No hay peor cosa que entrar a una oficina llena de gente con la sonrisa floja y el estómago revuelto. Eso fue exactamente lo que me pasó al cruzar la puerta esa mañana. Me repetí por quinta vez que hoy, hoy sí, iba a ignorar a Adrián. Sin importar cuán insoportablemente atractivo luciera. Sin importar esa mirada suya que parecía capaz de desnudar el alma. Y mucho menos sus comentarios envenenados, que siempre daban justo donde dolía.
Pero claro… ¿cuándo me había salido bien esa estrategia?
—Buenos días —dije con un entusiasmo falso al entrar a la sala de reuniones.
—Buenos… —contestó parte del equipo, algunos sin levantar la mirada del portátil. Otros me regalaron una sonrisa amable. Y por supuesto, él estaba allí.
Adrián Moretti. Con su camisa blanca perfectamente planchada, las mangas remangadas hasta los codos, y ese aire de yo lo sé todo y tú no sabes nada que me sacaba de quicio. No levantó la vista al escuchar mi voz, pero su mandíbula se tensó un poco. Lo suficiente para que yo lo notara.
Me senté lo más lejos posible, aunque su presencia se sentía como una corriente eléctrica que recorría la sala. No había necesidad de que hablara. Bastaba con que respirara para que todos estuviéramos al borde de nuestras sillas.
La reunión comenzó con un repaso de avances, números, estrategias. Yo tomaba notas, asentía, opinaba cuando era necesario. Todo iba bien… hasta que Adrián empezó con sus jueguitos.
—Helena —dijo de pronto, cortando en seco la exposición de Rodrigo.
Levanté la vista, con el bolígrafo en alto.
—¿Tú qué piensas de este enfoque?
—Creo que tiene potencial —respondí, segura de mí misma—, aunque habría que ajustar la segmentación por edad. El público joven es menos leal, pero más ruidoso.
Él asintió. Una vez. Breve. Casi condescendiente.
—Interesante. Pero dime… ¿tú eres más de planes a largo plazo o prefieres el impacto inmediato?
La pregunta me desconcertó. No por su contenido, sino por la forma en que la dijo. Como si estuviera hablando de otra cosa. Como si en vez de estrategias de mercado, se refiriera a mí. A nosotros. A algo que no existía, pero que de alguna forma sí existía.
Los ojos de todos se posaron en mí.
Me obligué a sonreír.
—Depende del objetivo, señor Moretti. Pero en este caso, creo que un equilibrio entre ambos sería lo más eficaz.
Y ahí lo vi. La primera sonrisa. Lenta. Casi imperceptible. Como si acabara de ganar un punto en un juego que yo no había accedido a jugar.
Quise odiarlo. Lo juro. Pero, ¿cómo se odia a alguien que te mira como si fueras la única cosa interesante en la sala?
Durante el resto de la reunión, Adrián no volvió a dirigirme la palabra, pero su silencio hablaba en otro idioma. Me observaba cuando pensaba que no me daba cuenta. Y claro que me daba cuenta. Su atención era como una caricia tibia en la nuca.
—Ese hombre te está probando —me dijo Natalia más tarde, mientras nos servíamos café en la cocina del piso.
—¿Probando?
—Sí, como quien lanza una piedra al agua para ver hasta dónde salpica. Y tú estás salpicando, cariño.
Rodé los ojos. —Por favor. No le voy a seguir el juego.
—¿Y desde cuándo ignorarlo incluye responderle con esa voz segura, con esa sonrisa de “a mí no me vas a vencer”?
La miré. Me estaba analizando. Con esa mirada de amiga sabia que no deja pasar ni una grieta.
—Está bien —reconocí, bajando la voz—. Me descoloca. No sé qué pretende. Un día me lanza cuchillos con la mirada, y al siguiente sonríe como si estuviéramos compartiendo un secreto.
—Quizás lo están compartiendo —murmuró Natalia antes de dar un sorbo a su taza.
