Inicio / Romántica / Mi pequeña fugitiva / Capítulo 3: Una tarjeta de invitación
Capítulo 3: Una tarjeta de invitación

Leo se inclinó para darle un beso a su madre en la mejilla.

—Mamá —saludó.  

—Hola, cariño. ¿Cómo estás?

—Bien.

Su madre soltó un suspiro y lo miró con la diversión en los ojos.

—Eres igual de comunicativo que tu padre. ¿Hay algo interesante que quieras contarme? ¿Conociste a alguien? Sabes que no me estoy haciendo más joven y me gustaría tener nietos antes de morir.

Leo se conocía el sermón de memoria, pero no se le ocurrió interrumpir a su madre.

—Deberías encontrar una buena mujer y casarte con ella —continuó su madre—. Es hora de que pienses en algo más que en el trabajo. Podría presentarte a las hijas de algunas de mis amigas.

Nunca le había dicho la verdad a su madre respecto a su trabajo, aunque él no era tan ingenuo como para no darse cuenta de que la mujer que le había dado la vida lo conocía bastante bien y tenía sus sospechas.

—No estoy interesado. —La única mujer que le interesaba era Antonella, pero no pensaba hablarle a su madre de ella… al menos no todavía. En cuanto lo hiciera, su madre saldría a buscarla como si no hubiera nada de extraño en ello.

Su madre sacudió la cabeza.

—Eres un caso perdido.    

Leo dejó a su madre atrás y se dirigió hacia su padre. Él estaba unos metros más allá, trabajando en el jardín. Sus padres tenían el dinero para contratar un jardinero, pero a su padre le gustaba encargarse él mismo de sus flores. Algo sobre mantenerse ocupado y que nadie tenía era tan detallista y cuidadoso como él.

—Deberías presentarle a alguien, así te dejará tranquilo por un tiempo —comentó su padre sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, en cuanto Leo se acercó lo suficiente para escucharlo.

Era imposible tomar a su padre por sorpresa. Aún intentaba tomarlo desprevenido, pero él siempre lo escuchaba acercarse, sin importar cuán silencioso fuera.

Nunca habían hablado mucho de lo que su padre había hecho en sus años en el ejército americano, pero Leo podía hacerse una idea. Había visto las cicatrices que marcaban su cuerpo y la dureza en sus ojos que solo se desarrollaba después de haber presenciado las peores atrocidades.

—No creo que eso funcione. En cuanto le presente a alguien, comenzará a hablar sobre planes de boda e hijos.

Su padre se puso de pie y se giró hacia él con una leve sonrisa en el rostro. Él era apenas unos centímetros más bajo que Leo y, pese a su edad, conservaba un buen físico.

—Tienes razón —dijo, limpiándose el sudor con el antebrazo—. Supongo que podrías darle lo que quiere.

—¿Estás hablando en serio?

Su padre se encogió de hombros y empezó a alejarse. Leo desvió la mirada hacia el jardín y observó con fascinación el trabajo que su padre había hecho. Pensó que a Antonella le habría gustado mucho aquel lugar, era fácil darse cuenta lo mucho que amaba las flores. Había pasado algunos días desde que la había visto por última vez y aún no había reunido el valor suficiente para acercarse a ella.

Se unió a sus padres en la mesa resguardada bajo la sombra de una sombrilla. Se sirvió un vaso de limonada y lo llevó a sus labios. Por encima del borde del vaso, observó a sus padres interactuar. Ambos parecían estar atrapados en su propia burbuja que los mantenía aislados del resto del mundo. Su padre era un hombre serio y estricto, pero se mostraba muy diferente cuando se trataba de su esposa.

—Señora, esto acaba de llegar para usted —informó Berenice, la empleada de la casa, acercándose a ellos con una tarjeta dorada en la mano.

—Muchas gracias, Berenice —dijo su madre, recibiendo la tarjeta.

La mujer asintió y se marchó.

