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La mujer con la que dormí

Ya estaba despertando.

Maximiliano abrió los ojos lentamente, sintiendo la suavidad de las sábanas bajo su cuerpo y el calor de alguien más a su lado. El cabello rojizo de la mujer hacía cosquillas en su pecho desnudo mientras sus brazos aún la rodeaban.

Estaban tan cerca que parecían fundirse sus cuerpos.

Su mente repasó los recuerdos de la noche anterior, y una sonrisa ladeada se formó en sus labios.

Había sido increíble. Había sido una noche perfecta.

No había estado con nadie desde que su prometida confesó todo aquello y se casó con otro. Desde entonces, su cuerpo jamás había respondido de tal manera a nadie más, además de que era incapaz de pensar en el deseo sexual, su corazón estaba herido, el placer era lo que menos le importaba. 

Pero aquella noche muchas cosas cambiaron, al menos en la parte física.

Nunca pensó poder disfrutar con nadie más de aquel acto, pero Ariadna lo cambiaba todo.

Esa noche cambiaba muchas cosas.

Con cuidado, movió a la mujer, intentando no despertarla. Sus respiraciones eran lentas y constantes, como si estuviera profundamente dormida.

—Ariadna. —El nombre resonó en su mente mientras se separaba de ella, sentándose en el borde de la cama. Sus pies tocaron la alfombra mientras recogía su ropa esparcida por el suelo. Había sido una noche para recordar.

Sus gemidos, el placer que sintió, como ella temblaba bajo él.

Al ponerse de pie, su atención fue captada por una puerta cercana. Pensó que era el baño, así que la abrió sin pensarlo demasiado. La luz del otro lado iluminó parte de la habitación contigua, revelando un espacio diferente, era extraño. Maximiliano frunció el ceño y cerró rápidamente la puerta, orientándose mejor. Un hotel con habitaciones conectadas, claro. Giró hacia la otra puerta y encontró el baño.

Se había quedado a dormir con ella tal como dijo que haría. Ahora debía irse.

Dentro del baño, se vistió rápidamente, sintiendo el agua fría contra su rostro mientras se lavaba. Sus ojos se encontraron en el espejo, y la sonrisa seguía allí. Una noche perfecta para cerrar su tiempo en Londres. Luego se iría, pero ya no con la marca de Amelie, sino de Ariadna. Eso era algo que le había estado preocupando, si huir no iba a ser bastante para olvidarse de ella y, aunque le costó atreverse por el amor que aún sentía hacia aquella mujer, no había salido nada mal una noche con Ariadna.

Buscó en su cartera una tarjeta con su información y pensó en dejarla para Ariadna. Ella le había intrigado, y aunque no esperaba nada más, le gustaba la idea de mantener el contacto.

Regresó a la habitación, caminando en silencio hacia la cama. La luz tenue de la mañana hacía que las pecas alrededor de la nariz de Ariadna fueran más evidentes. Maximiliano la observó por un momento, admirando su belleza.

Era hermosa, mucho más de lo que le pareció en la noche.

Su piel estaba sin maquillaje y de ese modo se veía mucho más joven.

Demasiado. Casi alarmante.

Sus manos ajustaron las sábanas para cubrirla mejor. Luego colocó la tarjeta en la mesa de noche y, con un gesto suave, dejó un beso en su mejilla.

Se dio la vuelta, listo para marcharse. Pero al llegar a la puerta, se detuvo. Algo le incomodaba. Una sensación extraña se apoderó de él, como si algo no estuviera bien. Demasiado quieta. Demasiado callada. Muy dormida.

Regresó a la cama y tocó el hombro de Ariadna.

—Ariadna —susurró, intentando despertarla con suavidad para no asustarla ni sobresaltarla.

No hubo respuesta. Maximiliano frunció el ceño y la sacudió un poco más fuerte.

—Ariadna, despierta. —Esta vez su tono fue más firme, pero ella no reaccionó.

Un nudo se formó en su estómago mientras tomaba su muñeca, buscando su pulso. La sensación bajo sus dedos era débil, apenas perceptible. Cambió rápidamente a su cuello, presionando con precisión. El pulso estaba allí, pero era lento.

—¿Qué demonios...? —murmuró, su voz teñida de preocupación.

Con movimientos rápidos, apartó las sábanas y se inclinó sobre ella. Levantó sus párpados, revisando sus pupilas. La luz de la lámpara reflejada en sus ojos le dio la información que necesitaba. No había respuesta.

Su mente de médico se activó. Maximiliano tocó su frente, buscando algún signo físico que le explicara su estado. Llevó dos dedos a la base de su mandíbula, buscando nuevamente el pulso, mientras su mirada recorría su cuerpo. Algo no estaba bien.

—Ariadna, despierta. —Esta vez su tono era casi una orden, pero su voz tembló ligeramente.

Con un suspiro cargado de tensión, se puso de pie y tomó su teléfono móvil. Marcó el número de emergencias mientras regresaba al lado de la cama, su otra mano revisando los signos vitales básicos de Ariadna. Sus pupilas seguían lentas al responder, su respiración apenas perceptible.

—Necesito una ambulancia en el Hotel Trafalgar, habitación 524. Una mujer está inconsciente. El pulso es débil, pero presente. —Su voz era firme, profesional, aunque la preocupación lo carcomía por dentro.

Le dieron instrucciones mientras se movía rápidamente por la habitación, colocando a Ariadna en una posición más cómoda. No podía permitirse perder el control. Sabía qué hacer, pero la incertidumbre de lo que había sucedido lo mantenía al borde del colapso emocional. Porque ella había estado bien en la noche, no sabía cómo había llegado a este estado cuándo.

Colgó el teléfono y volvió junto a Ariadna, sosteniendo su muñeca mientras contaba los segundos entre latidos. Miró su rostro sereno, ahora alarmante por lo inerte que estaba.

Minutos después, el sonido de las sirenas llenó el aire. Maximiliano se dirigió a la puerta, abriéndola para dejar pasar a los paramédicos. Mientras ellos ingresaban y comenzaban a revisarla, él se quedó al margen, su mandíbula tensa y sus manos apretadas en puños.

No podía quitarse de la cabeza una sola pregunta: ¿Cómo había terminado todo así después de una noche que parecía tan perfecta? ¿Qué le había sucedido a esa mujer?

Ariadna no parecía estar muy bien.

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