Capítulo 4: Toma el atajo

«¿Por qué tomar el camino largo cuando puedes coger un atajo?»

***

Camino por el pueblo, distraída con la peculiaridad de este sitio, y noto que me gano las miradas extrañadas de los presentes. Las personas aquí son raras y un poco anticuadas. Por lo menos existen los servicios públicos, como la electricidad, teléfonos fijos, agua y demás. Todavía no me creo que nadie aquí use celulares, es como si hubiese viajado al pasado donde la tecnología se limitaba a un enorme cajón a la que llamaban computadora.

Pero, ¿qué se puede esperar de un pueblo que ni siquiera está registrado en el mapa? Cuando mi madrina me habló de Hadima creí que estaba alucinando, puesto que ni siquiera en G****e aparecía.

Sin embargo, así como cada lugar tiene sus contras, también sus ventajas; ya que por lo menos, aquí el dinero vale mucho. Con los pocos centavos que tenía, logré contratar los servicios de la electricidad y el teléfono, así que sólo me falta buscar a un plomero que no cobre mucho o a quien pueda hacer pagos mensuales por su servicio. Si no arreglo el desastre en mi casa, me será imposible empezar a trabajar.

 —Hola —saludo con cortesía en una ferretería casi destartalada; me parece que este lugar está en bancarrota.

 —¿Qué desea? —me pregunta un señor entrado en edad, con cara de malos amigos y en un tono rudo, como si yo lo estuviera molestando. ¿Dónde ha quedado el buen servicio al cliente?

 —Necesito un plomero —me limito a decir. De inmediato, todos los presentes se ríen de un chiste que no creo que haya hecho.

 —¡Mario!, ¿cuál es el precio de los plomeros? —se burla—. ¿Cómo lo quiere? ¿Gordo, flaco, feo, bonito? Siempre he escuchado que las mujeres buscan casarse con un abogado, doctor, gobernador, el rey o el tan mencionado príncipe azul, pero ¿un plomero? —Vuelve a reír.

Las mejillas se me tornan rojas.

 —Necesito servicios de plomería —aclaro, pero esos inmaduros vuelven a reír.

 —Señorita, si sabe leer podrá notar que esto es una ferretería, no hacemos servicios de plomería aquí —dice de mala gana. Suspiro, sintiéndome una completa idiota y abochornada. No sé nada de estas cosas porque nunca había tenido que vivir por mi cuenta, sino hasta ahora.

 —¿Dónde puedo encontrar uno? —pregunto mientras trato de disimular la vergüenza con un tono neutro, deseosa de que este momento embarazoso termine cuanto antes.

 —En el mercado hay un hombre que se llama Pancho; él es plomero y tiene su propio negocio. No solo es plomería, creo que es albañil también.

 —Muchas gracias, señor —agradezco, y agito mi cabeza para acentuar el gesto, mas él sólo hace una mueca de disgusto.

Me marcho de allí en un santiamén, puesto que no soporto la vergüenza, y me dirijo al mercado. Al llegar, una extraña nostalgia me invade. Siento como si estuviera en un cuento infantil o una película de Disney. No puedo negar que ver tantos colores y personas alegres por doquier es muy agradable.

Observo el impecable mercado, donde cada vendedor mantiene su puesto limpio y organizado, cuyas frutas son enormes, llamativas y muy variadas. También hay panaderías y reposterías que emanan un exquisito aroma; asimismo, contemplo fascinada los puestos de flores, carnicerías, pescaderías y otros productos; todos brillan por la calidad y la buena presentación.

Me estoy enamorando de este hermoso lugar, donde se respira paz y alegría. Las calles, pese a que lucen muy anticuadas, resaltan por su nitidez, el asfaltado perfecto, pequeños parques con árboles y un sin fin de flores, tanto silvestres como ubicadas de manera decorativa en cada esquina. ¡Es un lugar hermoso!

Vislumbro un puesto de flores y me apresuro a donde se encuentra el vendedor, dado que se ve amable. Temo encontrarme personas como la de la ferretería, quienes se burlaron de mí sin ningún reparo.

—Hola —saludo con una sonrisa cortés.

 —Hola, bella joven, tengo la flor perfecta para usted. —Agarra una rosa roja y la extiende hacia mí—. El rojo te define, chica apasionada.

Tomo la flor con ojitos maravillados. Aquí todo es grande y lleno de vida, con mucha esencia. Aparte de la rosa en la canasta que encontré en mi patio, esta es la más hermosa flor que he visto en mi vida, tan parecida a la que aún adorna mi cocina.

 —Disculpe, pero no puedo comprarla —digo cabizbaja, volviendo a mi pobre realidad.

