Firmar un papel nunca había pesado tanto.
Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.
—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.
Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?
Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.
Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un día me di cuenta de que ya no quería esperar más.
—Helena —la voz del abogado me trae de vuelta.
Respiro hondo. Tomo el bolígrafo con fuerza y firmo. Mi nombre queda plasmado en la hoja, un testimonio de mi fracaso.
Diego firma con la misma indiferencia con la que hacía todo en los últimos años. Sin dudar, sin pestañear. Como si este momento no significara absolutamente nada para él.
Cuando el abogado anuncia que todo está listo, me invade una extraña sensación de vacío. Pensé que sentiría alivio, pero en lugar de eso, hay una punzada de tristeza en el pecho. Un peso que no desaparece.
Diego se pone de pie.
—Suerte con tu vida, Helena.
Levanto la mirada. ¿Eso es todo? ¿Después de seis años juntos, su despedida se reduce a cinco palabras?
Pero no digo nada. No vale la pena.
Me levanto también y, sin mirarlo, camino hacia la salida con la cabeza en alto. No sé qué me espera ahí afuera, pero algo me dice que este es solo el comienzo.
Salgo de la oficina con pasos firmes, pero por dentro me siento como un castillo de naipes al borde del colapso. El aire de la ciudad me golpea en la cara en cuanto cruzo la puerta del edificio, pero no me refresca.
Me detengo en la acera y respiro hondo, intentando procesar lo que acaba de pasar. Oficialmente, soy una mujer divorciada. A los 24 años.
Meto las manos en los bolsillos de mi abrigo y levanto la vista al cielo. Está gris, como si compartiera mi ánimo.
Un grupo de personas pasa a mi lado, riendo y charlando como si el mundo siguiera girando. Y claro que sigue girando. Mi desastre personal no ha detenido a nadie más.
Siento el teléfono vibrar en mi bolso. Lo saco con un suspiro y veo el nombre de Laura, mi mejor amiga, iluminando la pantalla.
—¿Y bien? —pregunta en cuanto atiendo.
—Ya está hecho —respondo con un tono más neutro del que esperaba.
—¿Y cómo te sientes?
Buena pregunta.
Miro mi reflejo en el vidrio de un café cercano. Veo a una mujer con el maquillaje intacto, el cabello recogido en un moño elegante, la ropa perfectamente combinada. Por fuera, nada ha cambiado. Pero por dentro…
—No lo sé —admito.
—Eso es normal. ¿Dónde estás? Voy a buscarte.
—No, Laura. Solo quiero caminar un rato.
—¿Segura? Porque tengo dos botellas de vino y un discurso de “ese imbécil no te merecía” listo para recitar.
Eso me arranca una pequeña sonrisa. Laura siempre sabe cómo sacarme de mi miseria.
—Te llamo luego, ¿vale?
—Vale. Pero si en dos horas no sé nada de ti, iré a rastrearte con la policía.
Río por lo bajo y cuelgo.
Miro el teléfono en mi mano. Por impulso, abro mis mensajes con Diego. Hay años de conversaciones ahí, palabras llenas de amor, de discusiones, de silencios incómodos. Mi dedo se desliza hacia la opción de eliminar chat, pero no lo hago. No aún.
Guardo el teléfono y comienzo a caminar sin rumbo. Las calles están llenas de vida: personas entrando y saliendo de tiendas, parejas tomadas de la mano, grupos de amigos conversando en las terrazas de los cafés. Todo parece tan… normal.
Yo también solía ser parte de esa normalidad. Solía pensar que mi vida estaba encaminada. Me casé con Diego creyendo que tenía todo resuelto, que lo amaba lo suficiente para siempre.
Qué ingenua.
Los recuerdos llegan sin pedir permiso.
Lo conocí cuando tenía 18 años. Me hizo sentir especial desde el primer momento. Era mayor, seguro de sí mismo, exitoso. Me trató como si fuera lo más brillante en su universo.
Nos casamos cuando yo tenía 20 y él 27. Y durante un tiempo, todo fue perfecto. Hasta que dejó de serlo.
El amor no se desmorona de un día para otro, no es como en las películas donde un gran evento marca el final. Es un proceso lento, silencioso.
Primero fueron las pequeñas cosas: una llamada sin contestar, un plan cancelado, una mirada vacía donde antes había ternura. Luego, las discusiones sin motivo, las noches de soledad incluso cuando él estaba en casa.
Y al final, la certeza de que estábamos juntos por costumbre y no por amor.
Aprieto el paso. No quiero seguir reviviendo lo que ya no tiene remedio.
Pero entonces, sin darme cuenta, mis pies me llevan hasta la cafetería donde Diego y yo solíamos ir todos los sábados. Me detengo en seco.
A través del cristal, veo la misma mesa en la que nos sentábamos, junto a la ventana. Me acuerdo de las veces que me hacía reír, de cómo me miraba como si yo fuera todo su mundo.
Pero también recuerdo las últimas veces que vinimos. El silencio incómodo. Su atención en el teléfono en vez de en mí. El café que se enfriaba mientras nuestras palabras se reducían a monosílabos.
Lo nuestro terminó mucho antes de que firmáramos esos papeles.
Doy media vuelta y me alejo.
Cuando llego a mi apartamento, dejo caer el bolso en el sofá y me deshago del abrigo con un suspiro.
El lugar está impecable. Demasiado silencioso.
Antes, cuando Diego vivía aquí, siempre había ruido: llamadas de trabajo, la televisión encendida, el sonido de su laptop tecleando a deshoras.
Ahora solo estoy yo.
Camino hacia la cocina y abro una botella de vino. Sirvo una copa y me apoyo en la encimera, mirando la ciudad a través de la ventana.
—Así que esto es empezar de nuevo —murmuro, levantando la copa como si brindara conmigo misma.
Doy un sorbo. El vino es dulce y fuerte a la vez, justo como necesito.
No tengo idea de qué haré a partir de ahora. No sé cómo se supone que una reconstruye su vida desde cero.
Pero una cosa sí sé: no voy a quedarme aquí lamentándome.
Es hora de descubrir qué hay más allá de esta versión de mí que solo conoció la vida con Diego.
Y, por primera vez en mucho tiempo, la idea de lo desconocido no me asusta. Me emociona.
Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.Pero la vida tiene otros planes.El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.Sonrío
Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.¿Realmente podía empezar de cero?¿Realmente quería hacerlo?Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía."¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."Reí por lo b
El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.Nueva ciudad. Nueva vida.Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.No había vuelta atrás.Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.Por primera vez en mu
Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.Respiré hondo.Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.Piso 7.Piso 8.Piso 9.Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.Pero sí
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.Diego.Mi estómago se contrajo.Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.—¿Hola?
Me estoy empezando a sentir como en casa. No en el sentido literal, claro, porque aún estoy acostumbrándome a cada rincón de este apartamento, pero sí en lo que respecta al trabajo. En poco tiempo, me he integrado en el equipo, y aunque todavía soy la nueva, no me siento como una intrusa. Hay algo reconfortante en esta rutina de llegar temprano, sentarme frente a mi escritorio y empezar a trabajar. Por fin algo en mi vida tiene orden. Algo que no depende de decisiones impulsivas ni de emociones desbordadas.Pero siempre hay algo. Algo que no puedo evitar notar, como una sombra en la esquina de la habitación que parece moverse sin que nadie lo vea.—¿Has oído lo de Adrián? —pregunta Laura en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.