No podía dejar de pensar en él.
Y no, no de la manera romántica que una adolescente tendría después de conocer a su ídolo pop en un concierto. No. Era más bien como cuando te cruzas con un terremoto: te remueve todo, sacude tus cimientos y, aún cuando se va, deja escombros. Eso era Adrián Moretti para mí. Una catástrofe elegante, con mirada asesina y trajes que seguramente costaban más que mi renta.
Después de la reunión infernal, me encerré en mi oficina fingiendo leer un reporte que no podía ni enfocar. Seguía reviviendo el momento exacto en que él me lanzó esa frase con la frialdad de quien quita una curita de una herida mal cerrada.
“Si no eres capaz de manejar la presión, quizás este no sea tu lugar.”
¿Quién se creía que era? ¿El guardián del Olimpo? ¿Un dios griego del sarcasmo y la condescendencia?
Mis dedos tamborileaban el borde del escritorio con fuerza. Sentía la sangre hervirme, burbujeando como agua en una tetera. Y aunque parte de mí quería escapar, la otra parte —la más testaruda, herida, y cansada de arrodillarse ante nadie— quería gritarle que estaba muy equivocada.
—¿Estás bien? —La voz de Clara me hizo dar un pequeño salto. Ella era una de mis compañeras de equipo, amable, con sonrisa sincera y ojos que decían más de lo que permitía su boca.
—Sí —mentí, por supuesto—. Solo procesando todo.
—Mmm, todos lo hacemos. Sobre todo después de una reunión con El Señor del Hielo.
—¿Así le dicen? —pregunté, entrecerrando los ojos.
—Entre otros nombres menos educados —respondió con una risa forzada—. Adrián no es exactamente… flexible. Nunca lo ha sido. Se espera la perfección, incluso cuando no te da margen para alcanzarla.
—Perfecto. Amo los desafíos imposibles —respondí con sarcasmo.
—Te lo digo como amiga: no lo provoques —advirtió, más seria ahora—. Nadie sobrevive a un enfrentamiento con él. Y tú… recién llegaste.
—Exactamente por eso no pienso agachar la cabeza.
Clara me miró como si ya estuviera escribiendo mi epitafio. Pero yo no iba a dejar que una mirada de acero y unas cuantas frases punzantes me hicieran dudar de lo que había conseguido. No después de haberlo dejado todo atrás.
La tensión seguía en el ambiente mientras pasaban las horas. Todos caminaban de puntillas, como si esperaran que Adrián explotara en cualquier momento. Y, honestamente, yo también lo esperaba. Era como tener una tormenta eléctrica flotando sobre la cabeza, esperando el momento exacto para lanzar un rayo.
A la hora del almuerzo, me acerqué a la cafetería del edificio. La comida era sorprendentemente decente, pero mi apetito había quedado enterrado bajo capas de orgullo herido. Me senté con mi ensalada sin gracia y empecé a revisar correos en el celular, intentando parecer ocupada y no como una niña en su primer día de colegio.
—¿De verdad vas a comer eso? —una voz profunda, tan perfectamente irritante como la recordaba, interrumpió mis pensamientos.
Levanté la vista y allí estaba él. De pie frente a mí, con una ceja arqueada y los brazos cruzados. Como si me evaluara. Como si yo fuese un expediente que ya había decidido rechazar.
—No sabía que necesitaba aprobación para almorzar —respondí, dejando el tenedor a un lado.
—No la necesitas. Solo pensé que alguien que quiere hacerse un lugar aquí necesitaría más energía que un tazón de hojas.
—Estoy bien. Gracias por la preocupación fingida.
Sus labios se curvaron, apenas. No era una sonrisa real. Era esa mueca que los tiburones deben hacer justo antes de atacar.
—No me preocupa nadie. Solo quiero que entiendas que este lugar no es para todos.
Ahí estaba. El desafío velado. La advertencia.
Me levanté con calma. Mi corazón latía con fuerza, pero me aseguré de que no se notara. Lo miré directamente, clavando los ojos en los suyos como si fueran espadas.
—No te preocupes, Moretti. Yo no vine aquí a pedir permiso. Vine a demostrar que puedo hacer este trabajo tan bien como cualquiera. Tal vez incluso mejor.
