada la casa parecía devorarse a sí misma. Nadie cuidaba los exteriores y por dentro poca cosa hacia la señora. Se comentaba que sufría un poco de Diógenes, aunque era selectiva a la hora de recoger lo que otros tiraban era incapaz de deshacerse de nada. Fern
Hacía mucho que ella ya no dormía, que solo estaba allí acostada cubierta hasta la cabeza esperando. No se animó hacerlo hasta que Adams se despertó y cogió rumbo a la cocina como cada día. —Adams, cari… —le llamó luego de un rato, ya que se demoraba más de lo habitual. ¿Qué tanto hacía en la cocina? Se recostó al respaldo capitoneado también como cada día. Con el pelo reposando sobre ambos hombros se cubrió las marcas de los colmillos en el cuello. Era una suerte que estuvieran aún en invierno, con facilidad podría esconder luego las marcas bajo los cuellos altos y las bufandas. Nadia había despertado con Adams mordiéndole el cuello. Luego cuando logró librarse de su fiera mordida y la fuerza con que le succionaba la sangre valoró las posibles causas. Supuso que se debió en parte por las pesadillas y en parte por el hambre. Comer solomillo casi crudo, agregar sangre al vino —el cual se convirtió en su favorito—, no era suficiente para mantenerlo alimentado. Por ello siempre termina
Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo.—¿Todo bien? —le preguntó Fernanda.—Todo muy bien—¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media.Nadia lamentó la pregunta. Después que había logrado olvidarse de Adams y la retahíla de cosas complicadas que venían con su nombre, así de fácil ella viene y se lo recuerda. Aunque, claro: ¿cómo iba a saber?—Se me ha ido el tiempo —se justificó—. Hacía tanto que no iba a una fi…Se interrumpió Nadia. Evidentemente aquello no era una fiesta, pero se sentía sí. Un poco de libertad, de despreocupación, un poco de alcohol y ya se sentía en una fiesta. Debería hacer esas cosas más a menudo. Irse un bar o una discoteca, conocer gente, tener amigas. Y luego volvió a Adams, la imagen de él en casa. Mirando el sol desde la sombra, la gente desde el balcón y el mundo desde internet. No podía, no podía. Pero al menos podía permitirse esta amiga, quería tener esta amiga. Algo que le diera un sabor a normalidad a esa vida s