Mi primer amor, mi obsesión.
Mi primer amor, mi obsesión.
Por: A. A. Falcone
NO TAN LEJOS

Amy suspiró y observó el cielo a través del parabrisas. Este se había ido poblando lentamente de enormes nubarrones que auguraban una potente tormenta eléctrica, haciéndole agradecer haber llegado justo a tiempo.

Bostezando, paró el motor de su diminuto coche de tres puertas y se apeó de él, arrebujándose en el grueso abrigo de piel de imitación que su madre le había regalado por su vigésimo sexto cumpleaños, antes de dirigirse al maletero y tomar su equipaje. 

Una vez tuvo la maleta y su bolso de mano, tomó las llaves de su coche y, tras pulsar un botón, bloqueó las puertas y activó la alarma. No vivía en una zona demasiado peligrosa, pero su madre le había enseñado que «mujer precavida vale por dos», por lo que había adquirido la costumbre de asegurar todas sus pertenencias. 

«Mamá», pensó Amy y sonrió, al recordar a Denise con sus ojos anegados en lágrimas. Era consciente de que, a pesar de que llevase ocho años viviendo sola, el paso que había dado aún llenaba a su madre de felicidad y tristeza a partes iguales. Sin embargo, estaban a poco menos de dos horas en coche, por lo que le había asegurado, como tantas otras veces, que la visitaría a ella y a Liam, su padre, todos los fines de semanas que le fuera posible. Sabía que aquello no había logrado tranquilizarla por completo, pero, aun así, Denise se había limitado a sonreír y a asegurarle que le recordaría aquella promesa las veces que fuesen necesarias para que no la olvidara. 

Amy sabía que, como los años anteriores, era probable que no fuese capaz de cumplir al cien por ciento con la promesa que les había hecho, sin embargo, estaba segura de que sus padres no se opondrían a viajar de vez en cuando, como habían hecho hasta entonces, cuando ella no pudiera hacerlo. El departamento que había alquilado hacía dos años, en una zona de estudiantes, en el centro de Dublín, no era el sitio más cómodo para recibir a sus padres, pero los tres eran felices compartiendo aquel pequeño espacio.

Un par de gruesas lágrimas brotaron de sus ojos de cambiante color —los cuales había heredado de su padre— y rodaron por sus pecosas mejillas. Las enjugó con rapidez y sonrió. Los amaba tanto. Sus padres eran los mejores seres que jamás había conocido. A lo largo de su vida había tenido demasiadas malas experiencias con las personas, no obstante, cada vez que perdía la fe en la humanidad pensaba en sus padres y seguía adelante, confiando en que, en alguna parte del mundo, hubiese más personas como ellos dos y el resto de su familia. 

Denise era una madre bastante estricta, a la par que amorosa y dulce. Ella era la que siempre la alentaba a seguir adelante, a luchar por sus sueños, a no dejarse amedrentar por los obstáculos. Era la que le había enseñado, junto a sus abuelas, que se podía continuar, a pesar del dolor; aun cuando Amelia…

Suspiró y alejó aquel pensamiento de inmediato, no le gustaba recordar esa parte de la historia familiar. Su abuela había sufrido demasiado por culpa de un maldito hijo de puta que había abusado de ella, cuando tan solo tenía dieciocho años, dejándola embarazada de su madre, a quien había querido abortar sin éxito. Una parte de sí rechazaba la idea de que Amelia hubiese intentado deshacerse de su madre, sin embargo, otra parte, la comprendía a la perfección y, por ende, era incapaz de juzgarla. Amelia había demostrado ser una mujer fuerte, a pesar del final que había escogido. Su abuela y su madre eran uno de los motivos por los que había tomado la decisión de mudarse a Dublín, tras finalizar sus estudios de medicina, para iniciar la iniciar su especialización en psiquiatría en una de las universidades más prestigiosas del país.

Era consciente de que lo que tenía por delante sería igual o más difícil que lo que ya había transitado. Sin embargo, algo en su interior, la instaba a hacerlo, y estaba segura de que era el camino correcto, era su camino. Podría haberse centrado únicamente en la medicina, sin embargo, quería ir un poco más allá. Quería comprender en mayor profundidad a cada uno de sus pacientes, saber qué necesitaban y acompañarlos en todo momento. La mente humana siempre le había llamado poderosamente la atención y, si bien podría haber elegido la carrera de psicología, no lo sentía parte de ella.

