Abro la puerta de mi apartamento y el vacío me golpea en la cara.
Es ridículo, porque técnicamente nada ha cambiado. La misma sala, la misma mesa, los mismos muebles. Pero hay un peso en el aire que antes no estaba. O tal vez siempre estuvo ahí y simplemente me acostumbré.
Camino hasta el sofá y dejo caer mi bolso. Miro alrededor. Falta algo. O mejor dicho, falta alguien.
Antes, cuando Diego aún vivía aquí, su chaqueta solía estar sobre la silla, su perfume impregnaba el aire y su laptop siempre estaba en la mesa de centro. Ahora, solo hay silencio.
Suspiro y me paso una mano por el cabello. Esto es lo que quería, ¿no? Un nuevo comienzo. Libertad. Independencia.
Sí, claro. Se siente tan liberador que lo único que quiero hacer es meterme en la cama y dormir durante un mes entero.
Pero la vida tiene otros planes.
El timbre suena con insistencia, como si al otro lado de la puerta hubiera alguien que no piensa aceptar un "no" como respuesta.
—¡Abre, bruja! —grita una voz familiar.
Sonrío sin quererlo. Sofía.
Me acerco y abro la puerta. Ahí está, con su melena pelirroja desordenada, tacones de vértigo y una botella de vino en cada mano.
—¿Doble botella? —levanto una ceja.
—Por supuesto —entra como si fuera su casa—. Esto es un evento importante y amerita refuerzos.
Cierra la puerta con la cadera y me observa con ojos entrecerrados.
—Mírate —dice—. Ni siquiera estás en pijama. Estoy orgullosa de ti.
—Aún no he tenido tiempo de deprimirme —le respondo, caminando hacia la cocina.
—Bueno, pues para eso estoy yo.
Sofía coloca las botellas sobre la mesa y en un abrir y cerrar de ojos ya está sirviendo dos copas rebosantes. Me tiende una sin decir nada.
Brindamos en silencio y damos el primer sorbo. El vino baja cálido por mi garganta, relajando un poco la tensión acumulada en mi pecho.
Nos acomodamos en el sofá y, después de un momento, Sofía me mira fijamente.
—¿Cómo estás? Y no me salgas con una respuesta de catálogo.
Me recuesto contra los cojines y exhalo largamente.
—No lo sé. Extrañamente vacía, pero al mismo tiempo… en paz.
Ella asiente, como si entendiera perfectamente.
—Sabes, lo que más odio de Diego no es que haya sido un imbécil contigo. Es que te hizo olvidar quién eres.
La miro con el ceño fruncido.
—No es que me haya olvidado…
—Helena, por favor. —Rueda los ojos y da otro sorbo de vino—. ¿Recuerdas quién eras antes de él? La chica que soñaba con recorrer el mundo, que se reía tan fuerte que todos la volteaban a ver, la que no le pedía permiso a nadie para ser feliz.
Sus palabras me golpean más fuerte de lo que esperaba.
¿Quién era antes de Diego?
Cierro los ojos y, por un instante, me veo a los dieciocho años, riendo en la playa con Sofía, bailando hasta el amanecer sin preocuparme por nada, soñando con una vida que no incluía ser la esposa de nadie.
Pero luego Diego apareció y, poco a poco, sin darme cuenta, mi mundo giró alrededor de él. Y cuando él dejó de mirarme, yo dejé de verme a mí misma.
Tomo otro sorbo de vino, más largo esta vez.
—Eras una maldita estrella, Helena —continúa Sofía, con ese fuego en la mirada que siempre ha tenido—. Y él te apagó.
El nudo en mi garganta se hace más grande.
No quiero llorar.
Pero el alcohol, el cansancio y la verdad brutal de sus palabras me están rompiendo por dentro.
—Hubo momentos en los que ni siquiera sabía si todavía me amaba —confieso, con la voz apenas audible—. Lo veía tan distante, tan… ajeno. Como si ya no existiera en su mundo.
