Estaba Nadia en el balcón de la habitación disfrutando de la brisa de la noche cuando lo escuchó vomitar. Se pasó la mano por la cara estirándose la piel y abriendo la boca en un grito ahogado. Se decía a sí misma que debía entrar y fingir preocupación, mantenerse en el papel. Pero había días en que estaba tan cansada que fantaseaba con dejar la jaula abierta para que escapara. ¿Qué haría ella en ese hipotético caso? La tienda de antigüedades le vino a la cabeza y el espejo que traerían desde Alemania que venía ya con atraso. ¡Por Dios! ya no le quedaban ni fantasías, solo obligaciones, cosas por hacer. La rutina y la vida mundana aplastándola. Debería pensar en hacer alguna locura, pero por más que lo intentaba no se le ocurría nada. Y la imagen del espejo que no se iba. ¡Qué coño importaban las tiendas de antigüedades, y el olor a viejo! Sus vidas olían así, a cosas guardadas, a cosas rancias que guardas por valor sentimental porque del otro ya le queda poco o nada, a cosas que a ve
Entró a la casa en silencio. Sin prisa, pero sin pausa. Cerró la puerta con los dos pasos de la llave guiada por aquel presentimiento que la había sacado de la tienda de zapatos. Fue directo hasta el cuarto. Allí encontró a Fernanda a horcajadas sobre Adams. Respiró aliviada por llegar a tiempo. Si, aliviada, prefería mil veces la verdad. Ahora el tiempo y su control le pertenecían. Entró en silencio, sin portazos ni gritos y tomó asiento en el butacón de pana marrón cómplice de tantos momentos de sexo desenfrenado. Se sentó con las piernas cruzadas como quien espera para una reunión de mucha importancia, una reunión que te puede cambiar la vida. Tan ensimismados estaban ellos que continuaron follando en su presencia. La respiración agitada de Adams era la misma sin duda para todas sus chicas. Ella en cambio gemía que parecía el grito de un gatico lastimado. Debió ser por sus dudas sin remedio que la encontró muy hermosa, Fernanda era bellísima con y sin ropa. Se contoneaba con lenti
—¿Por qué Barcelona? —preguntó Samuel asomado a la ventana del hotel. Un hotel en las afuera de la ciudad, un lugar discreto. Afuera comenzaba a anochecer. —Sé que están aquí —contestó Paula sentada en el butacón de la habitación con las piernas cruzadas. —¿Cómo lo sabes? —insistió Samuel sin lograr disimular del todo el malestar que le ocasionó el cambio de ciudad. —Lo sé. —Podemos crear más vampiros como me creaste a mí. Haríamos nuestra propia manada. Seriamos una manada ¿no? En Valencia no encontramos nada. —No estábamos buscando nada en Valencia. —Me dijiste que sí. —Estábamos buscando, pero no. —En Zaragoza tampoco buscábamos, aunque me dijiste que sí. —Adelante —dijo Paula sarcástica—. Ya sabes que me flipa contestar preguntas y que me lleven la contraria. Samuel se paseó por la habitación, inquieto, disgustado. Las maletas esteban sin desempacar. Habían llegado esa madrugada. Compartían la misma habitación, en Valencia y en Zaragoza también. —Quiero follarme y alimen
Samuel volvió entrada en la mañana y fue hasta la habitación donde habían dejado a Marcos. Marcos no estaba y las maletas de Paula tampoco. La primera idea que cruzó por su mente fue la posibilidad de que hubieran escapado juntos, huyendo como los amantes que escapan del marido furioso, de la familia que se opone. Su primera idea era una gilipollez gigantesca. Salió a la recepción a por respuestas con más sentido. La recepcionista, una jovencita de pocas luces que siempre le sonreía cuando Paula no estaba cerca, le contó que Paula había reservado dos habitaciones más: la 340 para ella y la 386 para un chico llamado Marcos. Satisfecho Samuel le devolvió una amplia sonrisa a la chica que no supo disimular su felicidad.Fue a la habitación 386. Con recelo Marcos abrió solo una hendija de la puerta, pero al reconocerlo le dejó espacio para que entrara. La habitación era como la suya, pequeña y con dos puertas: la de entrada y la de salida a la piscina. En medio la cama, una mesa de noche,