Durante los últimos años de su adolescencia se había convencido de que, de cierta manera, podría ayudar a las personas que hubiesen sido víctimas de situaciones traumáticas. 

Cerró los ojos y pensó en su padre, otra de las personas que la habían incentivado, sin siquiera saberlo, a darle aquel rumbo a su vida; ya que Amy era consciente de que toda su familia paterna, incluido él, habían vivido eventos traumáticos y, aunque ellos habían demostrado, al igual que Amelia y su madre, una fortaleza indescriptible, sabía que no había sido tarea fácil aceptar lo que les había tocado en suerte. 

Nahomí, su abuela, había creído por siete largos años que había perdido a Antaine, el amor de su vida. No obstante, había seguido adelante gracias a las fuerzas que Liam, su hijo, le había brindado y a la ayuda desinteresada de Byrne —el mejor amigo de Antaine—, con quien había terminado casándose, tiempo después. Mientras que Liam, su padre, había perdido una pierna a los veinte, tras lo cual su novia lo había dejado y había perdido a su mejor amigo, el cáncer se había llevado a su madre en un abrir y cerrar de ojos y, un año más tarde de aquel evento, se había enterado de que había vivido en una mentira, orquestada por ella, para que él viviera en la más completa calma, sin que nada alterara su entorno.

No obstante, y a pesar de la fuerza que sabía que todos ellos tenían, al hablar con sus abuelos —lamentablemente no había podido conocer a Nahomí, ya que había fallecido tres años antes de su nacimiento— y con su padre, podía notar en sus voces y sus gestos que el pasado aún les dolía y, que, si bien las heridas habían cicatrizado, en ocasiones aún escocían. 

Sonrió. Ellos habían tenido la suerte de poseer la fortaleza suficiente para, aunque solo fuera, seguir por otros, pero no todos tenían aquella fortuna, no todos tenían un Shamrock en su interior, tal y como su familia había demostrado poseer.

La carrera de medicina no había sido fácil, y, durante los dos primeros años de la especialización en psiquiatría, había comprobado que aquella etapa sería aún más difícil. No se le complicaba estudiar; aprender era parte de ella, sin embargo, cada vez que veía que alguien sufría, se le hacía cuesta arriba alejar sus sentimientos. Aun así, a pesar de que su madre había intentado disuadirla de continuar, al ver lo mal que le hacía ver el sufrimiento ajeno, ella no había dado el brazo a torcer. Aquello era lo suyo.

—Puedes dedicarte a escribir. Eres excelente, ya has visto el éxito que ha tenido tu primer libro —le había dicho su madre durante la última cena previa a su regreso a Dublín. 

—Lo sé, y no lo dejaré de hacer siempre que pueda. Pero la escritora eres tú. Mi camino principal es otro, mamá. 

—Pero ya has visto cómo te fue en la residencia médica… 

—Sí, no es fácil, pero ¿cuándo la salida fácil fue la correcta? Tu pasión es la escritura, aunque estudiaras diseño gráfico. En mi caso, mi pasión es ayudar al otro, aunque me dedique a escribir en mi tiempo libre. 

—Cariño, si bien estoy de acuerdo con tu madre —había dicho Liam, sonriendo y tomándole la mano por sobre la mesa—, sabes que te apoyaremos siempre en todo lo que decidas. Nadie más que tú sabe lo que es mejor para ti. Nosotros podemos aconsejarte, como acaba de hacer mamá, pero la decisión siempre fue, es y será tuya. 

—Gracias, papá. —Sonrió—. Sé que el camino que he transitado ha sido difícil y el que me espera puede que lo sea aún más, pero estoy convencida. 

—Si es así, adelante —dijo Liam, asintiendo y ampliando su sonrisa—. Cada uno es responsable de su futuro, y sé que eres y serás una gran profesional en cada carrera que decidas estudiar.

—Así es, cielo —dijo Denise—. No pienses que lo que te digo es para echarte para atrás en tus decisiones, solo te doy mi opinión, aunque no me la pidas. Así somos los padres. —Rio—. Puedes tomarla o dejarla o, tal vez, aceptarla a medias. Eso es lo de menos. Lo importante es que siempre estaremos para ti, para apoyarte en lo que sea que decidas. 

—Los a-amo —respondió tras un segundo en silencio. 