Sofía aprieta la mandíbula.
—¿Sabes qué creo? —dice, con un brillo peligroso en los ojos—. Creo que deberías largarte de aquí.
Parpadeo, confundida.
—¿Qué?
—Sí. Irte. Mudarte. Comenzar de cero en otro lugar.
Suelto una risa sin humor.
—Eso es una locura.
—No, lo que sería una locura es que sigas aquí, en este apartamento lleno de recuerdos de un tipo que no te supo valorar.
Abro la boca para protestar, pero las palabras no salen.
Porque, maldita sea, Sofía tiene razón.
Me quedo en silencio, mirando la copa en mis manos, sintiendo que algo dentro de mí está a punto de cambiar.
Y por primera vez en mucho tiempo, la idea de empezar de nuevo no me da miedo. Me da esperanza.
Hay líneas que no deben cruzarse. Hay puertas que, una vez abiertas, no pueden cerrarse de nuevo. Y sin embargo, aquí estoy, parada al borde de algo que no sé si quiero evitar o abrazar por completo.
Adrián está frente a mí, su mirada fija en la mía, como si pudiera ver a través de mis dudas, de mis miedos, de cada excusa que he construido para mantenerlo a raya.
—¿Por qué me miras así? —murmuro, odiando lo tembloroso que suena mi tono.
—Porque quiero entender en qué momento decidiste que mentirte a ti misma era más fácil que aceptar lo que sientes.
Su respuesta me golpea como un puñetazo en el estómago.
—No estoy mintiendo.
—¿No? —Da un paso más cerca y mi espalda choca con la pared. No hay escape. No hay distancia segura entre nosotros.
Sus ojos se deslizan por mi rostro, estudiándome, analizando cada uno de mis gestos. No sé si busca confirmación o si solo está esperando a que yo misma me rinda.
—Helena… —su voz es un susurro, su aliento cálido rozando mi piel.
Cierro los ojos por un segundo. Solo uno. Un instante en el que permito que la cercanía me envuelva, en el que casi cedo, en el que casi…
Pero no.
Sacudo la cabeza y coloco una mano sobre su pecho, intentando crear espacio entre nosotros.
—Esto no puede pasar.
Adrián no se mueve. No me toca. Solo se queda ahí, observándome, dejando que mi propia indecisión llene el silencio.
—¿Por qué no?
Su pregunta es simple. Casi inocente. Pero la respuesta es todo menos sencilla.
Porque esto es peligroso. Porque si caigo en esto, no habrá marcha atrás. Porque no quiero volver a ser esa mujer que entrega su corazón solo para verlo destrozado después.
Pero no digo nada de eso. En lugar de eso, me aferro a la única excusa que me queda.
—Porque no debemos.
Adrián sonríe. Una sonrisa lenta, arrogante, peligrosa.
—Eso no es una respuesta.
Mi pulso se acelera. Él lo nota. Lo sé porque su mirada baja por mi cuello hasta donde mi respiración traiciona la calma que intento aparentar.
—Dime que no quieres esto —desafía, su tono más bajo, más íntimo.
Abro la boca. Nada sale.
Maldita sea.
Adrián suspira, como si mi silencio fuera toda la confirmación que necesita.
—Eso pensé.
Entonces sucede.
No sé si soy yo quien cede primero o si es él quien borra la distancia entre nosotros, pero de pronto sus labios están sobre los míos y todo lo demás desaparece.
Es un beso robado. Un beso que no debería estar pasando.
Pero Dios… se siente tan bien.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Mis dedos se aferran a su camisa, su calor me envuelve, el mundo entero se reduce al punto exacto donde nuestras bocas se encuentran.
No hay prisa. No hay desesperación. Solo un reconocimiento tácito de algo que llevaba demasiado tiempo contenido.
Pero entonces me doy cuenta.
Me doy cuenta de que si no me detengo ahora, no lo haré nunca.
