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No se lo conté a nadie, ni a Dante ni a Cindy. Quería olvidarlo después de mi llorera en el baño. Me había sentido como la niñata de catorce años otra vez.

Por suerte la semana volvió a la normalidad y Cindy y yo tuvimos un día de chicas todo el sábado. Nos tiramos en el sofá a ver películas, comer palomitas y hacernos tratamientos faciales con mascarillas que compramos en el supermercado.

—¿No estás nada nerviosa por mañana? —me preguntó, aunque casi no podía hablar por la tensión de la arcilla blanca secándose.

—Un poco, pero tengo ganas de conocerlos. ¿Me echarás de menos? Yo sé que sí —bromeé.

—Sí, te echaré de menos porque tengo que hacer tres proyectos y no vas a estar para ayudarme.

Nos reímos.

Por la noche, mientras calentábamos unas pizzas en el horno y cotilleábamos de las discusiones de los vecinos que retumbaban por toda la escalera, Dante me llamó.

—¡Hola! —canturreé.

Hasta Cindy se rió de mi.

—Hola, guapa.

—¿Qué pasa? Me recoges mañana a las diez, ¿verdad?

—Sí, a no se
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