Su madre abrió la tarjeta y lo leyó mientras Leo y su padre la observaban en silencio.

—Es una lástima —dijo su madre dejando la tarjeta en la mesa.

—¿Qué sucede?

—Es una invitación para asistir a una gala benéfica, pero no podremos asistir porque será cuando tu padre y yo estemos en nuestro viaje.

—Bueno, seguro podrás asistir a otro evento en cuanto regresen —dijo con practicidad. Su madre recibía constantemente invitaciones de ese tipo. Al ser parte de una familia importante, siempre la tenían en cuenta para esa clase de eventos, aunque su madre no siempre estaba interesada en asistir.

—Lo sé, pero me habría gustado asistir a este en particular. ¿Hay alguna posibilidad de que vayas en mi lugar?

—Sabes que no me gustan esa clase de eventos.

—Solo tendrías que presentarte en mi nombre y quedarte una hora o como mucho dos. Lia Morelli, la anfitriona, es una conocida a quién aprecio mucho. Ella hace una gran labor, una real. A diferencia de muchas otras personas que solo buscan una excusa para organizar una fiesta y de paso quedar bien con las personas.  

Leo había dejado de escuchar en cuanto su madre mencionó el nombre de la anfitriona. Tenía buena memoria, nunca olvidaba un nombre una vez que lo leía o escuchaba, y estaba seguro que había visto ese nombre en el expediente que tenía de Antonella.  

—Iré —dijo, manteniendo el rostro inexpresivo.

Su madre dejó de hablar y lo miró, sorprendida.

—¿Acabas de aceptar?

—Eso hice.

—¡Oh! —su madre casi rebotaba de la emoción en su asiento—. ¿Escuchaste querido? Él aceptó ir a una fiesta.

Sus ojos se encontraron con los de su padre, que lo miraban con curiosidad. Era más difícil ocultarle algo a su padre. Era como si él pudiera leerle la mente. Esperó que el hiciera algún comentario que lo delatara frente a su madre, pero él se limitó a asentir con la cabeza.

—Quizás conozcas a alguien.  

***

Antonella se observó en el espejo e hizo una mueca de desagrado.

—A mí tampoco me gusta —dijo su gemela a sus espaldas—. Es algo que una monja usaría.

Soltó una carcajada y se dio la vuelta para ver a su hermana.

—Las monjas usan hábitos, no vestidos demasiado caros.

—Bueno, el color de ese vestido es demasiado tétrico y el diseño, tan aburrido, que casi podría pasar por un hábito. Se supone que debes ir vestida para robar suspiros, no para que las personas se pongan a rezar al verte. No se me ocurre un buen motivo por el cual lo escogiste.

Sonrió ante las ocurrencias de Sienna.

—Se veía bien en el mostrador.

—No, no lo hacía. ¿Qué te parece si te pruebas el otro? El naranja. Ese hará que los hombres se pongan de rodillas y por las razones correctas. —Sienna subió las cejas de arriba hacia abajo y Antonella se sonrojó al entender las implicaciones de sus palabras.

Era curioso lo diferentes que podían llegar a ser.

Antonella se apresuró a tomar el vestido y volvió a encerrarse en el probador. Salió unos minutos después con pasos vacilantes y se miró frente al espejo. El vestido se ataba en el cuello y tenía un escote en uve que caía casi hasta la mitad de su vientre. La parte de atrás dejaba su espalda por completo descubierto.

—Es perfecto —comentó su hermana.

Antonella tuvo que estar de acuerdo con su hermana, aunque no era algo que habría elegido a primera vista, le encantaba. El único problema era que no se veía llevándolo en público. Era demasiado atrevido.

—No —dijo Sienna.

—¿Qué cosa?

—Conozco esa cara y sé que estás a punto de poner alguna excusa para no comprarlo. Es hermoso y te queda muy bien. No voy a dejar que te eches para atrás.

Antonella regresó su mirada al espejo y le gustó lo que vio.

—Lo llevaré.

—Así se habla.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo