De pequeña le gustaban las casas de muñecas, como a todas las niñas, pero no para jugar con ellas sino para cuidarlas, decorarlas. Cumplió uno de sus sueños cuando se graduó de arquitectura. Luego se le llenó el escritorio de papeles con solicitudes y permisos de obras al ayuntamiento, simples planos de baños o cocinas. Cosas pequeñas que una vez pasada la novedad le aburrían. Ella siempre quiso diseñar casas o cuando menos reconstruirlas. En el pueblo donde creció había una casa estilo barroco construida a fines del siglo dieciocho que la tenía obsesionada. La casa parecía ser el centro como si todo lo demás se hubiera dispuestos a su alrededor, a su sombra, con su permiso. Allí vivía la señora María, y aunque la suponían adinerada la casa parecía devorarse a sí misma. Nadie cuidaba los exteriores y por dentro poca cosa hacia la señora. Se comentaba que sufría un poco de Diógenes, aunque era selectiva a la hora de recoger lo que otros tiraban era incapaz de deshacerse de nada. Fern
Hacía mucho que ella ya no dormía, que solo estaba allí acostada cubierta hasta la cabeza esperando. No se animó hacerlo hasta que Adams se despertó y cogió rumbo a la cocina como cada día. —Adams, cari… —le llamó luego de un rato, ya que se demoraba más de lo habitual. ¿Qué tanto hacía en la cocina? Se recostó al respaldo capitoneado también como cada día. Con el pelo reposando sobre ambos hombros se cubrió las marcas de los colmillos en el cuello. Era una suerte que estuvieran aún en invierno, con facilidad podría esconder luego las marcas bajo los cuellos altos y las bufandas. Nadia había despertado con Adams mordiéndole el cuello. Luego cuando logró librarse de su fiera mordida y la fuerza con que le succionaba la sangre valoró las posibles causas. Supuso que se debió en parte por las pesadillas y en parte por el hambre. Comer solomillo casi crudo, agregar sangre al vino —el cual se convirtió en su favorito—, no era suficiente para mantenerlo alimentado. Por ello siempre termina
Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo.—¿Todo bien? —le preguntó Fernanda.—Todo muy bien—¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media.Nadia lamentó la pregunta. Después que había logrado olvidarse de Adams y la retahíla de cosas complicadas que venían con su nombre, así de fácil ella viene y se lo recuerda. Aunque, claro: ¿cómo iba a saber?—Se me ha ido el tiempo —se justificó—. Hacía tanto que no iba a una fi…Se interrumpió Nadia. Evidentemente aquello no era una fiesta, pero se sentía sí. Un poco de libertad, de despreocupación, un poco de alcohol y ya se sentía en una fiesta. Debería hacer esas cosas más a menudo. Irse un bar o una discoteca, conocer gente, tener amigas. Y luego volvió a Adams, la imagen de él en casa. Mirando el sol desde la sombra, la gente desde el balcón y el mundo desde internet. No podía, no podía. Pero al menos podía permitirse esta amiga, quería tener esta amiga. Algo que le diera un sabor a normalidad a esa vida s
Estaba Nadia en el balcón de la habitación disfrutando de la brisa de la noche cuando lo escuchó vomitar. Se pasó la mano por la cara estirándose la piel y abriendo la boca en un grito ahogado. Se decía a sí misma que debía entrar y fingir preocupación, mantenerse en el papel. Pero había días en que estaba tan cansada que fantaseaba con dejar la jaula abierta para que escapara. ¿Qué haría ella en ese hipotético caso? La tienda de antigüedades le vino a la cabeza y el espejo que traerían desde Alemania que venía ya con atraso. ¡Por Dios! ya no le quedaban ni fantasías, solo obligaciones, cosas por hacer. La rutina y la vida mundana aplastándola. Debería pensar en hacer alguna locura, pero por más que lo intentaba no se le ocurría nada. Y la imagen del espejo que no se iba. ¡Qué coño importaban las tiendas de antigüedades, y el olor a viejo! Sus vidas olían así, a cosas guardadas, a cosas rancias que guardas por valor sentimental porque del otro ya le queda poco o nada, a cosas que a ve