Sinceramente no podía parar de agradecerle a la vida los padres que le había dado. Quizás no tuviera demasiadas amistades y las que más había amado la habían abandonado hacía tiempo…, sin embargo, esa soledad que experimentaba en ocasiones se veía compensada por la mejor familia del planeta. Ellos habían estado siempre para ella, aun en los días en los que veía todo de un negro absoluto. La habían acompañado en todo momento y la habían ayudado a salir adelante, a pesar de los golpes que había recibido en el colegio; el bullying al que la habían sometido sus compañeros; incluso del dolor que le había causado su mejor amigo, al marcharse sin más, dejándola completamente destruida. 

Tragó saliva, intentando arrastrar el nudo que se le había formado en la garganta, al recordar aquello. Si bien creía haberlo superado, había ocasiones en las que sus barreras bajaban, como en ese momento, y los recuerdos la angustiaban. Aunque ya no sintiera dolor, su corazón tenía una enorme cicatriz que le permitía ponerse en la piel de la Amy de dieciséis años, quien se había quedado completamente sola en un mundo que, ella sentía, no la aceptaba; en un mundo en el que no encajaba del todo.

Una gota de agua mojó su rostro, obligándola a alzar la vista, en la búsqueda de su procedencia. Frunció el ceño y comenzó a reír, al tomar consciencia de que los recuerdos la habían absorbido por completo, al punto de perder la noción del tiempo. Movió de un lado a otro la cabeza, incrédula, y asió su maleta antes de dirigirse hacia el bloque de departamentos en el que vivía.

Una vez que llegó a la puerta de su apartamento, colocó la llave en la cerradura mientras ahogaba un suspiro. Era la primera vez que se encontraba allí después de tres largos meses que había pasado en la casa de sus padres, en Waterford.

Había decidido realizar aquella mudanza momentánea con la intención de prepararse para los exámenes que debía rendir en un par de semanas. En el momento de tomar la decisión, sentía que aquella era la única manera de despejar su mente. No era que realmente no quisiera a Damon, pero, si algo era cierto, era que con él tocándole el timbre constantemente era imposible que pudiese enfocarse en los estudios.

 Lo único que le importaba en ese momento era aprobar las materias que tenía pendientes para recibir su título y enfocarse cien por ciento en su profesión.

Por ese motivo, y en busca de cambiar de aires, había decidido regresar por un tiempo a la casa en la que había crecido. Si bien la ciudad le traía demasiados recuerdos que prefería que permanecieran ocultos, no podía negar que con sus padres se sentía completamente a gusto y cobijada, como una niña pequeña que busca en la cama de sus progenitores seguridad durante la tormenta.

No había nada que le hiciera mejor que sentarse junto a la ventana de la habitación que su madre había ocupado tras su arribo a Irlanda, la misma que antaño había sido de su abuela, y observar el enorme jardín que se extendía frente a ella, mientras la brisa veraniega agitaba sus cobrizos cabellos. Realmente, para ella, no existía sensación más hermosa. 

Aquel dormitorio había sido el cobijo de su madre durante los meses posteriores a enterarse de la manera más abrupta posible que Amelia, su madre, había querido abortarla.

A Amy le dolía demasiado aquella parte de la historia, sin embargo, no podía dejar de pensarla una y otra vez en un intento por descubrir qué hubiese sentido ella, si hubiese estado en la piel de su madre. 

La historia de Denise le sabía agridulce. Su madre había sufrido demasiado; se había enterado de verdades sumamente duras, pero aun así había tenido la resiliencia suficiente como para salir adelante y, además, para encontrar el amor. Porque sí, Denise había llegado a Irlanda, gracias a aquella devastadora noticia. Amelia Isaurralde había sido quien había propiciado un acercamiento mayor entre sus padres y, a pesar de que le dolía en el alma conocer su historia y todo lo que había conllevado, no podía estarle más que agradecida. Aquello era, como su padre siempre decía, el famoso Efecto Mariposa. El simple aleteo de este insecto era capaz de desatar un huracán al otro extremo del planeta. Y eso era lo que había sido la vida de sus padres antes de unirse definitivamente: un huracán, categoría cinco, ni más ni menos.

Así era, aquel había sido el hogar de su madre, su cobijo, y ahora el de ella, el de su propia hija: Amelia Nahomí Carter, quien había sido bautizada así en nombre de sus dos abuelas, dos de las mujeres más fuertes —después de Denise—, de las que alguna vez había tenido conocimiento.

La muchacha no sabía qué tenía aquella construcción que hacía que todos los que traspasaran la entrada se sintieran completamente seguros. En un principio había imaginado que esto se debía a la magia que irradiaban sus padres, sin embargo, tras conocer sus historias había comprendido que iba mucho más allá. Aquel sencillo edificio de dos plantas era un lugar que nadie podía olvidar una vez que ponían un pie en él. 

