Al rato, Adams se les unió a las chicas. Bebían vino y conversaban muy animadas. Fernanda metida en el papel de amiguísima libre de intenciones de comerle la polla al novio. Él se llenó una copa y se sentó junto a ellas en la isla. Miraba fijamente a Fernanda buscando indicios de molestia, pero la molestia que él sabía existía, estaba muy bien oculta. Después observó a Nadia. Su sabor, su olor, sin dudas eran sus mejores atributos. Ya no le parecía triste, le parecía más bien esos dulces deliciosos que no sabes valorar al no tener un aspecto espectacular. Una guanabana. Nadia era como una guanabana. Y hoy con esa ropa verde la comparación era más oportuna que nunca. Esa fruta verde muy similar a un erizo a la defensiva, y luego en el interior una masa inmaculada, pulposa. Exquisita.
Era un hombre afortunado: una buena novia, sabía con la misma certeza que ella también daría la vida por él, como él la daría por ella. ¿Por qué últimamente estaba obsesionado con eso de dar la vida? ¡Qué trágico todo! Volviendo al tema, tenía una buena novia y una futura aventura. De ella esperaba muy buenos momentos. Fernanda no se le escaparía.
Nadia preparaba los solomillos. En la propia isla tenían los platos listos con la ensalada. Habían acordado cenar allí mismo.
—¿Cómo quieres el solomillo, Fernanda? —preguntó Nadia.
—Punto medio.
—A Adams se lo dejó más bien crudo —continuó Nadia—. El fuego solo se lo enseño —dice mientras deja varios segundos la carne en la sartén, lo voltea y le sirve—. Ya está. Un día de estos se lo sirvo directamente de la vaca.
Fernanda sonrió y le dio un sorbo al vino.
—Yo le he cogido el gustillo también a la carne casi cruda…—agregó Nadia.
Y él se vio en un establo viejo. Pudo calcular que había par de caballos y par de vacas, también algunos chivos. Sintió frío. Se abrazó así mismo y descubrió la ropa gastada y sucia que llevaba, la ausencia de zapatos.
Cansado y hambriento, con miedo. Esperando que de un momento a otro llegaran a por él. Luchando por mantenerse a salvo, y a la vez el dolor en la tripa del hambre. Estiró la mano y acarició una vaca tan raquítica como él. Pero estaba seguro de que a la vaca le quedarían fuerzas para mugir cuando clavara sus colmillos. ¿Estarían cerca sus perseguidores? ¿Cuánto tiempo más podría aguantar sin alimentarse?
—¿Ves lo que te digo, Fernanda? La mira y la mira. Seguro la encuentra muy cocinada.
Adams miró extrañado el solomillo en el plato. Le devolvió a Nadia una sonrisa de cortesía, picó la carne y se llevó un bocado para que las chicas posaran su atención en otro asunto. Así fue. Fernanda comentó de un pretendiente que le había salido. Muy sutil, Fernanda, muy sutil. Pero no escuchó más de su tontería ficticia. Volvió a pensar en el granero. Se miró el brazo, tenía la piel erizada. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Un sueño en plena conversación, sentado, acompañado de personas? ¿Un sueño con los ojos abiertos?
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Más temprano que tarde Adams sabía que pasaría el enojo con Fernanda. Y sabía que terminaría dentro de ella. Las únicas dudas eran: ¿cuándo? y ¿cuánto tiempo duraría?
Más temprano que tarde Adams sabía que volvería a desaparecer el interés en Nadia, como deseaba que desapareciera ella luego de follar. Ya había pasado otras veces ese puente. En ocasiones sentía su relación superficial, preestablecida. Se sentía como un extraterrestre al que nada más llegar le dijeron: “Toma, esto es lo que tienes asignado”. Toma guapera, pero para que no todo sea bueno, pues toma Xeroderma pigmentoso, y como nos pasamos un poco con lo malo, pues toma a Nadia para que te quiera y te cuide. Y allí estaba él, el extraterrestre viviendo su vida asignada.
Esa tarde Fernanda lo sacó de otro sueño. Sus golpes insistentes en la puerta lo devolvieron a la realidad sudado y con una erección bestial.
