Adams amaneció con un regusto amargo en la boca. Se levantó en piloto automático rumbo a la cocina como cada día. Se detuvo en medio de la habitación para lanzarle una mirada a Nadia que dormía volteada hacia la balconera, cubierta casi hasta la cabeza.
Insertó una capsula de Nespresso en la cafetera mientras se saboreaba una vez más, intentando recordar. Se relamió tratando de arrascar con los dientes la estela de sabor que quedaba impregnada en los labios. Terminó haciéndose sangre. Y le gustó.
Descubrió que esa sensación de desasosiego se debía a un sueño, bueno en realidad una pesadilla. Quería recordar.
—Adams, cari… —le llamó Nadia.
Tomó las dos tazas de café y volvió a la habitación. Nadia aguardaba recostada al respaldo capitoneado con el pelo reposando sobre ambos hombros. Era la rutina de cada día: él llevaba el café a la cama antes de que ella se preparara para irse al trabajo. Adams no trabajaba, no de forma tradicional.
—Tuve una pesadilla —le alcanzó el café y luego se sentó a su lado.
—¿Sí? —dijo ella—. ¿Y qué pasaba? Ahora que lo mencionas…, estuviste inquieto anoche. Cuéntame qué pasaba.
—No lo sé. No lo recuerdo.
—¿Pero algo debes recordar? ¿Cómo sabes entonces que tuviste una pesadilla?
—Por la sensación con la que desperté. Sé que soñé. Quiero recordarlo, pero no puedo.
En la pesadilla Adams había entrado a un caserón antiguo. El simple hecho de poder entrar ya era importante. La chica que salió de la nada no le tomó por sorpresa porque quedó hipnotizado con su belleza, con esa sensualidad inocente. La chica le guio hasta un comedor, y una mesa, y unos invitados tan desconocidos como distinguidos. Todos vestidos de trajes negros y las mujeres con impresionantes vestidos de gala. La chica le colocó en la cabecera de la mesa y luego desapareció.
Los modales de Adams eran torpes comparados con los del resto de extraños. No se movía con naturalidad, así que se limitó a observar. Observó la mesa decorada con copas cristal bohemia, cubiertos de plata, platos de porcelana, todos relucientes y vacíos. Una imponente lámpara de araña de cristal invitaba a contemplar los techos bóvedas, a perderte en sus decorados. Cuando volvió a mirar la mesa los platos vacíos habían sido sustituidos por campanas con plato plateados. En la agarradera de la cúpula había un decorado que no lograba recordar. De seguro porque los comensales fueron destapando sus bandejas y descubriendo en ellos partes de cuerpos humanos: dedos con la manicura hecha, antebrazos con pulseras y hasta un hombro con un coqueto lunar. Él también descubrió el suyo. El suyo contenía una persona entera. Una persona diminuta de unos quince centímetros, pero enterita y viva. Una preciosidad anacrónica vestida con vaqueros y top. La tomó en la palma de la mano. La chica crecía rápido, pero continuaba siendo ligera como un espejismo. En cambio, la majestuosidad de la que gozaba fue desapareciendo a medida que tomó las proporciones de una persona corriente. Adams notó que ella tenía las orejas puntiagudas como una gárgola, los ojos demasiado pequeños, algo disparejos. Furioso, con deseos de deshacer lo ocurrido se abalanzó sobre el cuello de la chica que ya alcanzaba el metro con sesenta.
Los dientes de Adams crecieron, supo que era un vampiro y se manejó con habilidad. Penetró los tensos músculos del cuello de la chica que no emitió ni un grito, solo se dejó hacer.
Según Nadia, en ocasiones cuando tenía pesadillas se retorcía en la cama, incluso a veces hablaba o gritaba. Pero no recordaba sus sueños. ¿Por qué no lograba recordarlos? Teniendo en cuenta el más reciente, no es que pasaran desapercibidos, sobre todo por la pesada sensación que lo acompañaba.
—¿Todo bien cari…? —preguntó ella buscando sus ojos—. ¿Seguro que no recuerdas nada de tu pesadilla?
Su insistencia le hizo sospechar. Prefirió reservarse sus recuerdos y terminarse el café con indiferencia.
