Mi jefe, su hijo y yo
Mi jefe, su hijo y yo
Por: Strella
Capítulo 1

—¿Qué demonios está pasando aquí?

Ethan sintió que la sangre le hervía, como si su cuerpo estuviera a punto de explotar. Su voz salió quebrada, contenida por la incredulidad y el dolor que le retorcían las entrañas. Jamás pensó que algo así pudiera llegar a su vida y menos de la mujer que más a amado en su vida.

Helena se apartó del hombre con rapidez, como si su contacto fuera una llamarada que la quemaba. El desconocido se levantó torpemente de la cama, tambaleándose, sin saber qué hacer ni adónde ir. Ethan los miró, con su pecho subiendo y bajando. Era como un animal a punto de lanzarse al ataque.

—Ethan… —Helena murmuró, sin poder sostenerle la mirada, se sentía avergonzada de haber sido descubierta—. No esperaba que volvieras tan pronto.

Las palabras se colaron en sus oídos. La rabia comenzó a desbordarse en su pecho, oscureciendo sus pensamientos. Se acercó a ella con una velocidad inesperada. Todo en el era un reflejo de la ira que sentía en su interior.

—¿No esperabas que regresara tan pronto? —repitió Ethan con una risa vacía, casi como si se burlara de sí mismo—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Solo eso Helena?

Helena intentó hablar, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Nada salía, nada podía justificar lo que había sucedido. Y al parecer tampoco deseaba hacerlo.

—¿Ibas a seguir con este maldito juego hasta que yo regresara de un viaje que ni siquiera quería hacer? ¿Qué tan poco te importamos Adrián y yo?

El hombre que había estado en su cama intentó intervenir, pero Ethan no le dio ni una fracción de segundo para hacerlo. Con un empujón furioso lo lanzó al suelo. La paciencia de Ethan se había deshecho en pedazos, y ahora todo lo que quedaba era ira.

—¡Fuera de mi casa! ¡Sal ahora mismo!

El desconocido, desorientado, recogió su ropa a toda prisa, sin mirarlos, y salió corriendo como si su vida dependiera de ello. Helena, por su parte, se quedó en la cama, acurrucada, temblando como una niña asustada, con las sábanas enrolladas alrededor de su cuerpo como si pudiera esconderse de la realidad.

Ethan no la miró más. No quería verla. No quería escucharla. Su cuerpo se sentía como si fuera de piedra cuando dio media vuelta y salió de la habitación.

Cuando bajó las escaleras, se encontró con un par de ojos grandes y oscuros que lo observaban desde la barandilla. Adrián, con su pijama arrugado y su osito de peluche apretado contra el pecho, lo miraba en completo silencio, con la expresión de quien no entiende lo que acaba de ver.

Ethan sintió un nudo en la garganta. Su hijo había sido testigo de todo. Y no podía hacer nada para remediarlo.

—Papá… —la voz de Adrián era un susurro, una palabra quebrada que flotaba en el aire, como si aún estuviera intentando entender qué acababa de suceder.

Ethan no pudo responderle. No sabía qué decir. Las palabras le sabían a polvo en la lengua, vacías, incapaces de calmar el caos que sentía dentro. Se pasó una mano por el rostro, recorriendo su barbilla con desgana, y siguió caminando hasta la puerta, sin siquiera mirarlo.

Los días siguientes fueron un vacío, un mar de emociones que no sabía cómo manejar. Ethan no recordaba bien cómo había llegado a este punto, solo que de repente la casa se sintió más grande y más vacía. La ausencia de Helena pesaba como un yunque en el aire, cada rincón de la casa parecía susurrar su nombre, pero ella ya no estaba allí.

Helena se había ido. No se llevó nada, salvo su ropa y algunos objetos personales. No dejó una despedida para Adrián, solo una carta. Un pedazo de papel con unas palabras crueles que le destrozaron más que cualquier otra cosa.

«Nunca te amé. Solo estaba contigo por dinero. Adrián tampoco es tu hijo».

Esas palabras se quedaron grabadas en su mente como una maldición. La traición de su esposa no le dolió tanto como esas líneas escritas en tinta. Más que la mentira de su amor, más que la humillación pública, esas palabras lo destruyeron.

Aun así, cuando vio a Adrián sentado en el suelo del salón, jugando con sus muñecos, ajeno a lo que realmente sucedía, Ethan no pudo hacer más que quedarse allí, observándolo. El niño no entendía por qué su mamá ya no estaba, por qué la casa se sentía más vacía sin ella, pero Ethan sí lo entendía. Y eso era lo peor.