En su sueño estaba teniendo sexo con una extraña. Subía y bajaba con cada embestida sobre aquella chica guapísima. Le gustaba la sensación el sexo en sueños, era sorprendentemente buena, tan buena como la del sexo en la vida real. Y que fuera una extraña lo hacía más fácil y divertido. Con cada embestida acorralaba la chica contra el respaldo de la cama y ella gemía de placer. Pero la extraña se convirtió en Fernanda, Adams continuó gozando la situación y al hacerlo cerró los ojos. Y esta vez fue Nadia quien apareció debajo de él. Nadia con su expresión irónica de: “Da igual lo que deseas, lo importante es lo que quiero yo”. Nadia dominando hasta sus sueños. Le penetró con violencia como si a golpe de rabo pudiera volver a cambiar de chica. Y funcionó. Una nueva extraña yacía debajo de él. Una chica rubia que no le era familiar, pero que a la vez le revolvía todo el estómago como una montaña rusa de las violentas. Una chica que pedía más pasión con la mirada. Y él la complacía, aunque cada vez que la penetraba la montaña rusa se cebaba con su estómago en una mezcla incómoda de placer y culpa.
Fernanda insistía con el timbre. Esa no se iba sin verle. Los trabajadores se habían ido temprano esa tarde. ¿Cómo que culpable por tener sexo?, se preguntó Adams mientras se levantó de la cama. Pensó en comida para bajar la erección. ¡Vaya con el sueñito!
La erección bajó, pero aún estaba muy cachondo. Bajó las escaleras pensando: “Hoy es tu día Fernandita”.
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Ensimismado en el vaivén de sus senos, Adams yacía bajo Fernanda. Grababa para sí cada detalle, el brillo de su piel sudada. Fernanda tan blanca, tan perfecta. Con las mejillas sonrosadas como una adolescente. Una mezcla de ternura y violencia luchaba dentro de él siempre que la tenía cerca. Bella y serena a la vez. El sudor se le acumulaba en el ombligo y luego se desparramaba bajando en surcos por la pelvis cuidadosamente depilada.
¿Se cansaría de follársela? Tal vez, pero no preveía que fuera a corto plazo. La buscó en el espejo, colocado estratégicamente a la derecha de la cama casi al centro. Buscó ver el movimiento de sus caderas. Pero algo más descubrió allí. Algo que no esperaba. El espejo le devolvió a Nadia sentada en el butacón de pana marrón con las piernas cruzadas. Desde ese extremo del cuarto él no pudo verla con Fernanda encima. ¿En qué momento entró? ¿Cuánto tiempo…?
Adams agarró a Fernanda por los hombros, frenó sus movimientos. Entonces miró a Nadia, pasó la vista por encima de Fernanda, pero sin verla, como si fuera invisible.
¡Ojalá y fuera invisible! Pero en ese momento era menos incluso. Un peso que quería quitarse de encima, tirar por la ventana, hacer desaparecer. ¿Cuánto descuido? ¿Acaso nunca creyó que podía ser descubierto? Se exigió a sí mismo una respuesta, pero no encontró nada. Tanto vacío como cuando intentaba recordar sus sueños —no los últimos tres que atesoraba— sino los otros, los que había tenido y perdido.
Cuando volvió a concentrarse en el aquí y el ahora, ya Fernanda huía escaleras abajo con la ropa en el vientre.
Adams intentó incorporase, pero se rindió a medio camino paralizado de terror. Y la erección no cedía. M*****a erección persistente, tan imprudente como un hombre de pie en un campo llano en plena tormenta de truenos. ¿Qué haces? Agáchate, sintió ganas de gritarle a su propia polla, no ves que eres el punto más alto.
Con la cabeza ladeada en su dirección, Adams la vio levantarse del sofá de pana marrón, componerse la ropa y acercarse. Le vio estirar la mano y acariciarle la mejilla. La vio agacharse para mirarle mejor a los ojos. La vio agarrar su collar —esa piedra verde encadenada con oro— que se mecía antes y le dijo:
—Redondo, redondo, sin tapa y sin fondo.