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Nadia llegó vociferando —algo nada habitual en ella— le hizo salir del butacón de la habitación donde llevaba dos horas recostado sin hacer ni pensar en nada para sentarse en la isla y celebrar. A Adams le daba pereza hasta celebrar, de hecho se había arrepentido de haberla llamado para contarle la noticia de que la Calvin Klein le había propuesto ser agente de la marca.
—Estamos despegando, cari —dijo Nadia paseándose entusiasmada delante de la isla de la cocina donde estaba sentado Adams como el niño que se aburre mientras la madre está radiante porque le aceptaron en la universidad deseada por ella—. La Calvin Klein. Es clásico. Casi no pude controlar el grito cuando me contaste la noticia. ¡Ves que había que insistir! Te lo dije. ¿Ya les contestaste?
Adams negó.
—Hay que contestar enseguida, imagino que la programación para la sección de fotos será pronto. La moda es tan volátil. Estoy tan contenta. Hemos trabajado mucho para tener estos patrocinadores. ¡La Calvin Klein!
Adams prefería no ponerse reflexivo con su vida: ¿cómo había llegado allí?, ¿a dónde iba? Mucho menos le gustaban las respuestas. Pero cuando ya no podía huir de sus reflexiones internas siempre terminaba cuestionándose su suerte. Le había tocado la lotería a la inversa. Xeroderma pigmentoso: una de cada doscientas cincuenta mil personas sufría esta enfermedad. ¿Compensaban su excelente físico, su cómoda posición económica, sus miles de seguidores en I*******m esta situación?
También tenía a Nadia, claro está. No sabía por qué últimamente le había dado por saber el momento preciso en qué se enamoró de ella. Distinguir el comienzo.
Por una parte, Adams sabía que amaba a Nadia, sabía que mataría por ella, y que también daría su vida por la de ella. Pero no sabía exactamente por qué la amaba. ¿Cuál fue el detonador? Recordaba la noche que se conocieron en un bar. Recordaba las primeras citas, pero era como ver una serie donde no empatizas con los personajes, dónde no te preocupas si Michael Scofield logrará fugarse de la cárcel allá por la primera temporada, donde no te dejas llevar por la ficción y le gritas a la chica que huye del asesino que no entre a la habitación porque él está detrás de la puerta. Él evocaba esos recuerdos desde la antipatía.
Por supuesto, reconocía sus virtudes, por supuesto. Y sin dudas no era su belleza. Ella no sería su primera opción en una noche de caza. Nadia ni tan siquiera sería la tercera opción. Ella era más bien lo que dejas de plan H, para bien entrada la madrugada, la que te llevas para no irte solo. Pero Adams sabía también que la belleza que atrae rara vez coincide con la belleza que enamora.
Y el sexo. El sexo con ella era muy bueno. De ahí si tenía recuerdos escalofriantes.
—¿Me estás escuchando? —le preguntó Nadia empujándole del pecho con la tablet.
—¿Y si hacemos una fiesta? Una de esas que se desmadran. Imagínate que publique la invitación en mi página. Una fiesta de disfraces. Alquilaríamos un local, por supuesto, porque la casa quedaría hecha un asco. Con un DJ pichando solo para nosotros. Y…
—De acuerdo, vas a dejar de la Calvin Klein para habar de tu fiesta. Perdona que sea yo quien te diga lo obvio, pero, Adams eres un ermitaño, solo te gusta la gente desde atrás del teléfono. Además, ¿te haces una idea de cuánto puede costar una fiesta así?
—Hoy no me siento muy ermitaño. Puedo pedir donaciones. Estoy seguro de que en dos semanas tendríamos suficiente para hacer tremendo fiestón.
—Contéstale al agente de la Calvin Klein —le ordenó Nadia apuntándole con el dedo.
¿Podría decirse que esto que sentía era odio? ¿Podría él odiar a Nadia?
