El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.
Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.
Diego.
Mi estómago se contrajo.
Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.
Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.
—¿Hola?
Un silencio breve, y luego su voz.
—Helena.
Mi nombre en su boca todavía tenía esa cadencia melosa, esa forma en la que solía arrastrar las sílabas como si fueran caricias. Antes, me derretía. Ahora, me ponía en guardia.
—No esperaba que contestaras —continuó.
—No pensaba hacerlo.
Silencio. Casi pude verlo, con esa media sonrisa arrogante que siempre llevaba cuando creía que me tenía donde quería.
—¿Cómo has estado?
Mi ceja se arqueó por reflejo.
—¿De verdad vamos a hacer esto?
Él rió suavemente.
—Solo quiero saber de ti. Me enteré de que te mudaste.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Quién te lo dijo?
—No importa. Lo importante es que… te extraño.
Me reí. No porque fuera gracioso, sino porque era el tipo de mentira más patética que había escuchado en mucho tiempo.
—No, Diego, no me extrañas.
—Helena…
—Si me extrañaras, nunca habrías hecho lo que hiciste.
El silencio del otro lado se alargó.
Podía sentir la tensión incluso a través del teléfono.
En otro tiempo, habría aprovechado ese momento para suavizar mi tono, para intentar calmarlo, para encontrar una forma de que todo pareciera menos grave. Pero ya no era esa mujer.
—Solo quiero hablar —dijo al fin, su voz más baja, más mesurada—. No terminamos bien, y quiero arreglarlo.
—No hay nada que arreglar.
—Por favor…
La súplica en su voz era pura estrategia. Lo sabía. Lo había visto hacerlo antes. Había sido la destinataria de ese tono muchas veces, justo antes de que lograra torcer la situación a su favor.
Pero esta vez no.
Esta vez, en lugar de la tristeza que solía ahogarme cuando pensaba en él, solo sentí enojo.
No un enojo explosivo, sino uno lento, frío.
Uno que me hacía ver con claridad todo lo que antes había elegido ignorar.
Él nunca se preocupó por mí. Solo se preocupó por lo que yo podía darle. Por el control que tenía sobre mí.
Y ahora que ya no lo tenía, intentaba recuperarlo.
No, gracias.
Respiré hondo, sintiendo una extraña ligereza en mi pecho.
—Adiós, Diego.
Y colgué.
Sin despedirme. Sin explicaciones.
Solo… terminé la conversación.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentí libre.
El teléfono seguía en mi mano, caliente y vibrante, como si aún estuviera cargado de la energía de la conversación, pero no me importaba. Me sentía vacía, sí, pero vacía de la manera correcta. Vacía de todo lo que Diego había dejado dentro de mí. Vacía de mentiras, vacía de manipulaciones.
Me dejé caer de nuevo sobre el sofá, cerrando los ojos un momento. El silencio en la habitación era profundo, pero no incómodo. Era liberador.
Ya no había nada de él. Nada.
El sonido del teléfono vibrando nuevamente me sacó de mis pensamientos. Instintivamente, lo miré, y esta vez no era él. Era un mensaje. De Sofía.
Sofía: “¿Todo bien? ¿Qué dijo ese idiota de Diego?”
Sonreí, a pesar de mí misma.
Helena: “Lo que siempre dice. Las mismas mentiras, la misma manipulación.”
Sofía: “Tú eres más inteligente que eso, amiga. Lo sabes, ¿verdad?”
Helena: “Sí. Ya lo sé.”
Le di un último vistazo al mensaje antes de dejar el teléfono sobre la mesa. No necesitaba buscar su aprobación, ni la de nadie.
Me sentía… diferente. En verdad, sentía como si algo dentro de mí hubiera cambiado. Como si, finalmente, hubiera tomado la decisión correcta.
A veces, los cambios no se sienten inmediatos, pero este lo hacía.
El sonido de mi estómago, exigiendo atención, me devolvió a la realidad. Era tarde, y no había comido más que una ensalada rápida a la hora del almuerzo. Como siempre, me había olvidado de mí misma en el caos del día.
Me levanté y me dirigí a la cocina, pero mis pasos fueron lentos, casi pensativos. Algo me decía que, aunque fuera a preparar algo rápido, no iba a ser lo mismo. Esta vez, no iba a cocinar solo porque era lo que solía hacer. Iba a cocinar porque era lo que necesitaba hacer para mí.
Me senté frente al mostrador con el plato frente a mí, el tenedor suspendido en el aire. No tenía ganas de comer, pero lo hice. Mastiqué lentamente, disfrutando de lo que antes habría considerado un gesto trivial. Ahora era un acto de autocuidado.
Mi mente seguía volviendo al momento en que colgué. La sensación de poder que se había apoderado de mí después de terminar esa llamada. El hecho de que nunca había tenido el valor de cortar la conversación de esa manera. Siempre me había quedado, siempre había intentado “arreglar” las cosas. Pero no ahora. No más.
Ahora, podía soltar las cadenas.
Y lo mejor de todo era que no sentía miedo. Ningún temor a la soledad. Ningún miedo a quedarme atrapada en mi propio pasado.
Mi mirada se desvió al teléfono nuevamente, viendo el pequeño icono de llamada perdida de Diego. Pero no lo toqué. No lo iba a hacer.
Me levanté y fui hacia el baño. Me miré en el espejo, observando con más atención que nunca. La mujer que veía ya no era la misma que había llegado a esta ciudad hace solo unas semanas. Había algo nuevo en mí. Algo más fuerte.
Me acerqué al espejo, casi tocando la superficie con los dedos.
—Voy a hacer que esta segunda vez valga la pena.
Mis palabras fueron apenas un susurro, pero llenaron el espacio. En ese momento, no solo me refería a mi vida aquí, en esta ciudad nueva, sino también a mí misma.
Ya no era la misma Helena que había temido la soledad, que había temido perder el amor de alguien que nunca supo cómo amarme. No era la misma mujer que, en sus peores días, se había sentido invisible, atrapada en una vida que no era suya.
Ahora, me pertenecía.
Me alejé del espejo y me recosté en la cama, observando el techo mientras mi mente comenzaba a trabajar de nuevo. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cuál era mi siguiente paso?
La respuesta era obvia: seguir adelante. No importaba cuán aterrador fuera el camino, no importaba lo incierto que todo pareciera. Sabía lo que valía y no iba a permitir que nadie me lo arrebatara.
Diego había sido un fantasma de mi pasado, pero ahora, el único que iba a decidir mi futuro era yo. Y no iba a perder esta oportunidad.
El teléfono vibró nuevamente. Pero esta vez, no era Diego.
Era un mensaje de Sofía.
Sofía: “Recuerda, Helena, los fantasmas del pasado son solo eso: fantasmas. No les des poder. ¿Quién es la Helena de ahora? ¿Qué va a hacer con su vida?”
Sonreí, dejando que las palabras de mi amiga se asentaran en mi mente.
Helena: “Voy a empezar de nuevo. Y esta vez, no voy a dejar que nadie me detenga.”
En ese instante, sabía que estaba lista para enfrentar lo que viniera. Sabía que la vida iba a ser difícil, que habría momentos de duda, pero también sabía que esta vez no sería una lucha contra mí misma. No más.
Esta era mi vida, y iba a ser todo lo que siempre había querido.
Sin restricciones. Sin miedos. Sin Diego.
Era solo yo.
Y eso… eso era suficiente.
Me estoy empezando a sentir como en casa. No en el sentido literal, claro, porque aún estoy acostumbrándome a cada rincón de este apartamento, pero sí en lo que respecta al trabajo. En poco tiempo, me he integrado en el equipo, y aunque todavía soy la nueva, no me siento como una intrusa. Hay algo reconfortante en esta rutina de llegar temprano, sentarme frente a mi escritorio y empezar a trabajar. Por fin algo en mi vida tiene orden. Algo que no depende de decisiones impulsivas ni de emociones desbordadas.Pero siempre hay algo. Algo que no puedo evitar notar, como una sombra en la esquina de la habitación que parece moverse sin que nadie lo vea.—¿Has oído lo de Adrián? —pregunta Laura en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.
