A Fernanda le gustaba la gente que cuidaba de sus casas, que se creaba un hogar al cual desear volver.
Una tarde Nadia llegó a su despacho pidiendo un proyecto para la reforma:
—Tengo un espacio espectacular, difícil de encontrar en estas zonas de Barcelona y tenemos que poder aprovecharlo. Mi esposo tiene una enfermedad muy rara en la piel y le hace daño la luz del sol. He estado mirando fotos en internet y más o menos ya sé qué busco. Te envío las fotos.
A Fernanda también le gustaba la gente —y en especial los clientes— seguros. Le facilitaban el trabajo y le ahorraban horas de dudas y las mismas preguntas: ¿Y qué tú crees? ¿Quedará bien? No sé. No estoy seguro.
Recordaba sobre todo la sensación que le había quedado tras la primera visita de Nadia al despacho mientras tocaba el timbre por quinta vez. Nadia le pareció una mujer enamorada de alguien que requería mucho cuidado. Lo que más le impresionó fue que lo llevaba —por lo poco que la conocía— de forma alegre y vital. Lejos del estereotipo de mujer sacrificada que aguanta la enfermedad de su pareja con más resignación que amor. Ella tenía tanta ilusión en darle la oportunidad a su esposo de poder disfrutar de esa zona de la casa que tenía vedada durante el día.
Escuchó los pasos acercarse. La puerta se abrió y le recibió un chico de unos veintitantos años muy blanco. Generalmente decían que ella era muy blanca, pero a su lado ella tenía color. El brutal contraste de su tez con el cabello negro y los ojos azules no pasaría desapercibido nunca. Encima el chico solo llevaba un chándal y sin camisa dejando libre de ser admirado su torso tonificado, una delimitación exquisita en cada músculo. Con razón Nadia estaba tan enamorada.
—Soy Fernanda, la diseñadora de Artestudio —ella estiró la mano, pero él nunca la estrechó y la chica se aferró al maletín con ambas manos.
Aunque eran las diez de la mañana se notaba que acababa de despertarse. Conservaba las marcas de las sábanas en la cara.
—Perdona la facha —le dijo Adams y le hizo espacio— El patio queda al final. Estas en tú casa —dijo y subió las escaleras, dejándola sola.
Fernanda también percibió que no era mala educación, sino depresión. Y justo en ese instante comenzaron sus ganas de arreglarlo. Se quedó mirándolo subir las escaleras. Sacudió la cabeza para despertar del letargo producto de observar el movimiento de sus músculos ascendiendo a la planta alta. ¿Pero qué le pasaba? Se regañó a sí misma. ¿Quién le había pedido ayuda en ese sentido? Él era un hombre casado y Nadia su cliente. Lo único que tenía que arreglar era el patio. Con pesar se alejó de la escalera y avanzó por el pasillo, atravesó la cocina y abrió las puertas de cristal forradas con cortinas.
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Cuando Fernanda estaba a punto de terminar de tomar las medidas Adams apareció, se quedó medio metro atrás de la puerta, lejos del sol. Llevaba dos vasos de zumo de naranja.
—Hola, ven acércate—le dijo ofreciéndole la bebida—. Tómate un descanso. Yo no puedo salir.
Ella guardó su cinta métrica en el bolso y entró.
—Lo sé —dijo ella sin dejar de mirarle a los ojos— Nadia me lo dijo en la primera visita. Muchas gracias —levantó ligeramente el vaso a modo de brindis.
—Si Nadia pudiera mandaría a techar Barcelona.
—Es muy bonito eso —sintió un poco de vergüenza por gustarle tanto.
—¿De qué la conoces, a Nadia?
—De nada, solo fue al despacho de arquitectura buscando asesoría.
Fernanda bebió ladeando el vaso, sin quitarle los ojos de encima, disfrutando su presencia: el movimiento de la nuez de Adán, sus bíceps abultados con la flexión de su brazo. Aunque había regresado vestido llevaba una camisa sin mangas.
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Con el presupuesto listo Fernanda se debatía entre dos opciones. Una: enseñarle a Nadia un presupuesto económico para que esta aceptara. Así podría ver Adams, mientras durara la obra. Y si hacían un buen trabajo seguro se animaban y terminaban haciendo algo más. Y bueno, la otra opción: darle un presupuesto muy elevado, un precio irrisorio que la hiciera desecharlo al momento. Así nunca más tendría que volver a ver a Adams. Soñaría con él par de veces, pensaría en él a cada rato y lo compararía con los hombres guapos que veía en las pelis, porque hasta el momento era el hombre más guapo que había visto jamás. Al final, el recuerdo se iría borrando hasta que un día no pensaría más en él. Esa era la opción más sensata. Porque, aunque no se dedicaba a andar tras hombres casados o con novia —que era lo mismo para ella—, Adams realmente le había impresionado y temía el camino a recorrer. Ella acercándosele, engañándose: solo una mirada más, ser amable es normal, muy muy amable, y luego soñando con él sustituyéndose por Nadia, imaginándose conversaciones de cosas sin importancia y hasta discusiones. Así de patética podía comportarse cuando alguien le gustaba y Adams le gustaba mucho.