La rutina de cada mañana era simple: Adams compartía un café en la cama con Nadia, luego ella se iba al trabajo y él se quedaba remoloneando un poco más. De todas formas, el día se le hacía demasiado largo para hacer ejercicios, hacerse algunas fotos, compartirlas en I*******m y atender a sus seguidores. Lo mismo compartía secciones de entrenamiento en el gimnasio de la primera planta, un plato previamente aprendido de otro youtuber —que luego de las fotos terminaba en la basura—, o sencillamente posando. Algunas veces buscaba una película y terminaba durmiendo otra vez el resto de la tarde hasta la llegada de Nadia. Buscando que hacer en encerrado en esas cuatro paredes había probado los videos juegos, pero no terminaron de convencerle. Esa tarde, abandonó las pesas en medio de una rutina de bíceps. Ignorando sus propias reglas de contención con el vino, se fue a la cocina y sirvió una copa bien llena. Un mensaje iluminó la pantalla. Le sorprendió un culo, el culo de una chica blanca
Nadia y Fernanda habían organizado una cena en casa sin contar con él. Ellas dos, que últimamente se iban de juerga a algún bar y llegaban felices y borrachas, en alguna de esas embriagadas conversaciones se pusieron de acuerdo. ¿De cuál de las dos fue la grandiosa idea? Dos o tres horas con aquellas dos mujeres, después de lo sucedido con Fernanda. Lo sucedido con Fernanda era lo “no” sucedido con Fernanda. Nadia quería agradecerle la dedicación al trabajo. Eso le había dicho, pero él había escuchado entre líneas: necesito desesperadamente una amiga para esta patética existencia mía. Nadia era una mujer inteligente, bastante inteligente, pero esta vez se la metieron doblada, pensó Adams metido en la bañera con espuma. Hasta se animó a sonreír. Nadia no tenía amigos. ¡Qué triste! Él por lo menos tenía sus seguidores de internet. Pero ella ni eso. Los padres de Nadia estaban muertos, como los de él, pero él no los extrañaba. Estaban los dos solos en este mundo. ¡Qué triste! Nadia le p
Al rato, Adams se les unió a las chicas. Bebían vino y conversaban muy animadas. Fernanda metida en el papel de amiguísima libre de intenciones de comerle la polla al novio. Él se llenó una copa y se sentó junto a ellas en la isla. Miraba fijamente a Fernanda buscando indicios de molestia, pero la molestia que él sabía existía, estaba muy bien oculta. Después observó a Nadia. Su sabor, su olor, sin dudas eran sus mejores atributos. Ya no le parecía triste, le parecía más bien esos dulces deliciosos que no sabes valorar al no tener un aspecto espectacular. Una guanabana. Nadia era como una guanabana. Y hoy con esa ropa verde la comparación era más oportuna que nunca. Esa fruta verde muy similar a un erizo a la defensiva, y luego en el interior una masa inmaculada, pulposa. Exquisita. Era un hombre afortunado: una buena novia, sabía con la misma certeza que ella también daría la vida por él, como él la daría por ella. ¿Por qué últimamente estaba obsesionado con eso de dar la vida? ¡Qué
A Fernanda le gustaba la gente que cuidaba de sus casas, que se creaba un hogar al cual desear volver. Una tarde Nadia llegó a su despacho pidiendo un proyecto para la reforma: —Tengo un espacio espectacular, difícil de encontrar en estas zonas de Barcelona y tenemos que poder aprovecharlo. Mi esposo tiene una enfermedad muy rara en la piel y le hace daño la luz del sol. He estado mirando fotos en internet y más o menos ya sé qué busco. Te envío las fotos. A Fernanda también le gustaba la gente —y en especial los clientes— seguros. Le facilitaban el trabajo y le ahorraban horas de dudas y las mismas preguntas: ¿Y qué tú crees? ¿Quedará bien? No sé. No estoy seguro. Recordaba sobre todo la sensación que le había quedado tras la primera visita de Nadia al despacho mientras tocaba el timbre por quinta vez. Nadia le pareció una mujer enamorada de alguien que requería mucho cuidado. Lo que más le impresionó fue que lo llevaba —por lo poco que la conocía— de forma alegre y vital. Lej