El ambiente en la sala era tan frío como el tono de voz de Adrián.—Vamos a comenzar —dijo sin siquiera mirar a nadie en particular.Su voz… profunda, segura, como una orden más que una invitación. Me enderecé en la silla y disimuladamente exhalé, como si pudiera sacarme de encima el peso invisible que de repente se había posado sobre mis hombros. Ese era el famoso Adrián. El ogro. El jefe imposible. Y sí, era intimidante, pero también... jodidamente atractivo, lo cual era doblemente irritante.Llevaba un traje oscuro perfectamente entallado y una mirada que podría hacer que las flores se marchiten. Su presencia llenaba la habitación como una tormenta que amenaza desde el horizonte. Las paredes parecían encogerse con cada palabra suya.—Tenemos retrasos en el cronograma. El cliente no va a esperar a que nos pongamos al día —continuó con ese tono afilado que no dejaba lugar a excusas.Mis compañeros asentían, tomaban notas, evitaban el contacto visual directo. Pero yo... yo no había cru
No podía dejar de pensar en él.Y no, no de la manera romántica que una adolescente tendría después de conocer a su ídolo pop en un concierto. No. Era más bien como cuando te cruzas con un terremoto: te remueve todo, sacude tus cimientos y, aún cuando se va, deja escombros. Eso era Adrián Moretti para mí. Una catástrofe elegante, con mirada asesina y trajes que seguramente costaban más que mi renta.Después de la reunión infernal, me encerré en mi oficina fingiendo leer un reporte que no podía ni enfocar. Seguía reviviendo el momento exacto en que él me lanzó esa frase con la frialdad de quien quita una curita de una herida mal cerrada.“Si no eres capaz de manejar la presión, quizás este no sea tu lugar.”¿Quién se creía que era? ¿El guardián del Olimpo? ¿Un dios griego del sarcasmo y la condescendencia?Mis dedos tamborileaban el borde del escritorio con fuerza. Sentía la sangre hervirme, burbujeando como agua en una tetera. Y aunque parte de mí quería escapar, la otra parte —la más
A veces, los silencios dicen más que cualquier insulto, y Adrián Moretti parecía haber hecho de los silencios un arte de guerra.Esa mañana, al entrar a la oficina, lo noté desde lejos: erguido, impecable, con ese aire de “aquí mando yo” tan perfectamente ensayado que rozaba lo ridículo. Pero había algo más. Algo que me hizo fruncir el ceño sin querer. No era solo su altanería lo que me descolocaba… era esa sombra breve que cruzaba su rostro cuando creía que nadie lo miraba. Ese gesto apenas visible, como si por un segundo el disfraz se resquebrajara y dejara ver al hombre detrás del ogro.Llevaba días intentando comprender por qué alguien tan increíblemente molesto como él lograba ocupar tanto espacio en mi cabeza. ¿Era el desafío? ¿El roce incómodo de nuestros egos? ¿O era ese misterio que parecía envolverlo como un perfume caro que te irrita, pero no puedes dejar de oler?—Helena, ¿tienes un minuto? —Laura, mi jefa inmediata, asomó la cabeza por encima de su monitor.Asentí mientras
No hay peor cosa que entrar a una oficina llena de gente con la sonrisa floja y el estómago revuelto. Eso fue exactamente lo que me pasó al cruzar la puerta esa mañana. Me repetí por quinta vez que hoy, hoy sí, iba a ignorar a Adrián. Sin importar cuán insoportablemente atractivo luciera. Sin importar esa mirada suya que parecía capaz de desnudar el alma. Y mucho menos sus comentarios envenenados, que siempre daban justo donde dolía.Pero claro… ¿cuándo me había salido bien esa estrategia?—Buenos días —dije con un entusiasmo falso al entrar a la sala de reuniones.—Buenos… —contestó parte del equipo, algunos si
El lunes amaneció con sabor a peligro. De esos días en los que sientes que algo va a pasar, aunque no sepas exactamente qué. Me puse una blusa blanca ajustada que me hacía ver más segura de lo que me sentía y unos pantalones que decían "profesional", pero que yo sabía que, con el ángulo correcto, susurraban otra cosa. Me maquillé los labios con decisión, me peiné como si fuera a enfrentar una batalla —porque lo era— y salí rumbo a la oficina con un mantra: No lo mires, no lo pienses, no lo sientas.Claro que fallé en los primeros cinco minutos.Adrián estaba en el pasillo, justo en la zona de café. Apoyado contra la encimera, con una taza en la mano y ese aire de que nada en e
Firmar un papel nunca había pesado tanto.Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un
Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.Pero la vida tiene otros planes.El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.Sonrío