Un presupuesto bien caro, concluyó. Y le agregó ceros a varias partidas.
El teléfono sonó:
—Hola, Fernanda. Bueno, ¿cuándo empezamos la obra?
—Pero, si aún no has visto ni el presupuesto.
—A menos que sea un precio muy exorbitante. Ya está. ¿Cuándo empezamos? No me gusta el picotillo, yo voy directo al grano. ¿Sabes que no he pedido más presupuestos? Además, me caíste muy bien.
—En una semana. Podemos comenzar en una semana.
—Muy bien, esta tarde paso a ultimar detalles, firmar y dar el anticipo.
Nada más colgar Fernanda borró todos los ceros que había agregado. ¿Se arrepentiría? Además, llamó al cliente con el que tenía planificado empezar y lo atrasó una semana.
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—¡Qué día de m****a! —dijo Nadia al entrar por la puerta del despacho de Fernanda. Dejó caer el bolso en el suelo, se sentó y se sacudió el cabello con ambas manos—. ¡Aaggg! Tomate un café conmigo. Quien dice un café, dice una cerveza.
—Te lo agradezco. Otro día…, es que voy de culo —creyó que la justificación clásica que implica confianza le persuadiría.
Nadia se levantó y le recogió todos los papeles poniéndolos unos encima de otros sin importar el orden. Fernanda con las manos en alto aguantó las ganas de gritar. Ella tan meticulosa, tan ordenada, siempre revisando cada calculo dos veces y ella llega y lo revuelve todo. Una hora como mínimo perdida. Fernanda pensó que lo mejor era irse y no ver el desastre. Se dejó arrancar de su puesto guiada por la mano de Nadia. Antes de salir tomó el bolso del colgador de la entrada.
—Vuelvo enseguida —dijo a la recepcionista del despacho.
—Vuelve mañana que tenemos la tarde liada —replicó Nadia.
Fernanda miraba a Nadia bailar sola con la botella en la mano, algunos mechones de cabello se le deslizaban delante de la cara. Era la única que bailaba. De vez en cuando le hacía señas para que se le uniera. Fernanda levantaba su botella, hacía un brindis al aire y negaba con la cabeza. Por suerte su compañera desistía rápido, volvía a cerrar los ojos y dejarse llevar por la música. Fernanda podía jurar que también estaba deprimida —y con también se refería a Adams, claro—, solo pensaba en él y lo que estuviera relacionado. Nadia era una mujer normal, físicamente, pero algo en ella le hacía especial. Aún no sabía qué. Algo debía de tener para conseguir a Adams. Pero podía jurar que ambos estaban deprimidos cada uno a su forma, y por separado. Tal vez ocultándoselo entre sí. Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo. —¿Todo bien? —le preguntó Fernanda. —Todo muy bien —¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media. —Se me ha ido el tiempo. Hacía ta
Fernanda volvió con una brigada para la reforma. Todos los días iba a la obra alegando que supervisaba el trabajo, pero solo quería verlo a él. Se quedaba incluso luego de que los trabajadores se fueran. Esa tarde el día había estado nublado. Cuando lo vio llegar a la cocina, enseguida fue a su encuentro. —¿Alguna vez te sientes deprimida? —preguntó él. Ella se colocó el pelo detrás de la oreja y le miró a los ojos. — Veamos…, ¿aparte de los lunes, los San Valentín, las navidades y mis cumples? Si, algunas veces... Entonces lo vio sonreír por primera vez, una sonrisa completa, no esas pequeñas muecas que le hacían lucir sexi y provocador. Una sonrisa limpia. —¿Qué tan deprimido tengo que estar para hablar de depresión con una desconocida? —Mucho. Pero si sirve de algo te sienta bien la depresión. Te da un halo misterioso. —Nadia sería capaz de matarte si se entera que te has follado a su novio. Fernanda enrojeció con el cambio brusco, pero quiso lucir atrevida —¿Eso voy a
Nadia fue quien la recibió aquella noche. Por la ropa que llevaba, Fernanda supo que aún no estaba lista. —El tiempo se me ha ido volando —se justificó Nadia—. Pero entra, ya sabes que estás en tu casa. Acomódate, prepárate algo de beber. Enseguida estoy. Fernanda sonrió mientras avanzaba por el pasillo. Genial, ni porque está en su casa está lista a tiempo. En esas tardes de bar, inducida por la bebida había aceptado la invitación para comer. Al otro día le pareció muy mala idea, y no se atrevió a cancelar. Tomó el teléfono en la mano unas tres veces, pero nunca marcó. Le gustaba mantener su palabra, pero ahora allí en medio de la sala sabiendo Adams aparecería de un momento estaba muy nerviosa. “Que no bajen él antes. No puedo estar a solas con él. No debí venir. Me pareció que podía que podía hacerle frente como si nada. Pero no puedo”, pensó mientras caminaba de un lado a otro en el recibidor. Nadia se perdió escaleras arriba antes de que ella terminara sus pensamientos “Tal
