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MI SEGUNDA VEZ
MI SEGUNDA VEZ
Por: LISA CARM
EL FINAL QUE NO ESPERABA

Firmar un papel nunca había pesado tanto.

Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.

—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.

Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?

Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.

Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un día me di cuenta de que ya no quería esperar más.

—Helena —la voz del abogado me trae de vuelta.

Respiro hondo. Tomo el bolígrafo con fuerza y firmo. Mi nombre queda plasmado en la hoja, un testimonio de mi fracaso.

Diego firma con la misma indiferencia con la que hacía todo en los últimos años. Sin dudar, sin pestañear. Como si este momento no significara absolutamente nada para él.

Cuando el abogado anuncia que todo está listo, me invade una extraña sensación de vacío. Pensé que sentiría alivio, pero en lugar de eso, hay una punzada de tristeza en el pecho. Un peso que no desaparece.

Diego se pone de pie.

—Suerte con tu vida, Helena.

Levanto la mirada. ¿Eso es todo? ¿Después de seis años juntos, su despedida se reduce a cinco palabras?

Pero no digo nada. No vale la pena.

Me levanto también y, sin mirarlo, camino hacia la salida con la cabeza en alto. No sé qué me espera ahí afuera, pero algo me dice que este es solo el comienzo.

Salgo de la oficina con pasos firmes, pero por dentro me siento como un castillo de naipes al borde del colapso. El aire de la ciudad me golpea en la cara en cuanto cruzo la puerta del edificio, pero no me refresca.

Me detengo en la acera y respiro hondo, intentando procesar lo que acaba de pasar. Oficialmente, soy una mujer divorciada. A los 24 años.

Meto las manos en los bolsillos de mi abrigo y levanto la vista al cielo. Está gris, como si compartiera mi ánimo.

Un grupo de personas pasa a mi lado, riendo y charlando como si el mundo siguiera girando. Y claro que sigue girando. Mi desastre personal no ha detenido a nadie más.

Siento el teléfono vibrar en mi bolso. Lo saco con un suspiro y veo el nombre de Laura, mi mejor amiga, iluminando la pantalla.

—¿Y bien? —pregunta en cuanto atiendo.

—Ya está hecho —respondo con un tono más neutro del que esperaba.

—¿Y cómo te sientes?

Buena pregunta.

Miro mi reflejo en el vidrio de un café cercano. Veo a una mujer con el maquillaje intacto, el cabello recogido en un moño elegante, la ropa perfectamente combinada. Por fuera, nada ha cambiado. Pero por dentro…

—No lo sé —admito.

—Eso es normal. ¿Dónde estás? Voy a buscarte.

—No, Laura. Solo quiero caminar un rato.

—¿Segura? Porque tengo dos botellas de vino y un discurso de “ese imbécil no te merecía” listo para recitar.

Eso me arranca una pequeña sonrisa. Laura siempre sabe cómo sacarme de mi miseria.

—Te llamo luego, ¿vale?

—Vale. Pero si en dos horas no sé nada de ti, iré a rastrearte con la policía.

Río por lo bajo y cuelgo.

Miro el teléfono en mi mano. Por impulso, abro mis mensajes con Diego. Hay años de conversaciones ahí, palabras llenas de amor, de discusiones, de silencios incómodos. Mi dedo se desliza hacia la opción de eliminar chat, pero no lo hago. No aún.

Guardo el teléfono y comienzo a caminar sin rumbo. Las calles están llenas de vida: personas entrando y saliendo de tiendas, parejas tomadas de la mano, grupos de amigos conversando en las terrazas de los cafés. Todo parece tan… normal.

Yo también solía ser parte de esa normalidad. Solía pensar que mi vida estaba encaminada. Me casé con Diego creyendo que tenía todo resuelto, que lo amaba lo suficiente para siempre.

Qué ingenua.

Los recuerdos llegan sin pedir permiso.

Lo conocí cuando tenía 18 años. Me hizo sentir especial desde el primer momento. Era mayor, seguro de sí mismo, exitoso. Me trató como si fuera lo más brillante en su universo.

Nos casamos cuando yo tenía 20 y él 27. Y durante un tiempo, todo fue perfecto. Hasta que dejó de serlo.

El amor no se desmorona de un día para otro, no es como en las películas donde un gran evento marca el final. Es un proceso lento, silencioso.

Primero fueron las pequeñas cosas: una llamada sin contestar, un plan cancelado, una mirada vacía donde antes había ternura. Luego, las discusiones sin motivo, las noches de soledad incluso cuando él estaba en casa.

Y al final, la certeza de que estábamos juntos por costumbre y no por amor.

Aprieto el paso. No quiero seguir reviviendo lo que ya no tiene remedio.

Pero entonces, sin darme cuenta, mis pies me llevan hasta la cafetería donde Diego y yo solíamos ir todos los sábados. Me detengo en seco.

A través del cristal, veo la misma mesa en la que nos sentábamos, junto a la ventana. Me acuerdo de las veces que me hacía reír, de cómo me miraba como si yo fuera todo su mundo.

Pero también recuerdo las últimas veces que vinimos. El silencio incómodo. Su atención en el teléfono en vez de en mí. El café que se enfriaba mientras nuestras palabras se reducían a monosílabos.

Lo nuestro terminó mucho antes de que firmáramos esos papeles.

Doy media vuelta y me alejo.

Cuando llego a mi apartamento, dejo caer el bolso en el sofá y me deshago del abrigo con un suspiro.

El lugar está impecable. Demasiado silencioso.

Antes, cuando Diego vivía aquí, siempre había ruido: llamadas de trabajo, la televisión encendida, el sonido de su laptop tecleando a deshoras.

Ahora solo estoy yo.

Camino hacia la cocina y abro una botella de vino. Sirvo una copa y me apoyo en la encimera, mirando la ciudad a través de la ventana.

—Así que esto es empezar de nuevo —murmuro, levantando la copa como si brindara conmigo misma.

Doy un sorbo. El vino es dulce y fuerte a la vez, justo como necesito.

No tengo idea de qué haré a partir de ahora. No sé cómo se supone que una reconstruye su vida desde cero.

Pero una cosa sí sé: no voy a quedarme aquí lamentándome.

Es hora de descubrir qué hay más allá de esta versión de mí que solo conoció la vida con Diego.

Y, por primera vez en mucho tiempo, la idea de lo desconocido no me asusta. Me emociona.

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