Volví a mi escritorio más confundida que nunca. La tarde transcurrió entre correos, llamadas y revisiones de campaña. Adrián no volvió a aparecer. O al menos, no físicamente. Pero su presencia seguía clavada en algún rincón de mi mente.
Justo antes de irme, me llegó una notificación de reunión para el día siguiente. Una presentación frente a los socios principales. Y yo sería la responsable de abrir el pitch. Genial. Nada como exponerse delante de tiburones para cerrar el día.
Dormí mal. Soñé con pasillos interminables, luces cegadoras y Adrián mirándome desde una esquina, sin decir nada, pero juzgándolo todo. Cuando desperté, el corazón me latía como si hubiera corrido un maratón.
Llegué temprano, vestida de gris oscuro, formal, con un toque de rebelde en los labios rojo vino. Necesitaba sentirme poderosa.
La sala ya estaba casi llena cuando entré. Algunos rostros eran nuevos. Importantes. Evaluadores. El tipo de personas que no se equivocan al apretar el botón de “aprobar” o “hundir”.
Y ahí estaba él. Sentado al fondo. Con las manos cruzadas y la mirada en mí. Esperándome.
La presentación comenzó. Yo hablé con claridad, sin titubeos. Usé cada palabra como una bala bien dirigida. Hasta que, sin previo aviso, Adrián alzó la mano.
—¿Puedo hacer una pregunta?
Todos se giraron hacia él. Yo asentí, aunque el corazón se me subió hasta la garganta.
—Helena… si este plan fallara, ¿tú asumirías la responsabilidad?
Silencio.
Podía haber dicho muchas cosas. Podía haber contestado con términos técnicos, con explicaciones lógicas. Pero no lo hice.
—Por supuesto que sí. Si no creyera en lo que hago, no estaría aquí.
Y ahí fue. Sonrió de nuevo. Pero esta vez, con algo más que diversión. Fue admiración. Sorpresa. Y quizás… respeto.
Cuando terminó la reunión, nadie dijo mucho. Pero todos sabían que algo había pasado.
Y yo también lo sabía.
Estaba dentro de su juego.
O quizás… él dentro del mío.
El lunes amaneció con sabor a peligro. De esos días en los que sientes que algo va a pasar, aunque no sepas exactamente qué. Me puse una blusa blanca ajustada que me hacía ver más segura de lo que me sentía y unos pantalones que decían "profesional", pero que yo sabía que, con el ángulo correcto, susurraban otra cosa. Me maquillé los labios con decisión, me peiné como si fuera a enfrentar una batalla —porque lo era— y salí rumbo a la oficina con un mantra: No lo mires, no lo pienses, no lo sientas.Claro que fallé en los primeros cinco minutos.Adrián estaba en el pasillo, justo en la zona de café. Apoyado contra la encimera, con una taza en la mano y ese aire de que nada en e
Firmar un papel nunca había pesado tanto.Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un
Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.Pero la vida tiene otros planes.El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.Sonrío
Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.¿Realmente podía empezar de cero?¿Realmente quería hacerlo?Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía."¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."Reí por lo b
El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.Nueva ciudad. Nueva vida.Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.No había vuelta atrás.Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.Por primera vez en mu
Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.Respiré hondo.Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.Piso 7.Piso 8.Piso 9.Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.Pero sí
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.Diego.Mi estómago se contrajo.Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.—¿Hola?
Me estoy empezando a sentir como en casa. No en el sentido literal, claro, porque aún estoy acostumbrándome a cada rincón de este apartamento, pero sí en lo que respecta al trabajo. En poco tiempo, me he integrado en el equipo, y aunque todavía soy la nueva, no me siento como una intrusa. Hay algo reconfortante en esta rutina de llegar temprano, sentarme frente a mi escritorio y empezar a trabajar. Por fin algo en mi vida tiene orden. Algo que no depende de decisiones impulsivas ni de emociones desbordadas.Pero siempre hay algo. Algo que no puedo evitar notar, como una sombra en la esquina de la habitación que parece moverse sin que nadie lo vea.—¿Has oído lo de Adrián? —pregunta Laura en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.