Él dio un paso más cerca. Tan cerca que podía oler su perfume. Sándalo, poder, y una pizca de arrogancia.
—Espero que no te arrepientas de haber venido aquí —dijo, bajo, con una amenaza disfrazada de cortesía.
Mi pulso se aceleró, pero no me moví. No retrocedí. Solo respondí con voz firme, sin titubeos.
—Yo no me arrepiento de nada.
Un silencio cargado nos envolvió. Por un segundo, pensé que podía sentir su respiración en mi cuello. Y tal vez lo deseé más de lo que debería admitir. Pero no iba a caer en esa trampa. No ahora.
Él se giró sin decir una palabra más, caminando como si reinara el mundo, dejándome ahí con el eco de mis propias palabras vibrando en el pecho. Respiré hondo, cerré los ojos un instante, y me obligué a mantener la compostura.
Cuando volví a sentarme, Clara me miraba desde lejos con una mezcla de horror y respeto. Me encogí de hombros. No había vuelta atrás. No con Adrián. No conmigo.
Ese encuentro, ese cruce de espadas, había cambiado algo. Ya no era solo una nueva ciudad o un nuevo trabajo. Ahora era una batalla. Una de esas que no se ganan con silencios ni sumisión. Iba a plantar cara. Aunque me temblaran las piernas después.
Y por primera vez en mucho tiempo, no me sentí débil. Me sentí viva.
A veces, los silencios dicen más que cualquier insulto, y Adrián Moretti parecía haber hecho de los silencios un arte de guerra.Esa mañana, al entrar a la oficina, lo noté desde lejos: erguido, impecable, con ese aire de “aquí mando yo” tan perfectamente ensayado que rozaba lo ridículo. Pero había algo más. Algo que me hizo fruncir el ceño sin querer. No era solo su altanería lo que me descolocaba… era esa sombra breve que cruzaba su rostro cuando creía que nadie lo miraba. Ese gesto apenas visible, como si por un segundo el disfraz se resquebrajara y dejara ver al hombre detrás del ogro.Llevaba días intentando comprender por qué alguien tan increíblemente molesto como él lograba ocupar tanto espacio en mi cabeza. ¿Era el desafío? ¿El roce incómodo de nuestros egos? ¿O era ese misterio que parecía envolverlo como un perfume caro que te irrita, pero no puedes dejar de oler?—Helena, ¿tienes un minuto? —Laura, mi jefa inmediata, asomó la cabeza por encima de su monitor.Asentí mientras
No hay peor cosa que entrar a una oficina llena de gente con la sonrisa floja y el estómago revuelto. Eso fue exactamente lo que me pasó al cruzar la puerta esa mañana. Me repetí por quinta vez que hoy, hoy sí, iba a ignorar a Adrián. Sin importar cuán insoportablemente atractivo luciera. Sin importar esa mirada suya que parecía capaz de desnudar el alma. Y mucho menos sus comentarios envenenados, que siempre daban justo donde dolía.Pero claro… ¿cuándo me había salido bien esa estrategia?—Buenos días —dije con un entusiasmo falso al entrar a la sala de reuniones.—Buenos… —contestó parte del equipo, algunos si
El lunes amaneció con sabor a peligro. De esos días en los que sientes que algo va a pasar, aunque no sepas exactamente qué. Me puse una blusa blanca ajustada que me hacía ver más segura de lo que me sentía y unos pantalones que decían "profesional", pero que yo sabía que, con el ángulo correcto, susurraban otra cosa. Me maquillé los labios con decisión, me peiné como si fuera a enfrentar una batalla —porque lo era— y salí rumbo a la oficina con un mantra: No lo mires, no lo pienses, no lo sientas.Claro que fallé en los primeros cinco minutos.Adrián estaba en el pasillo, justo en la zona de café. Apoyado contra la encimera, con una taza en la mano y ese aire de que nada en e
Firmar un papel nunca había pesado tanto.Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un
Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.Pero la vida tiene otros planes.El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.Sonrío
Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.¿Realmente podía empezar de cero?¿Realmente quería hacerlo?Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía."¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."Reí por lo b
El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.Nueva ciudad. Nueva vida.Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.No había vuelta atrás.Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.Por primera vez en mu
Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.Respiré hondo.Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.Piso 7.Piso 8.Piso 9.Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.Pero sí