A veces, los silencios dicen más que cualquier insulto, y Adrián Moretti parecía haber hecho de los silencios un arte de guerra.
Esa mañana, al entrar a la oficina, lo noté desde lejos: erguido, impecable, con ese aire de “aquí mando yo” tan perfectamente ensayado que rozaba lo ridículo. Pero había algo más. Algo que me hizo fruncir el ceño sin querer. No era solo su altanería lo que me descolocaba… era esa sombra breve que cruzaba su rostro cuando creía que nadie lo miraba. Ese gesto apenas visible, como si por un segundo el disfraz se resquebrajara y dejara ver al hombre detrás del ogro.
Llevaba días intentando comprender por qué alguien tan increíblemente molesto como él lograba ocupar tanto espacio en mi cabeza. ¿Era el desafío? ¿El roce incómodo de nuestros egos? ¿O era ese misterio que parecía envolverlo como un perfume caro que te irrita, pero no puedes dejar de oler?
—Helena, ¿tienes un minuto? —Laura, mi jefa inmediata, asomó la cabeza por encima de su monitor.
Asentí mientras me quitaba el abrigo. El día recién empezaba, pero algo me decía que iba a ser largo.
—Adrián quiere una reunión privada contigo en su oficina. Ahora.
La frase cayó como una bomba en medio de mi escritorio. Mis dedos se congelaron a medio camino entre el teclado y la taza de café. ¿Una reunión… privada?
Respiré hondo y asentí, tratando de parecer más segura de lo que me sentía. Si esto era un juego de poder, no iba a permitir que él ganara sin pelea.
Subí al último piso, donde estaban las oficinas ejecutivas. La suya era la última, con una puerta de vidrio opaco que me hizo pensar en una especie de confesionario moderno, pero mucho más intimidante.
Toqué. Una vez. Con fuerza.
—Pasa —se oyó su voz, grave, limpia. Ni un rastro de cortesía. Por supuesto.
Entré y lo encontré de pie, junto a la ventana, observando la ciudad como si le perteneciera. Llevaba una camisa blanca remangada hasta los codos y una expresión que mezclaba aburrimiento con cálculo. El tipo de hombre que no necesita gritar para imponer respeto. O miedo.
—¿Me llamaba, jefe? —dije, con un tono cargado de veneno dulce.
Se giró lentamente, su mirada clavándose en la mía como dos agujas heladas.
—Cierra la puerta, por favor.
Lo hice, tragando saliva. No porque temiera a lo que pudiera decirme, sino porque me incomodaba lo que me hacía sentir. Esa tensión. Ese calor en el pecho que no era exactamente rabia.
—¿Hay algún problema con mi trabajo? —pregunté antes de que pudiera hablar. Mejor atacar primero.
Adrián caminó hacia su escritorio, lento, sin apartar la mirada. Se apoyó sobre la superficie de mármol con los brazos cruzados. Todo en él era control. Distancia. Una armadura invisible.
—Ninguno, aún. Pero he observado tu desempeño y me ha llamado la atención tu… entusiasmo.
—¿Ese es su problema? ¿Mi entusiasmo?
—No. Mi problema —dijo, y se acercó un poco más— es que no terminas de entender dónde estás.
Me tensé. Podía sentir cómo mis uñas se clavaban en la palma de la mano, pero mantuve la mirada firme.
—Creo que lo entiendo perfectamente. Estoy en una empresa nueva, con un equipo que se esfuerza todos los días, intentando aportar desde el primer momento. Lo que no entiendo es por qué parece que le molesta que lo haga bien.
Adrián alzó una ceja, y durante un segundo… solo un segundo… juraría que sonrió.
—¿Crees que lo haces bien?
—Creo que lo estoy intentando con más pasión que muchos aquí. Incluyéndolo a usted.
Ahí estaba. El silencio. Ese momento en que parecía que el mundo se detenía solo para observar lo que vendría.
Pero no gritó. No me echó. No hizo nada de lo que esperaba. En vez de eso, se acercó un poco más y dijo en voz baja:
—Tienes agallas, Helena… pero no sabes en lo que te estás metiendo.