Una suave sonrisa se dibujó en su rostro, al pensar en todo aquello, antes de adentrarse en el pesado ambiente de su pequeño departamento. Su ausencia era más que notoria, a pesar de que todo se encontraba en su sitio, por lo que se adentró en su vivienda analizándolo todo a su paso, desde la pequeña cocina-comedor, los cuales estaban divididos por una diminuta isla que hacía las veces de encimera y mesa; hasta la habitación y el reducido baño. 

Todo aquello estaba lejos de irradiar la calidez del hogar de Liam y Denise, sin embargo, era su propio espacio, su lugar, el mismo al que había intentado hacer propio durante los últimos siete años.

«Siete años», pensó mientras suspiraba por enésima vez, recordando todo lo que había sucedido en aquel tiempo. 

Bostezó y, tras depositar las maletas a un lado del sofá, se dejó caer sobre este, completamente exhausta.

Si bien las dos horas de viaje habían sido tranquilas, siempre que conducía por más de diez minutos su cuerpo le pasaba factura dejándola de cama.

Cuando el sueño comenzaba a apoderarse de ella, Amy abrió los ojos de par en par, recordando que su madre le había pedido encarecidamente que la llamara en cuanto llegara a Dublín.

Una parte de sí le instó a dejarlo estar y llamarla luego de una corta siesta, sin embargo, su parte empática la obligó a levantarse del sofá y a buscar su teléfono móvil. Era más que consciente de que sus padres se preocuparían si no daba señales de vida cuanto antes. No era que le controlaran la vida, jamás lo habían hecho, tan solo les preocupaba su bienestar. Solo querían saber que Amy, su única hija, había llegado bien a su destino.

Con una sonrisa cansada, buscó el número de su madre y le dio a la opción de llamada.

—¡Amy! —exclamó Denise, haciendo que la muchacha riera mientras se alejaba el móvil de la oreja. 

—Mamá, estoy a dos horas en coche, pero el teléfono funciona perfecto, no hay necesidad de que grites. 

—Lo siento. —Rio Denise—. Comienzo a creer que me estoy volviendo vieja —agregó, bajando la voz.  

—No, mamá, tú nunca serás vieja —repuso Amy, siguiendo aquel juego que mantenían desde que era una niña. 

—No lo sé, siempre me quejé de las personas que gritan cuando hablan por teléfono y, mira, me acabas de reprender por eso —dijo en un suspiro, dejando traslucir una sonrisa en sus palabras.

—Bueno, quizás sí que te estás volviendo vieja. Una vieja de cincuenta y tres años.

—¡Oye! —exclamó—. Que no te oiga tu padre; ya sabes lo que dirá… 

—Lo sé. «Entonces, ¿qué queda para mí?» —dijo, impostando la voz e imitando el tono de Liam. 

—Exacto —afirmó Denise, riendo—. Por cierto, ¿qué tal estuvo el viaje? 

—Bastante tranquilo. Aunque…, bueno, en los últimos diez kilómetros tuve que pisar un poco el acelerador por culpa de la tormenta. Por suerte llegué antes de que comenzara a llover —respondió, en el mismo momento en el que un sonoro trueno hacía vibrar los cristales de su departamento—. Pero quédate tranquila, llegué sin ningún problema. Estoy bien. 

—Me alegra oír eso, cariño. De todos modos, intenta conducir con calma. Ya sabes que detesto la velocidad. —Suspiró—. Perdona que sea tan miedosa, pero, aunque han pasado años desde que te marchaste de casa, aún no me acostumbro a que estés tan lejos. 

—Mamá, sabes que no estoy tan lejos. 

—Lo sé, pero no me gusta pensar en lo que podría pasarte…, y que nosotros no estemos ahí para ayudarte.

—Créeme que lo sé y lo entiendo, pero todo estará bien. Te lo prometo, puedo cuidarme sola. Creo que te lo he demostrado con creces estos últimos años.

 —Claro que sí, pero una nunca sabe…

—Tranquila —repitió con suavidad. Comprendía demasiado a su madre—, no me sucederá nada —aseguró, antes de agregar en castellano—: Bueno, mamá… Espero que no me odies, pero tendré que dejarte, ya sabes cómo me pongo después de conducir, necesito una siesta.