Así que me obligo a romper el beso, a alejarme, a recordar todas las razones por las que esto no puede pasar.
Adrián me observa, su respiración agitada, su expresión tensa.
Y luego, con una certeza que me hiela hasta los huesos, dice:
—Ya no hay vuelta atrás, Helena.
Mi pecho se contrae.
Porque sé que tiene razón.
Mis labios aún hormiguean con el rastro de su beso. El aire entre nosotros sigue cargado de algo que no sé si es deseo o peligro. Quizás ambos.
Adrián no dice nada. No intenta acercarse otra vez. Solo me mira, y eso es peor, porque su mirada lo dice todo.
No hay vuelta atrás.
La frase se repite en mi cabeza, como una advertencia, como una condena.
Pero yo no estoy lista para esto.
Me obligo a apartarme, a recuperar la compostura que se desmoronó en cuanto su boca tocó la mía. Me aliso la blusa con manos temblorosas y evito su mirada mientras doy un paso atrás.
—Esto no debió pasar —murmuro, más para mí que para él.
Adrián no se mueve. No dice nada. Solo me observa con esa intensidad que hace que todo mi cuerpo se tense.
—¿Eso es lo que vas a decirte a ti misma?
Su voz es tranquila, pero hay algo afilado en ella, algo que me dice que no le gusta mi intento de fingir que esto no significó nada.
—Es la verdad.
—No, no lo es.
Mis ojos se clavan en los suyos, desafiándolo, tratando de recuperar algo de control sobre esta situación que se siente como arena escurriéndose entre mis dedos.
—¿Y qué se supone que haga, Adrián? —pregunto, sintiendo la frustración subir por mi pecho como una ola imparable—. ¿Que finja que esto es una buena idea? ¿Que ignore todo lo que nos separa y simplemente me arroje a algo que no tiene sentido?
Él inclina la cabeza, su mirada perforándome.
—Nada de esto se trata de sentido, Helena. Se trata de lo que sientes.
Mi corazón late con fuerza, pero me obligo a sostener su mirada.
—Y eso es exactamente lo que me asusta.
El silencio que sigue es denso, cargado de todas las palabras que ninguno de los dos dice.
Finalmente, Adrián suelta un suspiro y da un paso atrás, dándome el espacio que tanto necesitaba y que, al mismo tiempo, no quiero.
—Si realmente crees que esto fue un error, dilo —me reta—. Dime que no lo sentiste.
Aprieto los labios.
Podría decirlo. Podría cerrar la puerta, trazar una línea definitiva entre nosotros.
Pero no lo hago.
Porque sería una mentira.
Y tanto Adrián como yo lo sabemos.
Sin decir una palabra más, me giro y salgo de la habitación, sintiendo su mirada quemándome la espalda con cada paso que doy.
Sé que esta conversación no ha terminado.
Ni siquiera ha comenzado realmente.