Samuel fue a la mesa de Rebeca. —¿Puedo sentarme? —preguntó Samuel mirando a Rebeca. —¿Y por qué me preguntas a mí? ¿Somos cinco? —Pues porque sé lo que quiero. Y sabes es un poco incómodo mirarte desde mi mesa —dio señalando a la mesa donde aún estaban Paula y Marcos— a través del cristal. Desde allí me pierdo el brillo de tus ojos —se sentó en la silla libre. —Nunca te había visto por aquí. A él sí, es mi vecino. Y creo que está un poco colado por mí. —Y es un poco acosador también —agregó otra chica. —También —bromeó Rebeca. —Yo soy nuevo, recién llegado y estoy en oferta. —Claro —dijo Rebeca—. Seguro siempre estás en oferta. Eres como esas tiendas que no cambian el cartel para que el cliente se sienta afortunado. —Pues no. Mi marketing es confiable. Espero tener la oportunidad de demostrártelo. —¿Y tú quién eres? —preguntó una de las chicas. —Soy Samuel. Las chicas se rieron y aunque Samuel odiaba ser el motivo de un chiste o una burla, se aguantó y puso cara de tonto
Samuel fue detrás de Marcos, lo encuentra tres cuadras más abajo en la esquina hablando con una chica. La misma chica que pasó por su lado hace unos instantes, estaba entretenido, pero no para tanto. Unos cincuenta metros antes de llegar a ellos Samuel le grita:—¿La traes o qué?—Gilipollas, ni muerta —gritó la chica, empujó a Marcos y se alejó —: Vete a tomar por culo antes de que llame al policía.Marcos se quedó donde estaba, fue Samuel quién terminó llegando a la esquina. Marcos miró alrededor, se notaba nervioso, estaban solos a en una callejuela oscura.—¿No me tendrás miedo? —preguntó Samuel.—No me siento menos hombre por reconocerlo. No sé nada de ser vampiro y tú sí. Sabes como puedes matarme y yo no. De hecho, ya has intentado matarme.—No estaba intentando matarte, si lo hubiera intentado estarías muerto.—No estoy muerto, muerto otra vez, gracias a Paula.—No estaba intentando matarte —dijo Samuel con letanía cansona—. Sabía que podías meterte debajo de la tumbona, o en
—¿Qué pasa? —preguntó Samuel deteniéndose un momento, mostrándole los colmillos ensangrentados—. ¿No tienes hambre? ¿O estás muy titismiqui? —Creo que estaba medio enamorado —agregó Paula. Samuel y Paula chupaban a cada lado del cuello de la chica, desde lejos como espectador, Marcos. Así permaneció un rato hasta que decidió unirse al banquete, se agachó en la entrepierna y se alimentó de su muslo mirando a Paula directamente. Al percibir que de Rebeca no quedaba más, la soltaron casi al unísono, y la chica cayó al suelo como un cascaron vacío. —Ahora que ya estamos saciados me pregunto: ¿Esto era necesario? —dijo Marcos limpiándose las manos. —Es una “Fake” y ni tan siquiera está tan buena —dijo Samuel. —Buena sí que estaba —dijo Paula —. La verdad que estaba muy buena —dijo mirándola en el suelo caída. Con el cabello rubio esparcido parecía una fotografía—. Ella tenía razón, tal vez debimos invitarla a una orgía. No había prisa en realidad. —¿Necesario? Tú eres gilipollas. Ha
El resto de la noche Samuel se la pasó como perro con bicho, esperando que Paula volviera a su lado y, con algún gesto aunque fuera insignificante, le compensara por el plantón que le dio en medio del salón. Eso no sucedió. Paula volvió ala mesa que compartían los tres, pero era como si no estuviera. Con aires de inalcanzable y meditación se limitó a observar a los pintorescos personajes del lugar. Su única interacción fue con el tal Drácula que permaneció en su trono como un rey con movilidad reducida. Marcos, seguramente con tal de alejarse del ambiente cargado de la mesa, bailó con alguna chica y conversó con otras. No averiguó nada de provecho, de eso estaba seguro Samuel, de haber sido así hubiese regresado ostentado su premio. A simple vista, la conclusión era sencilla: Eran los mismos imitadores, algunos más elegantes, solo eso. La fiesta terminó a las cuatro de la madrugada, lo que a Samuel le pareció una fiesta insufriblemente larga. # # # # # Al volver al Hotel, cada