Adrián era su hijo. No importaba lo que dijera Helena. No importaba lo que la sangre dictara. Ethan lo había criado, lo había acunado cuando lloraba de bebé, había visto sus primeros pasos y escuchado sus primeras palabras.

No podía dejarlo.

Pero tampoco sabía cómo cuidarlo.

Y esa incertidumbre se reveló días después.

—Señor, necesitamos hablar sobre Adrián.

El tono de la maestra era serio, casi profesional, pero Ethan detectó un leve temblor de preocupación en su voz, una preocupación que había comenzado a aparecer con mayor frecuencia.

Estaban en la guardería. Adrián jugaba con los otros niños en el patio, pero había algo extraño en su postura. No corría ni reía como los demás. Solo los observaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó sin rodeos, con una pizca de ansiedad creciendo en su pecho.

La maestra suspiró y le echó un vistazo a Adrián, que permanecía apartado.

—Ha tenido problemas para adaptarse… otra vez.

Ethan entrecerró los ojos.

—¿Qué tipo de problemas?

—No obedece, se aísla de los otros niños, se enoja con facilidad… y ayer golpeó a uno de sus compañeros.

Ethan sintió un leve tic en la mandíbula.

—¿Por qué?

—El otro niño le dijo que su mamá lo había abandonado.

Ethan cerró los ojos por un segundo, con el dolor apretándole el pecho.

—¿Y qué esperan que haga?

—Señor, sabemos que la situación ha sido difícil para Adrián, pero necesita estabilidad. Quizás… un ambiente diferente, o alguien que pueda ayudarlo a procesar lo que está sintiendo.

—¿Me está sugiriendo que lo lleve a terapia?

—O al menos que pase más tiempo con él.

Ethan miró a la maestra con frialdad, tratando de mantener el control sobre sus emociones.

—Tengo un trabajo. No puedo dejar todo para estar con él todo el día.

—Entonces tal vez una niñera sería la mejor opción.

Ethan no respondió de inmediato. Su mirada se perdió en el patio de juegos, donde Adrián estaba ahora sentado en el suelo, con los brazos cruzados y la mirada fija en la arena, completamente aislado de todo lo que ocurría a su alrededor. No interactuaba con nadie.

—Buscaré otra guardería.

—Señor…

—Gracias por su tiempo.

Ethan se dio la vuelta sin esperar una respuesta. El vacío en su pecho parecía ampliarse cada vez más.

Esa noche, mientras cenaban, Adrián finalmente rompió el silencio.

—No quiero otra guardería.

Ethan levantó la vista de su plato, confundido.

—Adrián…

—No quiero que me cuide nadie.

El niño lo miraba fijamente, con esa terquedad que Ethan conocía bien.

—Hijo, yo tengo que trabajar.

—No me importa.

Ethan suspiró y dejó los cubiertos sobre la mesa.

—No podemos hacer esto solos. Necesitas estar con otros niños, aprender y seguir una rutina.

Adrián bajó la mirada, apretando los puños, como si quisiera aferrarse a algo que le diera seguridad.

—No me importa la rutina. Quiero estar contigo.

Ethan sintió un golpe en el pecho con una sensación de impotencia abriéndose paso en su cuerpo.

—No podemos hacer eso.

—¿Por qué?

—Porque el mundo no funciona así.

Adrián apretó los labios, y sus ojos brillaron con frustración.

—Mamá tampoco quería estar conmigo.

Ethan se tensó. No sabía cómo responderle, ni cómo aliviar ese sufrimiento.

—Eso no es verdad.

—Sí lo es.

Ethan tragó saliva, sintiendo por primera vez un nudo en la garganta. No sabía qué más decirle.

—Mamá se fue porque quiso. No fue culpa tuya.

Adrián no dijo nada más, y Ethan sintió que su corazón se hundía.

—Mañana hablaremos de esto —añadió, aunque sabía que no tenía una respuesta real para él.

El niño se levantó de la mesa sin decir una palabra más. Ethan se quedó allí, mirando el vacío frente a él. La incertidumbre lo ahogaba.

No sabía cómo ser padre a tiempo completo.

No sabía cómo llenar el vacío que Helena había dejado en su hijo.

Pero sabía que tenía que intentarlo.

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