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I parte. Capítulo 2- Adams

La rutina de cada mañana era simple: Adams compartía un café en la cama con Nadia, luego ella se iba al trabajo y él se quedaba remoloneando un poco más. De todas formas, el día se le hacía demasiado largo para hacer ejercicios, hacerse algunas fotos, compartirlas en I*******m y atender a sus seguidores. Lo mismo compartía secciones de entrenamiento en el gimnasio de la primera planta, un plato previamente aprendido de otro youtuber —que luego de las fotos terminaba en la basura—, o sencillamente posando. Algunas veces buscaba una película y terminaba durmiendo otra vez el resto de la tarde hasta la llegada de Nadia. Buscando que hacer en encerrado en esas cuatro paredes había probado los videos juegos, pero no terminaron de convencerle. Esa tarde, abandonó las pesas en medio de una rutina de bíceps. Ignorando sus propias reglas de contención con el vino, se fue a la cocina y sirvió una copa bien llena. Un mensaje iluminó la pantalla.

Le sorprendió un culo, el culo de una chica blanca con un hilo dental atragantado entre las nalgas. El hilo parecía un rio a punto de extinguirse en aquella voluptuosa zona montañosa. Luego de superar la primera impresión, leyó el mensaje que acompañaba la foto: “Necesito un profesor particular que me ayude a poner mis pompis en forma y me encantaría que fueras tú. ¿Te apuntas?

Adams vacío el chad y bloqueó el contacto. Nunca le contestaba a las desconocidas de internet.

Miró el reloj, apenas eran las dos de la tarde. ¡Qué día tan lento! Subió a la planta alta, en la esquina de la habitación había un butacón de pana marrón colocado en la esquina a mano derecha, nada más entrar a la habitación. Era como el observatorio de todo el cuarto. La cama en medio y detrás la balconera con cortinas corridas. Las vistas desde allí eran preciosas, podía ver la torre Agbar. Él también podía contemplarla bajo las luces artificiales, pero de día Barcelona estaba vedada.

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El sonido del timbre sacó a Adams de su letargo. Desde la cama estiró la mano y miró el móvil. Eran las diez de la mañana; se lamentó de que aún fuera de día. Maldijo al intruso molesto que no desistía a pesar de que él se esforzaba en ignorarlo. Al malestar físico de los días anteriores se le sumaba un nuevo desánimo, producto en parte de su obsesión con los sueños que no recordaba y con una pesadez producida por el sueño que sí recordaba. En todo el día no había salido de la cama.

Solo se levantó porque el timbre siguió insistiendo. Agarró un chándal del suelo y bajó arrastrando los pies.

—Soy Fernanda, la diseñadora de Artestudio —se presentó la chica con la mano extendida.

Entonces Adams recordó que Nadia le había dicho que vendría una arquitecta. Como él no le respondió el saludo, la recién llegada recogió el brazo aferrándose al maletín con ambas manos, visiblemente nerviosa.

Nadia quiere arreglar mi vida con un techo, pensó Adams. Encima trae la primera incompetente que se encuentra.

  —Perdona la facha —le dijo Adams y le hizo espacio— El patio queda al final.  Estas en tú casa —dijo y subió las escaleras.

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Arriba Adams se volvió a tumbar en la cama, se cubrió con las sábanas. Se volteó varias veces, incómodo, incapaz de volver al estado de reposo del cual lo sacó Fernanda. “Nadia y su maldito techo. Nadia y la Calvin Klein. Que manía de controlarle la vida, de decidir por mí”. Ya que le habían molestado a él que menos que devolverles el favor. Bajó las escaleras, aunque sin ninguna idea en concreto. Algo se le ocurriría.

Cuando llegó abajo, Fernanda revisaba las medidas afuera, bajo el sol. Mientras esperaba preparó dos zumos de naranja.

—Hola, ven acércate—le dijo ofreciéndole la bebida—. Tomate un descanso Yo no puedo salir. No de día, no con sol.

Ella guardó su cinta métrica en el bolso y entró.

Él reconoció esa mirada enseguida, los ojitos brillantes. Estaba acostumbrado a ver las mujeres babear por él, aunque ahora no recordaba a ninguna en concreto. A ninguna de las de la vida real —las de un bar o una disco—, pero sí a las de las redes que iban desde las que enviaban foto-tetas hasta las que le ponían frases cutres copiadas de internet sin ningún esmero. Fernanda no lograba disimular lo impresionada que estaba.