—Lo sé —respondió Denise con dulzura, en el mismo idioma—. Vamos, ve y descansa. Aunque…, antes recuérdame cuándo tienes el primer examen de los cinco que te restan. 

Amy sonrió.

—Dentro de una semana. Pero no te preocupes —dijo, consciente de por qué le hacía aquella pregunta. Sabía a la perfección que su madre no había olvidado la fecha, tan solo estaba asegurándose de que descansara lo suficiente previo a la evaluación—, no estudiaré más por el momento —afirmó, aunque por dentro sabía que aquello no era verdad. Sin embargo, consideraba que una pequeña mentira piadosa no le haría daño a nadie—. Estoy más que preparada. Estos días me los tomaré para descansar y solo repasaré el día previo al examen. 

Sabía que no hacía bien al no decirle la verdad a su madre, pero sabía que era lo mejor, si no quería que se preocupara. Era consciente de que lo que Denise le decía era cierto, tenía que descansar si quería rendir más en los estudios y en la vida en general, sin embargo, su parte autoexigente le impedía relajarse. Necesitaba continuar estudiando; sentía que no lo había hecho lo suficiente, a pesar de saber a la perfección que así había sido.

—Me parece una sabia decisión. Cuando lo presentes, llámame para ver cómo te fue. 

—Por supuesto que sí, como siempre. Aunque sé que no te resistirás y me enviarás un mensaje mucho antes. 

—Veo que me conoces mejor que yo misma. —Rio—. Bueno, ve y descansa. 

—Eso haré y espero que tú también. 

—Por supuesto, ahora que sé que has llegado bien y que estás en casa, dormiré tranquila. No olvides cerrar todas las puertas con llave y echarle seguro a las ventanas. 

—Mamá, vivo en un cuarto piso… —comenzó a replicar. 

—No importa si vives en la luna, uno nunca sabe qué locos puede haber sueltos.

—Siempre tan paranoica. —Rio. 

—Mujer paranoica vale por dos. 

—¿No era «mujer precavida»? 

—Vendría a ser lo mismo. 

Amy soltó una carcajada mientras movía la cabeza de un lado a otro. Su madre era única, y la amaba aún más por eso. 

—Está bien, está bien te haré caso —dijo, con una amplia sonrisa. Si bien hacía un par de horas que no veía a su madre, le hacía tan bien hablar con ella. 

—Mantenme al tanto de todo, ¿sí? 

—Sí, mamá —respondió, divertida. 

—¿Sabes algo de Nan? —preguntó Denise, haciendo referencia a la mejor amiga de Amy, a quien había terminado por adoptar como una hija más. 

—No, no he hablado con ella. Le envié un mensaje para avisarle de que saldría de Waterford, pero acabo de llegar y la verdad es que no tengo demasiadas ganas de abrir el chat. 

—¿Por qué? 

—No sé, estoy demasiado cansada y ya sabes cómo es Nancy, una vez que le das cuerda no para. —Rio—. Ya hablaré con ella más tarde. Primero creo que lo mejor será que tome una siesta.

—Está bien, está bien —respondió Denise, divertida—. Anda, ve a descansar. No sé cuántas veces lo he dicho ya —Rio—, pero ya va siendo hora de que nos despidamos de una buena vez. Descansa, cielo. Hablamos pronto. 

—Descansa, mamá. Hasta pronto. Te quiero. 

—Y yo a ti, mi vida. Cuídate.

—Ustedes también. Envíale un abrazo a papá. Adiós. 

—Adiós, cariño —dijo, dando por finalizada la llamada.

Amy sonrió por enésima vez. Hablar con su madre le hacía tan bien… Sin embargo, todo el bienestar que aquella llamada le había generado se borró de un plumazo al ver las notificaciones de su móvil. No solo tenía media docena de mensajes de su mejor amiga, a quien se había propuesto responderle luego, sino que también tenía unas cuantas llamadas perdidas de su ex. ¿Qué demonios quería? ¿Por qué carajos no la dejaba en paz?

Suspirando, las borró notificaciones de mensajes, deslizando el dedo por la pantalla y configuró el móvil en modo avión. Realmente lo último que le apetecía era responderle a Damon, cualquier señal de vida la interpretaría como una invitación a presentarse en su departamento y realmente se sentía sumamente cansada.

Si había algo que tenía muy en claro, era que, por mucho que quisiera a una persona, debía priorizarse. Porque, al fin y al cabo, no existía persona más importante que ella misma. Ella sería la única que se acompañaría durante todos los días de los años que le quedaran de vida. 

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