CAPÍTULO 3: ES MI DERECHO.

CAPÍTULO 3: ES MI DERECHO.

ACTUALIDAD…

La puerta se abrió de golpe y sacó bruscamente a Adeline de su sueño. Se incorporó de inmediato, temblando y con el corazón acelerado. En la puerta, estaba Giovanni D’Ángelo, su esposo. Tenía la ropa desarreglada y olía a alcohol.

—¿Estuviste… estuviste bebiendo? —preguntó, con voz entrecortada, la garganta seca por el miedo.

Él esbozó una sonrisa ladeada, una que no mostraba más que burla. Dio un paso y cerró la puerta detrás de él. Adeline tragó saliva, su pecho subiendo y bajando rápidamente mientras intentaba controlar su respiración. Observó con nerviosismo cómo su esposo comenzaba a desvestirse, desabrochando lentamente los botones de su camisa.

Había pasado un año desde que se casaron, pero la sensación de soledad y vacío no había hecho más que intensificarse. Desde el día de la boda, él la había tratado como si no existiera. No la miraba y apenas le dirigía la palabra.

Para Giovanni, ella era como un objeto sin valor, una presencia invisible y molesta en su vida. Después de casarse, él compró una casa a las afueras de la ciudad. Una mansión grande y fría, aislada, que se había convertido en su prisión silenciosa.

Solo la visitaba una vez al mes, cumpliendo con lo que era una obligación, un requerimiento del contrato de matrimonio y, sobre todo, la petición de su abuelo. Y cuando llegaba, siempre lo hacía tarde en la noche, con el mismo aire distante y gélido con el que la había mirado ese día en el altar. Y cada encuentro entre ellos era un recordatorio de la repulsión que él sentía por ella.

Un año no había suavizado su trato; si acaso, lo había endurecido más. Pero a pesar de todo, ella había mantenido la esperanza. Porque durante ese año, había hecho todo lo posible por ser una buena esposa. Había aprendido sus comidas favoritas, cómo le gustaba el orden en la casa, sus rutinas. Había mantenido la mansión impecable, preparado las cenas que él nunca comía y esperado pacientemente, mes tras mes, esperando que quizás, algún día, algo cambiara.

Quería que él se diera cuenta de que no era la mujer calculadora que él creía. Y que en realidad lo amaba. Se estremeció por completo al escuchar el tintineo de la hebilla de su cinturón.

—¿Qué… qué vas a hacer? —preguntó, aunque la respuesta era evidente.

Él dejó escapar una risa fría y se acercó a ella con pasos lentos, estudiándola como un depredador acecha a su presa.

—¿Qué crees? —dijo y, sin previo aviso, la tomó con brusquedad por la muñeca, jalándola hacia él—. Hoy es el último día del mes…

La agarró de los brazos y la atrajo a su cuerpo y ella dejó escapar un pequeño grito ahogado, intentando inútilmente zafarse. Su cuerpo entero temblaba, y su mente buscaba desesperadamente una salida. No podía tener sexo con él, no ahora. Tenía miedo de dañar al bebé que ahora crecía en su vientre.

—Por favor… —dijo—. No tienes que hacer esto…

Los ojos de Giovanni brillaron malvados y su sonrisa se ensanchó, pero no había calidez en ella, solo desprecio.

—¿Qué teatro es este? ¿Eh? ¿Acaso pretendes llamar mi atención haciéndote la difícil? —cuestionó, mientras sus manos comenzaban a bajar los tirantes del camisón de Adeline—. ¿No fuiste tú quien se metió en mi cama? ¿Quién hizo toda una trampa para obligarme a casarme contigo?

Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar sus propios errores.

—¿Qué pasa Adeline? ¿Te quedaste sin palabras? Tú, una perra calculadora. Pensé que tratarías de defenderte como siempre, inventando esa excusa barata de que tu padre te obligó. Solo muestra… —El camisón cayó al suelo, formando un charco de tela a sus pies. Y él la observó con una intensidad casi animal, sus ojos recorriendo cada centímetro de ella. Porque a pesar del odio que sentía por ella, su cuerpo reaccionaba, lo que solo alimentaba más su ira interna—. … Tu verdadera cara. Lo que siempre has sido y que ocultas tras esa fachada de hija desvalida.

—Giovanni, por favor… —ella trató de apartarse, pero él la sujetó con fuerza, su mano ahora apretando su mandíbula con una brutalidad que la hizo soltar un jadeo de dolor.

—Tú querías esto, Adeline. Me obligaste… —susurró, mientras sus labios rozaban los de ella, sus nudillos recorriendo su piel—. Así que cumple con tu papel y abre las piernas para mí… esta y todas las noches que quiera.

Giovanni lamió sus labios con arrebato, y su aliento caliente la envolvió, pero no había ternura, solo una demanda fría y cruel.

—Compórtate como una esposa —exigió, antes de caer en la cama con ella.

Deslizó sus manos con destreza por el cuerpo de Adeline, sintiendo la calidez de su piel bajo sus dedos. A medida que bajaba los tirantes de su camisón, sus labios siguieron el recorrido, rozando la suavidad que, aunque nunca admitiría, deseaba con una urgencia incontrolable. Desde aquella noche en el hotel, ella se había convertido en su obsesión secreta.

No la amaba, eso lo tenía claro, pero la deseaba con una intensidad que lo consumía.

La tomó con una necesidad casi salvaje, devorando cada parte de ella con una insaciable hambre. Adeline, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse firme, pronto se rindió a sus deseos, moviendo sus caderas al ritmo de los embites, correspondiendo cada movimiento con igual pasión. Su amor por Giovanni era más fuerte que su orgullo, y cada vez que la tocaba, su cuerpo respondía, traicionando su mente.

Lo amaba. Lo había amado desde siempre.

—Te amo —le susurró, desde el fondo de su alma, entregándose a él una vez más, creyendo que esta vez sería diferente, que esta vez él vería su amor.

Giovanni bajó la cabeza hacia su cuello, mordiendo ligeramente su piel mientras sentía que el momento culminaba.

—No te confundas, Adeline. Esto no tiene nada que ver con amor... Eres solo un cuerpo. Uno que no puedo resistir, sí, pero también uno que jamás significará nada para mí.

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