Fernanda miraba a Nadia bailar sola con la botella en la mano, algunos mechones de cabello se le deslizaban delante de la cara. Era la única que bailaba. De vez en cuando le hacía señas para que se le uniera. Fernanda levantaba su botella, hacía un brindis al aire y negaba con la cabeza. Por suerte su compañera desistía rápido, volvía a cerrar los ojos y dejarse llevar por la música. Fernanda podía jurar que también estaba deprimida —y con también se refería a Adams, claro—, solo pensaba en él y lo que estuviera relacionado. Nadia era una mujer normal, físicamente, pero algo en ella le hacía especial. Aún no sabía qué. Algo debía de tener para conseguir a Adams. Pero podía jurar que ambos estaban deprimidos cada uno a su forma, y por separado. Tal vez ocultándoselo entre sí. Nadia volvió a su asiento brillando de sudor. Volvió a sacudirse el pelo. —¿Todo bien? —le preguntó Fernanda. —Todo muy bien —¿No vas a llamar a Adams? Son las ocho y media. —Se me ha ido el tiempo. Hacía ta
Fernanda volvió con una brigada para la reforma. Todos los días iba a la obra alegando que supervisaba el trabajo, pero solo quería verlo a él. Se quedaba incluso luego de que los trabajadores se fueran. Esa tarde el día había estado nublado. Cuando lo vio llegar a la cocina, enseguida fue a su encuentro. —¿Alguna vez te sientes deprimida? —preguntó él. Ella se colocó el pelo detrás de la oreja y le miró a los ojos. — Veamos…, ¿aparte de los lunes, los San Valentín, las navidades y mis cumples? Si, algunas veces... Entonces lo vio sonreír por primera vez, una sonrisa completa, no esas pequeñas muecas que le hacían lucir sexi y provocador. Una sonrisa limpia. —¿Qué tan deprimido tengo que estar para hablar de depresión con una desconocida? —Mucho. Pero si sirve de algo te sienta bien la depresión. Te da un halo misterioso. —Nadia sería capaz de matarte si se entera que te has follado a su novio. Fernanda enrojeció con el cambio brusco, pero quiso lucir atrevida —¿Eso voy a
Nadia fue quien la recibió aquella noche. Por la ropa que llevaba, Fernanda supo que aún no estaba lista. —El tiempo se me ha ido volando —se justificó Nadia—. Pero entra, ya sabes que estás en tu casa. Acomódate, prepárate algo de beber. Enseguida estoy. Fernanda sonrió mientras avanzaba por el pasillo. Genial, ni porque está en su casa está lista a tiempo. En esas tardes de bar, inducida por la bebida había aceptado la invitación para comer. Al otro día le pareció muy mala idea, y no se atrevió a cancelar. Tomó el teléfono en la mano unas tres veces, pero nunca marcó. Le gustaba mantener su palabra, pero ahora allí en medio de la sala sabiendo Adams aparecería de un momento estaba muy nerviosa. “Que no bajen él antes. No puedo estar a solas con él. No debí venir. Me pareció que podía que podía hacerle frente como si nada. Pero no puedo”, pensó mientras caminaba de un lado a otro en el recibidor. Nadia se perdió escaleras arriba antes de que ella terminara sus pensamientos “Tal
De pequeña le gustaban las casas de muñecas, como a todas las niñas, pero no para jugar con ellas sino para cuidarlas, decorarlas. Cumplió uno de sus sueños cuando se graduó de arquitectura. Luego se le llenó el escritorio de papeles con solicitudes y permisos de obras al ayuntamiento, simples planos de baños o cocinas. Cosas pequeñas que una vez pasada la novedad le aburrían. Ella siempre quiso diseñar casas o cuando menos reconstruirlas. En el pueblo donde creció había una casa estilo barroco construida a fines del siglo dieciocho que la tenía obsesionada. La casa parecía ser el centro como si todo lo demás se hubiera dispuestos a su alrededor, a su sombra, con su permiso. Allí vivía la señora María, y aunque la suponían adinerada la casa parecía devorarse a sí misma. Nadie cuidaba los exteriores y por dentro poca cosa hacia la señora. Se comentaba que sufría un poco de Diógenes, aunque era selectiva a la hora de recoger lo que otros tiraban era incapaz de deshacerse de nada. Fern