—Lo sé —dijo ella sin dejar de mirarle a los ojos— Nadia me lo dijo en la primera visita. Muchas gracias —levantó ligeramente el vaso a modo de brindis.

—Si Nadia pudiera mandaría a techar la Barcelona.

“Nadia se cree que, porque es todo lo que tengo, es todo lo que merezco. No sé qué cojones me merezco, pero quiero más. Tal vez quiero esto”, pensó Adams también escaneando a Fernanda. “Tal vez terminar la tarde dentro de este pibón rubio”.

—Es muy bonito eso.

—¿De qué la conoces? A Nadia.

—De nada, solo fue al despacho de arquitectura buscando asesoría.

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Fernanda iba cada día. Adams estaba seguro de que la tenía bien calada. Sus ansias de trasmitir profesionalidad le desvelaban su verdadero interés en él. O era tal vez la forma en que le brillaban lo ojos. Era una chica dulce, amable y muy guapa. Pero había días que su presencia le molestaba y su interés le daba pereza, otros, por el contrario, disfrutaba del placer de sentirse deseado. Estaba seguro de que Fernanda se debatía entre las ganas de estar con él y la lealtad hacia su nueva amiga. Fernanda quería a Nadia. Nadia quería a Fernanda. ¿Y él? ¿A quién querría él? ¿Acaso quería a alguien?

Había visto a Fernanda y a Nadia hacerse amigas en el proceso. Cómo se las agencia Fernanda para compartir esos sentimientos tan contradictorios le daba igual, de hecho imaginar su lucha interna era entretenido, le daba la sal que le faltaba a una conquista ya consumada. Porque al final sabía que podía estar con Fernanda en cualquier momento. El único misterio por debelar era: ¿cuál momento?   

Adams miró desde la ventana como la claraboya ya casi cubría todo el patio. Nadia no tenía horario fijo para llegar en las tardes. Su llegada oscilaba entre las seis y treinta y las siete. Eran las cinco y veinte, y él desconocía si aparecería de un momento a otro. El riesgo existente le pareció una nueva oportunidad de probar a Fernanda, de tensar más la cuerda y ver hasta dónde era capaz de llegar.

Bajó a la cocina. Fernanda enseguida fue a su encuentro.    

—¿Alguna vez te sientes deprimida? —preguntó él.

— Veamos…, ¿aparte de los lunes, los San Valentín, las navidades y mis cumples? Si, algunas veces...

Un poco sorprendido Adams le sonrió, le pareció una buena salida a un tema incómodo.

—¿Qué tan deprimido tengo que estar para hablar de depresión con una desconocida?

—Mucho. Pero si sirve de algo te sienta bien la depresión. Te da un halo misterioso.

—Nadia sería capaz de matarte si se entera que te has follado a su novio.

Fernanda enrojeció. Y él disfrutó poder sonrojar a una chica grande.

—¿Eso voy a hacer? —levantó la cabeza, intentando ser atrevida.

—Sí, eso vas a hacer. Te vas a ir desnudando lentamente en la cocina sin tener en cuenta que prefieres otro lugar para una primera vez.

Adams se calló, esperó a que ella completara la acción que él ya había descrito. Cuando el juego de falda con chaqueta quedó a sus pies, él continuó.

—Y te importa una m****a que sea tarde, que Nadia pueda llegar de un momento a otro. Te importa una m****a quitarte en dos segundos la ropa que tardaste media hora en elegir para este momento. Estás toda mojada. Y quieres que sienta toda la humedad que soy capaz de provocarte a un metro de distancia.

Fernanda se deshizo del sostén y las bragas.  Y aunque ella trató de que no quedara expuesta la culera de las bragas, él vio el brillo de sus jugos manchando la tela.

—Y avanzarás hacia mi ofreciéndote toda, en cada paso.

—¿Esto sueles hacer con las demás chicas? —preguntó Fernanda al llegar frente a él.

Adams frunció el ceño, interpuso la mano entre ellos, sin llegar a tocarla.

—Vete —le dijo y le dio la espalda para volver arriba.

Adams se molestó por reducirlo a un simple imitador de sí mismo. A un hombre calculador con estrategias prediseñadas para llevarse chicas a la cama. Sin pisca de originalidad. O peor, uno de esos que solo piensa en el suma y sigue. Él no tenía una lista para grabar nombres, ni una meta numérica. El combatía con sexo, cuando podía, este malestar que casi siempre lo apabullaba contra el butacón de pana de la habitación.

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