Ironía.

Cuando por fin estuvo dentro de la habitación, oyó nítidamente las disculpas de la fémina inexperta; se situó frente a una de las pequeñas cámaras transparente y analizó detalladamente el pueril cuerpecito. Irguió un dedo hasta deslizarlo sutilmente por la superficie translúcida de la incubadora y entonces esta comenzó a emitir cierto sonido.

Una de las mujeres atravesó de prisa por la habitación; frenética y espetando órdenes, manipuló la incubadora hasta que sus manos alcanzaron el cuerpito del neonato.

—¡No respira! —exclamó la mujer a las otras—. Llamen urgente al Dr. Alexander, por favor —demandó.

Observó a la fémina experta maniobrar con apartados de respiración artificial y luego con manos decididas, manipulaba el indefenso cuerpito del recién nacido.

Un llanto acaparó la habitación seguido de otro y otro más, pero ninguno provenía del diminuto bebé que yacía entre las manos de la mujer.

Abandonó la habitación, dejando atrás aquel mar de llantos y lamentos por parte de las otra
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