A Fernanda le gustaba la gente que cuidaba de sus casas, que se creaba un hogar al cual desear volver. Una tarde Nadia llegó a su despacho pidiendo un proyecto para la reforma: —Tengo un espacio espectacular, difícil de encontrar en estas zonas de Barcelona y tenemos que poder aprovecharlo. Mi esposo tiene una enfermedad muy rara en la piel y le hace daño la luz del sol. He estado mirando fotos en internet y más o menos ya sé qué busco. Te envío las fotos. A Fernanda también le gustaba la gente —y en especial los clientes— seguros. Le facilitaban el trabajo y le ahorraban horas de dudas y las mismas preguntas: ¿Y qué tú crees? ¿Quedará bien? No sé. No estoy seguro. Recordaba sobre todo la sensación que le había quedado tras la primera visita de Nadia al despacho mientras tocaba el timbre por quinta vez. Nadia le pareció una mujer enamorada de alguien que requería mucho cuidado. Lo que más le impresionó fue que lo llevaba —por lo poco que la conocía— de forma alegre y vital. Lej
Fernanda miraba a Nadia bailar sola con la botella en la mano, algunos mechones de cabello se le deslizaban delante de la cara. Era la única que bailaba. De vez en cuando le hacía señas para que se le uniera. Fernanda levantaba su botella, hacía un brindis al aire y negaba con la cabeza. Por suerte su compañera desistía rápido, volvía a cerrar los ojos y dejarse llevar por la música. Fernanda podía jurar que también estaba deprimida —y con también se refería a Adams, claro—, solo pensaba en él y lo que estuviera relacionado. Nadia era una mujer normal, físicamente, pero algo en ella le hacía especial. Aún no sabía qué. Algo debía de tener para conseguir a Adams. Pero podía jurar que ambos estaban deprimidos cada uno a su forma, y por separado. Tal vez ocultándoselo entre sí. Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo. —¿Todo bien? —le preguntó Fernanda. —Todo muy bien —¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media. —Se me ha ido el tiempo. Hacía ta
Fernanda volvió con una brigada para la reforma. Todos los días iba a la obra alegando que supervisaba el trabajo, pero solo quería verlo a él. Se quedaba incluso luego de que los trabajadores se fueran. Esa tarde el día había estado nublado. Cuando lo vio llegar a la cocina, enseguida fue a su encuentro. —¿Alguna vez te sientes deprimida? —preguntó él. Ella se colocó el pelo detrás de la oreja y le miró a los ojos. — Veamos…, ¿aparte de los lunes, los San Valentín, las navidades y mis cumples? Si, algunas veces... Entonces lo vio sonreír por primera vez, una sonrisa completa, no esas pequeñas muecas que le hacían lucir sexi y provocador. Una sonrisa limpia. —¿Qué tan deprimido tengo que estar para hablar de depresión con una desconocida? —Mucho. Pero si sirve de algo te sienta bien la depresión. Te da un halo misterioso. —Nadia sería capaz de matarte si se entera que te has follado a su novio. Fernanda enrojeció con el cambio brusco, pero quiso lucir atrevida —¿Eso voy a
Nadia fue quien la recibió aquella noche. Por la ropa que llevaba, Fernanda supo que aún no estaba lista. —El tiempo se me ha ido volando —se justificó Nadia—. Pero entra, ya sabes que estás en tu casa. Acomódate, prepárate algo de beber. Enseguida estoy. Fernanda sonrió mientras avanzaba por el pasillo. Genial, ni porque está en su casa está lista a tiempo. En esas tardes de bar, inducida por la bebida había aceptado la invitación para comer. Al otro día le pareció muy mala idea, y no se atrevió a cancelar. Tomó el teléfono en la mano unas tres veces, pero nunca marcó. Le gustaba mantener su palabra, pero ahora allí en medio de la sala sabiendo Adams aparecería de un momento estaba muy nerviosa. “Que no bajen él antes. No puedo estar a solas con él. No debí venir. Me pareció que podía que podía hacerle frente como si nada. Pero no puedo”, pensó mientras caminaba de un lado a otro en el recibidor. Nadia se perdió escaleras arriba antes de que ella terminara sus pensamientos “Tal