 —Es un regalo.

 —Gracias... Por cierto, ¿sabe dónde puedo encontrar al señor Pancho? El que es plomero.

 —Por supuesto. Sólo siga esa calle, siempre derecho, y doble a la izquierda cuando llegue a la esquina. Está cerca de la repostería Miel del cielo.

 —Interesante nombre.

El hombre ríe con libertad.

 —Ellos tienen razón. La miel que usan para acompañar sus postres es deliciosa, a tal punto, que pareciera proceder del mismo cielo. Sus pasteles son los más sabrosos del pueblo.

 —Entiendo. Muchas gracias —me despido de él, ondeando mis manos. Tomo el sendero que me dijo el florestero mientras miro por todo mi alrededor.

 —¡No puede ser! —La voz gruesa de la persona con quien he chocado me saca de mi ensoñación, dándome a entender que he atropellado a alguien.

 —¡Lo siento!, me distraje... ¿Estás...? —me disculpo apenada, pero al encarar a mi víctima me quedo perpleja. ¿Es posible lo que estoy viendo? Digo, he conocido a hombres atractivos en mis veintidós años de vida, mas nunca una belleza tan exótica, hipnótica, maravillosa...

 —No te preocupes. Por suerte el pastel no se arruinó. Por un momento pensé que se había dañado... —responde él con voz serena.

No entiendo por qué deja de hablar, pero no me importa. Me he perdido en esos ojos grises que parecen dos estanques de agua plateada y pura; nunca había visto una mirada tan linda. Sé que no estoy disimulando mi impresión; sin embargo, me imagino que este chico tiene que lidiar con esta situación siempre. Es que él parece sacado de un cuento de hadas.

Es la primera vez que veo a un hombre con el cabello plateado y que luzca tan natural. No es cana, no es tinte, es un color plateado real, que combina con sus ojos; quienes, a su vez, están rodeados de pestañas abundantes y oscuras, dando la impresión de un perfecto delineado

—¿Te conozco? —indaga él, al notar que me he quedado viéndolo como tonta. Niego con gesticulaciones, puesto que no soy capaz de formular palabras—. Me eres familiar. Si estás bien, entonces sigo mi camino.

Y es así como se pierde al doblar. Eso me recuerda... ¡Cierto! Tomo el mismo sendero del apuesto joven vestido de cocinero, y un suspiro se escapa de mis labios cuando vislumbro el pequeño local con un gran letrero que dicta: "Plomería y albañilería".

Cuando entro, siento como mi corazón late agitado al volver a ver al chico de cabello del color de la plata.

 —H-Hola... —Mi voz sale débil. De inmediato, todos los presentes se giran para mirarme.

  —¿Qué desea, señorita? —Un hombre de piel blanca, cabellera rubia y unas libritas de más se me acerca.

 —¿Puedo hablar con el señor Pancho?

 —Soy Pancho, belleza. Pero quita lo de señor, que me haces sentir viejo. —Al instante, todos los presentes lo abuchean, silban y dicen palabras sugerentes en forma de broma—. Ya, ya… Van a asustar a la chica. ¿Para qué soy bueno, lindura? —se dirige a mí con coquetería.

 —Necesito sus servicios. Mi casa es un desastre.

 —Será todo un placer ayudarte. ¿Eres nueva?

 —Sí. Cuando decidí mudarme no sabía la condición tan paupérrima de la vivienda; bueno, todo fue muy rápido y yo nunca había vivido por mi cuenta hasta ahora...

 —Entonces vives sola —deduce el hombre con malicia en la mirada—. ¿Dónde está tu casa? Podría ir hoy mismo.

 —Está en las afueras de Hadima, donde empieza el bosque. —Un silencio incómodo inunda el lugar, y la sonrisa de flirteo de aquel hombre empieza a desaparecer poco a poco.

 —¡Debe ser una broma! —Uno de los presentes vocifera de repente.

 —¿Me estás tomando el pelo, jovencita? —Pancho profiere molesto—. Soy un hombre ocupado, así que no estoy para juegos ni bromitas infantiles.

 —No, no estoy jugando. Vivo allí. —Me muerdo el labio inferior.

 —Pues le aconsejo que se mude de inmediato. Hay una bestia asesina en ese bosque.

 —¡Vuelven con lo mismo! —Me sorprendo cuando el chico de cabello plateado se acerca a nosotros. Su voz gruesa me provoca escalofríos—. Dejen de asustar a las personas con sus cuentos de patio. Es una ridiculez.

 —Muchacho, ¿ridiculez? ¿Qué sucede con los cuerpos que encontraron destrozados en el bosque?

