Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.
Respiré hondo.
Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.
Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.
Piso 7.
Piso 8.
Piso 9.
Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.
Pero sí era la primera vez que lo hacía en una ciudad donde nadie me conocía. Donde no tenía una red de apoyo inmediata si las cosas salían mal.
El ascensor se detuvo con un leve temblor y las puertas se abrieron.
Un aire fresco y limpio llenó mis pulmones cuando di mi primer paso en la oficina. Era un espacio amplio, moderno, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz de la mañana. Escritorios organizados, teléfonos sonando, murmullos de conversaciones y el sonido de teclados siendo golpeados con rapidez.
Un ambiente profesional y dinámico.
Caminé hacia la recepción, donde una mujer de unos cuarenta años me miró con una sonrisa cordial.
—Tú debes ser Helena —dijo, con un tono cálido pero eficiente.
—Sí, mucho gusto.
—Soy Laura, tu jefa inmediata. Ven, te enseñaré el lugar.
Me llevó por la oficina mientras me explicaba la estructura de la empresa. No había pasado ni cinco minutos y ya me había quedado con una avalancha de información sobre políticas internas, procesos y expectativas.
—Aquí está tu escritorio —señaló un espacio junto a una ventana. Un ordenador ya estaba encendido, junto con una libreta y un bolígrafo perfectamente alineados.
Me senté y traté de parecer relajada mientras Laura continuaba hablando.
—El equipo es muy colaborativo, pero también exigente. Se espera que aprendas rápido y te adaptes sin problemas.
—Por supuesto —respondí, con una sonrisa que intentaba ocultar el ligero pánico que me invadía.
Laura cruzó los brazos y me miró con atención.
—¿Te dijeron algo sobre el jefe?
Su tono cambió, y de inmediato supe que se refería a alguien importante.
—Solo que es… exigente.
—Eso es una forma amable de decirlo. Adrián es… complicado. No le gusta perder el tiempo ni que le den excusas. Mientras hagas bien tu trabajo, no tendrás problemas con él.
Sonreí con inseguridad.
—Eso haré.
Laura me miró con simpatía, pero sin suavizar su expresión.
—Buena suerte.
Y con eso, me dejó sola.
Las primeras horas pasaron entre correos, documentos y tratando de familiarizarme con los programas de la empresa. Mis compañeros fueron amables, aunque todos parecían estar demasiado ocupados para charlas largas.
Todo iba bien.
Hasta que dejó de estarlo.
En medio de un mar de pestañas abiertas en mi ordenador, de repente noté que había cometido un error.
Un gran error.
Un documento que debía enviarse con cifras actualizadas había salido con datos del mes pasado. Y ya había sido enviado. A toda la empresa.
El calor subió por mi cuello.
Traté de corregirlo, pero el daño ya estaba hecho.
Sentí una sombra a mi lado antes de que una voz baja y autoritaria hablara.
—Dime que esto no es real.
Tragué saliva y giré la cabeza lentamente.
Adrián.
No lo había visto en todo el día, pero ahora estaba ahí. Alto, con un traje impecable y unos ojos que analizaban cada uno de mis movimientos con una intensidad alarmante.
—Yo… lo siento. Ya estoy corrigiéndolo.
Su mandíbula se tensó y cruzó los brazos.
—Explícame cómo pasó.
Cada palabra suya era precisa, controlada, y eso solo hacía que me sintiera más ansiosa.
Respiré hondo.
—Fue un descuido. No revisé la última actualización antes de enviarlo.
Esperé un estallido de enojo, pero en cambio, Adrián me miró en silencio.
Después de unos segundos que parecieron una eternidad, habló de nuevo.
—No vuelvas a cometer el mismo error. Aquí no hay margen para descuidos.
Y se fue.
Así, sin más.
Me quedé sentada, con las manos temblando ligeramente sobre el teclado.
Mi primera interacción con él y ya había cometido un error.
Por un instante, la vieja Helena, la que se dejaba consumir por la duda, quiso hacerse presente.
Tal vez no estaba hecha para esto.
Tal vez debería rendirme antes de que las cosas empeoraran.
Pero no.
No esta vez.
Apreté los dientes y enderecé los hombros.
Podía hacer esto.
Y lo haría.
El murmullo de la oficina siguió su curso, como si nada hubiera pasado. Como si yo no acabara de cometer un error que podría haberme costado la reputación en mi primer día.
Me quedé sentada, obligándome a respirar hondo mientras mi mente repetía cada palabra de Adrián.