Pasé la noche en vela, con los ojos fijos en el techo de mi habitación medio vacía. No quedaba rastro de Diego en este espacio que alguna vez compartimos, pero su sombra aún flotaba en el aire, en los recuerdos que se aferraban a mí como un perfume que no se va, por más que lo intente.A mi lado, la pantalla de la laptop brillaba con una búsqueda que había comenzado impulsivamente y que ahora parecía una decisión inevitable. Opciones de alquiler en otras ciudades, posibilidades de traslado en mi trabajo, boletos de avión. Cada pestaña abierta era un recordatorio de que irme ya no era solo una idea… era un plan en marcha.Pero entonces llegaba el miedo. Ese molesto, insistente nudo en el estómago que me hacía cuestionarlo todo.¿Realmente podía empezar de cero?¿Realmente quería hacerlo?Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, sacándome de mi enredo mental. Miré la pantalla: un mensaje de Sofía."¿Ya lo decidiste? Porque si no, voy a ir a tu casa a empacarte yo misma."Reí por lo b
El sonido del altavoz anunciando el aterrizaje me sacó de mi letargo. Parpadeé, como si solo en ese instante mi cerebro comprendiera realmente lo que estaba pasando.Nueva ciudad. Nueva vida.Mi pecho se expandió con una mezcla de emoción y miedo cuando el avión tocó tierra. Miré por la ventanilla: la vista era diferente, los edificios, el cielo, incluso la luz del atardecer tenía un tono distinto.No había vuelta atrás.Tomé mi equipaje de mano con manos temblorosas y me mezclé con los demás pasajeros. Algunos volvían a casa. Otros, como yo, llegaban sin saber exactamente qué esperar.El aeropuerto era un caos de maletas, anuncios y voces en diferentes tonos. Me abrí paso hasta la zona de taxis y di la dirección de mi nuevo apartamento.A medida que el auto avanzaba, observé la ciudad con ojos de forastera. No era como mi antigua casa. Aquí, nadie me conocía. Nadie sabía que había sido la esposa de alguien que apenas me miraba. Nadie tenía expectativas sobre mí.Por primera vez en mu
Las puertas del ascensor se cerraron con un sonido seco, atrapándome en un cubículo de acero y nerviosismo.Respiré hondo.Era solo un primer día de trabajo. No era el fin del mundo.Mis manos estaban frías y sudorosas, a pesar de que llevaba una chaqueta ligera sobre mi blusa de seda. Ajusté el bolso en mi hombro y miré la pantalla donde los números ascendían lentamente.Piso 7.Piso 8.Piso 9.Vamos, Helena, no es la primera vez que comienzas un trabajo.Pero sí
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa interrumpió mi momento de paz.Suspiré, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, y estiré la mano para verlo sin mucho interés. Pero en cuanto mis ojos se posaron en la pantalla, el aire pareció congelarse a mi alrededor.Diego.Mi estómago se contrajo.Por un segundo, mi primer instinto fue dejar que sonara hasta que se detuviera. Ignorarlo. Fingir que no existía.Pero algo dentro de mí, una parte testaruda y masoquista, deslizó el dedo sobre la pantalla y respondió.—¿Hola?
Me estoy empezando a sentir como en casa. No en el sentido literal, claro, porque aún estoy acostumbrándome a cada rincón de este apartamento, pero sí en lo que respecta al trabajo. En poco tiempo, me he integrado en el equipo, y aunque todavía soy la nueva, no me siento como una intrusa. Hay algo reconfortante en esta rutina de llegar temprano, sentarme frente a mi escritorio y empezar a trabajar. Por fin algo en mi vida tiene orden. Algo que no depende de decisiones impulsivas ni de emociones desbordadas.Pero siempre hay algo. Algo que no puedo evitar notar, como una sombra en la esquina de la habitación que parece moverse sin que nadie lo vea.—¿Has oído lo de Adrián? —pregunta Laura en voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.
Firmar un papel nunca había pesado tanto.Miro el bolígrafo entre mis dedos y el documento sobre la mesa. Solo es tinta sobre papel, pero siento que al estampar mi firma estaré enterrando seis años de mi vida.—Cuando estés lista —dice el abogado con voz neutra.Lista. Qué palabra tan absurda. ¿Cómo se supone que una mujer está lista para firmar el fin de su matrimonio a los 24 años?Diego está sentado frente a mí. Su postura es perfecta, como si estuviera en una reunión de trabajo, con ese aire de arrogancia que siempre me hizo sentir pequeña. Su camisa blanca impoluta, el reloj caro en su muñeca, la expresión de alguien que solo quiere acabar con esto. Ni siquiera me mira.Aprieto los dientes. Esto es lo que quería, ¿no? Luchar por un matrimonio en el que yo era la única que ponía esfuerzo fue agotador. Me convencí a mí misma de que Diego cambiaría, que un día despertaría y vería todo lo que yo hacía por él. Pero no. Nunca cambió. Y yo, como una ilusa, seguí esperando. Hasta que un