De pequeña le gustaban las casas de muñecas, como a todas las niñas, pero no para jugar con ellas sino para cuidarlas, decorarlas. Cumplió uno de sus sueños cuando se graduó de arquitectura. Luego se le llenó el escritorio de papeles con solicitudes y permisos de obras al ayuntamiento, simples planos de baños o cocinas. Cosas pequeñas que una vez pasada la novedad le aburrían. Ella siempre quiso diseñar casas o cuando menos reconstruirlas. En el pueblo donde creció había una casa estilo barroco construida a fines del siglo dieciocho que la tenía obsesionada. La casa parecía ser el centro como si todo lo demás se hubiera dispuestos a su alrededor, a su sombra, con su permiso. Allí vivía la señora María, y aunque la suponían adinerada la casa parecía devorarse a sí misma. Nadie cuidaba los exteriores y por dentro poca cosa hacia la señora. Se comentaba que sufría un poco de Diógenes, aunque era selectiva a la hora de recoger lo que otros tiraban era incapaz de deshacerse de nada. Fern
Hacía mucho que ella ya no dormía, que solo estaba allí acostada cubierta hasta la cabeza esperando. No se animó hacerlo hasta que Adams se despertó y cogió rumbo a la cocina como cada día. —Adams, cari… —le llamó luego de un rato, ya que se demoraba más de lo habitual. ¿Qué tanto hacía en la cocina? Se recostó al respaldo capitoneado también como cada día. Con el pelo reposando sobre ambos hombros se cubrió las marcas de los colmillos en el cuello. Era una suerte que estuvieran aún en invierno, con facilidad podría esconder luego las marcas bajo los cuellos altos y las bufandas. Nadia había despertado con Adams mordiéndole el cuello. Luego cuando logró librarse de su fiera mordida y la fuerza con que le succionaba la sangre valoró las posibles causas. Supuso que se debió en parte por las pesadillas y en parte por el hambre. Comer solomillo casi crudo, agregar sangre al vino —el cual se convirtió en su favorito—, no era suficiente para mantenerlo alimentado. Por ello siempre termina
Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo.—¿Todo bien? —le preguntó Fernanda.—Todo muy bien—¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media.Nadia lamentó la pregunta. Después que había logrado olvidarse de Adams y la retahíla de cosas complicadas que venían con su nombre, así de fácil ella viene y se lo recuerda. Aunque, claro: ¿cómo iba a saber?—Se me ha ido el tiempo —se justificó—. Hacía tanto que no iba a una fi…Se interrumpió Nadia. Evidentemente aquello no era una fiesta, pero se sentía sí. Un poco de libertad, de despreocupación, un poco de alcohol y ya se sentía en una fiesta. Debería hacer esas cosas más a menudo. Irse un bar o una discoteca, conocer gente, tener amigas. Y luego volvió a Adams, la imagen de él en casa. Mirando el sol desde la sombra, la gente desde el balcón y el mundo desde internet. No podía, no podía. Pero al menos podía permitirse esta amiga, quería tener esta amiga. Algo que le diera un sabor a normalidad a esa vida s
Estaba Nadia en el balcón de la habitación disfrutando de la brisa de la noche cuando lo escuchó vomitar. Se pasó la mano por la cara estirándose la piel y abriendo la boca en un grito ahogado. Se decía a sí misma que debía entrar y fingir preocupación, mantenerse en el papel. Pero había días en que estaba tan cansada que fantaseaba con dejar la jaula abierta para que escapara. ¿Qué haría ella en ese hipotético caso? La tienda de antigüedades le vino a la cabeza y el espejo que traerían desde Alemania que venía ya con atraso. ¡Por Dios! ya no le quedaban ni fantasías, solo obligaciones, cosas por hacer. La rutina y la vida mundana aplastándola. Debería pensar en hacer alguna locura, pero por más que lo intentaba no se le ocurría nada. Y la imagen del espejo que no se iba. ¡Qué coño importaban las tiendas de antigüedades, y el olor a viejo! Sus vidas olían así, a cosas guardadas, a cosas rancias que guardas por valor sentimental porque del otro ya le queda poco o nada, a cosas que a ve
Entró a la casa en silencio. Sin prisa, pero sin pausa. Cerró la puerta con los dos pasos de la llave guiada por aquel presentimiento que la había sacado de la tienda de zapatos. Fue directo hasta el cuarto. Allí encontró a Fernanda a horcajadas sobre Adams. Respiró aliviada por llegar a tiempo. Si, aliviada, prefería mil veces la verdad. Ahora el tiempo y su control le pertenecían. Entró en silencio, sin portazos ni gritos y tomó asiento en el butacón de pana marrón cómplice de tantos momentos de sexo desenfrenado. Se sentó con las piernas cruzadas como quien espera para una reunión de mucha importancia, una reunión que te puede cambiar la vida. Tan ensimismados estaban ellos que continuaron follando en su presencia. La respiración agitada de Adams era la misma sin duda para todas sus chicas. Ella en cambio gemía que parecía el grito de un gatico lastimado. Debió ser por sus dudas sin remedio que la encontró muy hermosa, Fernanda era bellísima con y sin ropa. Se contoneaba con lenti