Entró a la casa en silencio. Sin prisa, pero sin pausa. Cerró la puerta con los dos pasos de la llave guiada por aquel presentimiento que la había sacado de la tienda de zapatos. Fue directo hasta el cuarto. Allí encontró a Fernanda a horcajadas sobre Adams. Respiró aliviada por llegar a tiempo. Si, aliviada, prefería mil veces la verdad. Ahora el tiempo y su control le pertenecían. Entró en silencio, sin portazos ni gritos y tomó asiento en el butacón de pana marrón cómplice de tantos momentos de sexo desenfrenado. Se sentó con las piernas cruzadas como quien espera para una reunión de mucha importancia, una reunión que te puede cambiar la vida. Tan ensimismados estaban ellos que continuaron follando en su presencia. La respiración agitada de Adams era la misma sin duda para todas sus chicas. Ella en cambio gemía que parecía el grito de un gatico lastimado. Debió ser por sus dudas sin remedio que la encontró muy hermosa, Fernanda era bellísima con y sin ropa. Se contoneaba con lenti
—¿Por qué Barcelona? —preguntó Samuel asomado a la ventana del hotel. Un hotel en las afuera de la ciudad, un lugar discreto. Afuera comenzaba a anochecer. —Sé que están aquí —contestó Paula sentada en el butacón de la habitación con las piernas cruzadas. —¿Cómo lo sabes? —insistió Samuel sin lograr disimular del todo el malestar que le ocasionó el cambio de ciudad. —Lo sé. —Podemos crear más vampiros como me creaste a mí. Haríamos nuestra propia manada. Seriamos una manada ¿no? En Valencia no encontramos nada. —No estábamos buscando nada en Valencia. —Me dijiste que sí. —Estábamos buscando, pero no. —En Zaragoza tampoco buscábamos, aunque me dijiste que sí. —Adelante —dijo Paula sarcástica—. Ya sabes que me flipa contestar preguntas y que me lleven la contraria. Samuel se paseó por la habitación, inquieto, disgustado. Las maletas esteban sin desempacar. Habían llegado esa madrugada. Compartían la misma habitación, en Valencia y en Zaragoza también. —Quiero follarme y alimen
Samuel volvió entrada en la mañana y fue hasta la habitación donde habían dejado a Marcos. Marcos no estaba y las maletas de Paula tampoco. La primera idea que cruzó por su mente fue la posibilidad de que hubieran escapado juntos, huyendo como los amantes que escapan del marido furioso, de la familia que se opone. Su primera idea era una gilipollez gigantesca. Salió a la recepción a por respuestas con más sentido. La recepcionista, una jovencita de pocas luces que siempre le sonreía cuando Paula no estaba cerca, le contó que Paula había reservado dos habitaciones más: la 340 para ella y la 386 para un chico llamado Marcos. Satisfecho Samuel le devolvió una amplia sonrisa a la chica que no supo disimular su felicidad.Fue a la habitación 386. Con recelo Marcos abrió solo una hendija de la puerta, pero al reconocerlo le dejó espacio para que entrara. La habitación era como la suya, pequeña y con dos puertas: la de entrada y la de salida a la piscina. En medio la cama, una mesa de noche,
Samuel fue a la mesa de Rebeca. —¿Puedo sentarme? —preguntó Samuel mirando a Rebeca. —¿Y por qué me preguntas a mí? ¿Somos cinco? —Pues porque sé lo que quiero. Y sabes es un poco incómodo mirarte desde mi mesa —dio señalando a la mesa donde aún estaban Paula y Marcos— a través del cristal. Desde allí me pierdo el brillo de tus ojos —se sentó en la silla libre. —Nunca te había visto por aquí. A él sí, es mi vecino. Y creo que está un poco colado por mí. —Y es un poco acosador también —agregó otra chica. —También —bromeó Rebeca. —Yo soy nuevo, recién llegado y estoy en oferta. —Claro —dijo Rebeca—. Seguro siempre estás en oferta. Eres como esas tiendas que no cambian el cartel para que el cliente se sienta afortunado. —Pues no. Mi marketing es confiable. Espero tener la oportunidad de demostrártelo. —¿Y tú quién eres? —preguntó una de las chicas. —Soy Samuel. Las chicas se rieron y aunque Samuel odiaba ser el motivo de un chiste o una burla, se aguantó y puso cara de tonto