El cadáver de mi esposa.

El aire del hospital apestaba a desinfectante y podredumbre, aunque no sabía si el olor provenía de mis manos. Había sostenido el cadáver calcinado de lo que una vez fue mi esposa y desde entonces no había podido, siquiera lavar mis manos. Solo podía observar mis manos con pavor.

Mientras en mis oídos resonaba un zumbido, que no me dejaba pensar con claridad.

—Lo lamento, señor O'Sullivan. Su esposa tiene quemaduras de tercer grado y ha inhalado demasiado humo. La colocamos en un respirador artificial, y tratamos sus quemaduras, pero su estado es crítico. —Decía el doctor a escasos centímetros de mí, pero sus palabras se sentían ajenas a mi situación y apenas y podía escuchar su voz.

Etaba paralizado, por primavera vez en mi vida, me sentía impotente, sin saber qué hacer o responder. No era un Dios, no tenía el poder de salvarla y tampoco podía pagar para que la revivieran. Esa frase de la que tanto me había burlado, comenzaba a cobrar sentido “El dinero no puede comprarlo todo”. No
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