Su voz tenía un filo extraño, casi íntimo. Como una advertencia que también era un halago.
No respondí. No podía. Su mirada me desnudaba de forma diferente, como si pudiera ver más allá del gesto desafiante que había entrenado con tanto esmero.
—¿Y usted sí? —pregunté, arrastrando las palabras—. ¿Sabe exactamente en qué se ha metido al contratarme?
Adrián retrocedió un paso. Y esa sombra en su rostro volvió a cruzarse por su expresión. Apenas un destello, pero lo vi. El dolor. El cansancio. Una herida vieja que aún sangraba en silencio.
No dijo nada más. Me miró un largo rato, como si intentara decidir si yo era amenaza, juego… o algo peor.
—La reunión terminó —murmuró.
Salí de su oficina con el corazón golpeando como un tambor desbocado. No entendía lo que acababa de pasar. No sabía si lo había enfrentado… o si él había dejado que yo pensara que lo había hecho.
Pero algo había cambiado.
Esa tarde, mientras bajaba al comedor con mis compañeros, noté cómo las miradas se cruzaban cuando pasaba por la sala de juntas. Un murmullo, un susurro.
—¿Qué pasó? —preguntó Luis, uno de los creativos—. ¿Qué te dijo el ogro?
—Nada importante —respondí, forzando una sonrisa—. Solo dejó claro que esto no es un juego.
—¿Y tú qué le dejaste claro tú? —preguntó Mariana, divertida.
Me detuve, miré al grupo y luego solté:
—Que no pienso quedarme callada. Nunca más.
Esa noche, en mi apartamento, mientras el sonido lejano de la ciudad llenaba los silencios, me serví una copa de vino y repasé mentalmente todo lo que había dicho, todo lo que él había callado. Sentía que había ganado una batalla, pero también sabía que la guerra apenas empezaba.
Me senté frente al espejo del baño, observando mi reflejo con detenimiento.
—Tienes agallas —repetí, imitando su tono—. Pero no sabes en lo que te estás metiendo.
Sonreí, apenas.
—Tú tampoco, Adrián.
Y esta vez, lo dije en voz alta. Como una promesa. Como una amenaza. Como una certeza.
No hay peor cosa que entrar a una oficina llena de gente con la sonrisa floja y el estómago revuelto. Eso fue exactamente lo que me pasó al cruzar la puerta esa mañana. Me repetí por quinta vez que hoy, hoy sí, iba a ignorar a Adrián. Sin importar cuán insoportablemente atractivo luciera. Sin importar esa mirada suya que parecía capaz de desnudar el alma. Y mucho menos sus comentarios envenenados, que siempre daban justo donde dolía.Pero claro… ¿cuándo me había salido bien esa estrategia?—Buenos días —dije con un entusiasmo falso al entrar a la sala de reuniones.—Buenos… —contestó parte del equipo, algunos si
El lunes amaneció con sabor a peligro. De esos días en los que sientes que algo va a pasar, aunque no sepas exactamente qué. Me puse una blusa blanca ajustada que me hacía ver más segura de lo que me sentía y unos pantalones que decían "profesional", pero que yo sabía que, con el ángulo correcto, susurraban otra cosa. Me maquillé los labios con decisión, me peiné como si fuera a enfrentar una batalla —porque lo era— y salí rumbo a la oficina con un mantra: No lo mires, no lo pienses, no lo sientas.Claro que fallé en los primeros cinco minutos.Adrián estaba en el pasillo, justo en la zona de café. Apoyado contra la encimera, con una taza en la mano y ese aire de que nada en e
Firmar un papel nunca había pesado tanto.Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un
Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.Pero la vida tiene otros planes.El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.Sonrío
Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.¿Realmente podía empezar de cero?¿Realmente quería hacerlo?Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía."¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."Reí por lo b
El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.Nueva ciudad. Nueva vida.Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.No había vuelta atrás.Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.Por primera vez en mu
Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.Respiré hondo.Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.Piso 7.Piso 8.Piso 9.Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.Pero sí
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.Diego.Mi estómago se contrajo.Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.—¿Hola?