De pequeña le gustaban las casas de muñecas, como a todas las niñas, pero no para jugar con ellas sino para cuidarlas, decorarlas. Cumplió uno de sus sueños cuando se graduó de arquitectura. Luego se le llenó el escritorio de papeles con solicitudes y permisos de obras al ayuntamiento, simples planos de baños o cocinas. Cosas pequeñas que una vez pasada la novedad le aburrían. Ella siempre quiso diseñar casas o cuando menos reconstruirlas. En el pueblo donde creció había una casa estilo barroco construida a fines del siglo dieciocho que la tenía obsesionada. La casa parecía ser el centro como si todo lo demás se hubiera dispuestos a su alrededor, a su sombra, con su permiso. Allí vivía la señora María, y aunque la suponían adinerada la casa parecía devorarse a sí misma. Nadie cuidaba los exteriores y por dentro poca cosa hacia la señora. Se comentaba que sufría un poco de Diógenes, aunque era selectiva a la hora de recoger lo que otros tiraban era incapaz de deshacerse de nada. Fern
Hacía mucho que ella ya no dormía, que solo estaba allí acostada cubierta hasta la cabeza esperando. No se animó hacerlo hasta que Adams se despertó y cogió rumbo a la cocina como cada día. —Adams, cari… —le llamó luego de un rato, ya que se demoraba más de lo habitual. ¿Qué tanto hacía en la cocina? Se recostó al respaldo capitoneado también como cada día. Con el pelo reposando sobre ambos hombros se cubrió las marcas de los colmillos en el cuello. Era una suerte que estuvieran aún en invierno, con facilidad podría esconder luego las marcas bajo los cuellos altos y las bufandas. Nadia había despertado con Adams mordiéndole el cuello. Luego cuando logró librarse de su fiera mordida y la fuerza con que le succionaba la sangre valoró las posibles causas. Supuso que se debió en parte por las pesadillas y en parte por el hambre. Comer solomillo casi crudo, agregar sangre al vino —el cual se convirtió en su favorito—, no era suficiente para mantenerlo alimentado. Por ello siempre termina
Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo.—¿Todo bien? —le preguntó Fernanda.—Todo muy bien—¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media.Nadia lamentó la pregunta. Después que había logrado olvidarse de Adams y la retahíla de cosas complicadas que venían con su nombre, así de fácil ella viene y se lo recuerda. Aunque, claro: ¿cómo iba a saber?—Se me ha ido el tiempo —se justificó—. Hacía tanto que no iba a una fi…Se interrumpió Nadia. Evidentemente aquello no era una fiesta, pero se sentía sí. Un poco de libertad, de despreocupación, un poco de alcohol y ya se sentía en una fiesta. Debería hacer esas cosas más a menudo. Irse un bar o una discoteca, conocer gente, tener amigas. Y luego volvió a Adams, la imagen de él en casa. Mirando el sol desde la sombra, la gente desde el balcón y el mundo desde internet. No podía, no podía. Pero al menos podía permitirse esta amiga, quería tener esta amiga. Algo que le diera un sabor a normalidad a esa vida s
Estaba Nadia en el balcón de la habitación disfrutando de la brisa de la noche cuando lo escuchó vomitar. Se pasó la mano por la cara estirándose la piel y abriendo la boca en un grito ahogado. Se decía a sí misma que debía entrar y fingir preocupación, mantenerse en el papel. Pero había días en que estaba tan cansada que fantaseaba con dejar la jaula abierta para que escapara. ¿Qué haría ella en ese hipotético caso? La tienda de antigüedades le vino a la cabeza y el espejo que traerían desde Alemania que venía ya con atraso. ¡Por Dios! ya no le quedaban ni fantasías, solo obligaciones, cosas por hacer. La rutina y la vida mundana aplastándola. Debería pensar en hacer alguna locura, pero por más que lo intentaba no se le ocurría nada. Y la imagen del espejo que no se iba. ¡Qué coño importaban las tiendas de antigüedades, y el olor a viejo! Sus vidas olían así, a cosas guardadas, a cosas rancias que guardas por valor sentimental porque del otro ya le queda poco o nada, a cosas que a ve