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Si bien mi madre me daba igual, mi padre no lo hacía. Él me había cuidado y gracias a él estaba dónde estaba. Por eso cuando el lunes por la tarde me llamó, soné un poco a tonta. Yo sabía lo que mi madre significaba para él, ni siquiera se me ocurrió decirle que ella me estaba buscando. Decidí olvidarlo. Quise intentarlo.

—Becaria —me llamó Jerry—. Ya me ha dicho el jefe que el mes que viene te vas.

—Tengo que seguir con mi carrera. Echaré de menos traerte cafés.

Sonrió y me mandó a subirle un café. Me quedaba un mes de aquello, todavía era una mandada. A la que le subí el café, me llamaron de la recepción del vestíbulo y volví a coger el ascensor para bajar. Me acerqué a la recepción pero mucho antes de llegar me paralicé.

Era ella.

Habían pasado ocho años pero era ella. Era reconocible. Era mi madre.

Parecía que nunca se había ido, estaba igual. Todavía le persistía el pelo largo y castaño hasta por debajo del pecho, y sus ojos castaños y grandes que tanto se parecían a los míos.
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