"No vuelvas a cometer el mismo error. Aquí no hay margen para descuidos."
Ni un grito. Ni una humillación pública. Solo la simple certeza de que, si volvía a equivocarme, no habría una segunda advertencia.
Me obligué a retomar mi trabajo, corrigiendo cada detalle con precisión quirúrgica. Podía sentir la mirada ocasional de mis compañeros, algunos con curiosidad y otros con alivio de que no fueran ellos los que estaban bajo la lupa del jefe.
—¿Sobreviviste? —La voz de Mateo, el diseñador gráfico, me sacó de mis pensamientos.
Me giré hacia él. Era un hombre de unos treinta años, con una sonrisa fácil y un aire relajado que contrastaba con el ambiente tenso de la oficina.
—Creo que sí —respondí con una mueca—. Aunque no estoy del todo segura.
Mateo soltó una risa baja y se apoyó en el borde de mi escritorio.
—Si Adrián no te gritó ni te lanzó una mirada que pudiera congelar el infierno, entonces te fue bien.
—Fantástico —murmuré—. ¿Eso significa que él puede ser peor?
—Oh, sin duda. Puede ser frío y cortante, pero lo realmente aterrador es cuando te ignora. Si deja de dirigirte la palabra, básicamente estás muerto laboralmente.
Genial. Justo lo que necesitaba escuchar en mi primer día.
Mateo pareció notar mi expresión de pánico y sonrió con más amabilidad.
—Pero si le demuestras que puedes con el trabajo, eventualmente te dejará en paz. O bueno, al menos no querrá matarte.
—Muy alentador, gracias.
Él se encogió de hombros con diversión antes de regresar a su escritorio.
Me froté las sienes, sintiéndome agotada. Tal vez había sido una locura aceptar este trabajo, mudarme a una ciudad donde no conocía a nadie y empezar desde cero. Pero no podía dar marcha atrás.
No esta vez.
El resto del día transcurrió sin más incidentes. Me concentré en hacer bien mi trabajo, revisando cada detalle dos veces antes de enviarlo. Laura pasó en un par de ocasiones a preguntar si todo iba bien, y aunque noté una sombra de preocupación en su mirada, no dijo nada sobre mi encuentro con Adrián.
Cuando el reloj marcó las seis, la oficina empezó a vaciarse lentamente. Guardé mis cosas, sintiendo un peso en los hombros que no había estado ahí por la mañana.
Me dirigí al ascensor con pasos cansados, pero antes de que las puertas se cerraran, alguien más entró.
Adrián.
El aire en el reducido espacio pareció volverse más denso.
Se colocó a un lado, sin mirarme directamente, con su teléfono en la mano. Yo me mantuve rígida, mirando fijamente la pantalla con los números descendiendo.
El silencio era insoportable.
De repente, él habló, sin apartar la vista de su móvil.
—Buena recuperación.
Me tomó un segundo darme cuenta de que se refería a lo del error.
Parpadeé, sorprendida, y lo miré.
—Gracias.
Un segundo más de silencio.
Y luego, sin siquiera levantar la mirada, añadió:
—Pero no te confíes.
Las puertas del ascensor se abrieron antes de que pudiera responder. Él salió sin más, dejándome ahí con una mezcla de alivio y frustración.
Respiré hondo, dejé salir el aire lentamente y di el primer paso fuera del edificio.
Había sobrevivido.
Y mañana sería un nuevo día.
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.Diego.Mi estómago se contrajo.Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.—¿Hola?
Me estoy empezando a sentir como en casa. No en el sentido literal, claro, porque aún estoy acostumbrándome a cada rincón de este apartamento, pero sí en lo que respecta al trabajo. En poco tiempo, me he integrado en el equipo, y aunque todavía soy la nueva, no me siento como una intrusa. Hay algo reconfortante en esta rutina de llegar temprano, sentarme frente a mi escritorio y empezar a trabajar. Por fin algo en mi vida tiene orden. Algo que no depende de decisiones impulsivas ni de emociones desbordadas.Pero siempre hay algo. Algo que no puedo evitar notar, como una sombra en la esquina de la habitación que parece moverse sin que nadie lo vea.—¿Has oído lo de Adrián? —pregunta Laura en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.
Firmar un papel nunca había pesado tanto.Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un
Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.Pero la vida tiene otros planes.El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.Sonrío
Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.¿Realmente podía empezar de cero?¿Realmente quería hacerlo?Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía."¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."Reí por lo b
El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.Nueva ciudad. Nueva vida.Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.No había vuelta atrás.Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.Por primera vez en mu