 —Pudo haber sido un animal y eso sucedió en la profundidad de este no en sus alrededores. Siempre se ha advertido a los pueblerinos que, si van a acampar, no vayan más allá de la línea.

 —¿La línea? —pregunto intrigada.

 —Es una parte del bosque donde los árboles son coloridos y hay más niebla. Algunos curiosos han decidido cruzarla y no les va bien.

 —¿Y cómo han descubierto sus cuerpos?

 —Siempre aparecen frente a la línea. Es como una advertencia.

 —Ya deja de decir tonterías, chiquillo —lo interrumpe Pancho, luego me mira a mí—. Niña, ni mis empleados ni yo hacemos servicios en esos alrededores. Debes haber notado que el lugar está abandonado, son muy pocos los tontos que se han quedado a vivir allí.

 —Pero necesito arreglar la casa, está inhabitable y debo empezar a coser para poder vender y generar ingresos.

 —Pues múdate o vuelve al lugar de donde has venido. Existen otros pueblos donde se puede vivir bien.

 —No tengo una casa en otros pueblos y no me queda nadie en la ciudad.

 —¿La ciudad? ¿Qué es eso? —Me quedó estupefacta. O estas personas están todas locas o yo soy víctima de sus bromas pesadas.

 —La ciudad. Edificios gigantescos, mucho tráfico, contaminación ambiental, ruido, multitudes en las calles...

 —Ese pueblo llamado ciudad suena bastante complicado.

 —¿Se están burlando de mí? ¿Nunca han escuchado sobre Burgas?

 —No. ¿Es un nuevo pueblo? Según la geografía, el mundo tiene ocho pueblos y un sin fin de aldeas ocultas. Además de los lugares rurales. Bueno, sin mencionar las comunidades clandestinas de los seres especiales, pero eso es sólo leyenda.

 —Ya... —balbuceo, molesta. Odio que las personas se burlen de mí—. Dado que ustedes no están dispuestos a trabajar, ¿existe algún otro lugar donde yo pueda solicitar el servicio?

 —Estamos dispuestos a trabajar, pero no en la entrada del bosque. En cuanto a otros plomeros en el pueblo, pues los del gobierno, pero esos cobran una fortuna y tendrá que esperar semanas para que vayan a su casa. Así funcionan los servicios en Hadima.

Suspiro, cansada de esta situación. ¿Por qué todo en mi vida se va a la deriva?

 —Yo puedo ayudarte —interviene el chico de cabello plateado—. Trabajé con Pancho hacen unos años, por lo que sé el oficio.

Me quedo pasmada sin saber qué decir.

¡Tonta, responde ya!, no debes dejar pasar esta oportunidad que no volverás a tener.

 —¿De verdad? Muchas gracias. ¿Cuánto cobras por el servicio?

 —Debo ir a ver, de acuerdo a como estén las cosas te pongo un precio.

Al escuchar su respuesta mi estómago se contrae. Cuando vea el desastre me cobrará una fortuna.

 —Deberías dejarme el pastel gratis porque te ganaste una clienta gracias a mí —dice Pancho con una sonrisa traviesa.

 —Ya mucho he hecho con traértelo yo mismo y ni siquiera lo hago por ti. Dile a Sofía que le puse relleno de chocolate como a ella tanto le gusta. Ramiro te traerá la factura dentro de un rato —contesta el chico, antes de dirigirse a la salida.

Camino detrás de él con pasos rápidos y el nerviosismo calando mis huesos. Una vez afuera, él se detiene.

 —Entonces vives en la casa que está en la entrada del bosque —afirma con una sonrisa extraña, que me hace temblar. Por alguna extraña razón, esta persona me es muy familiar.

 —Sí... —arrastro el monosílabo—. ¿Cuándo puedes ir?

 —Hoy mismo. Desde termine mi turno en la repostería.

 —Te escribo la dirección...

 —No hace falta... —me interrumpe—. Conozco el lugar y la casa. Me imagino que es la que ha estado abandonada por más de quince años.

Agrando los ojos y lo miro directo a los suyos. Error, me he perdido en el misterio que los envuelve.

 —Nos vemos en la tarde, Caperucita. —Salto en mi lugar al escuchar "caperucita" o eso creí haber oído.

 —¿Cómo me llamaste?

 —Sólo bromeaba. Es que en aquella casa vivió una niña a la que todos le llamaban así. Era pequeño en ese entonces, pero me parece que siempre vestía una capa roja.

 —Como en el cuento... —susurro.

 —¿Cuál cuento? —pregunta, lleno de curiosidad.

 —Vamos. Todos conocen el cuento de Caperucita roja y el lobo feroz.

El semblante le cambia de repente por uno lleno de desconcierto.

 —¿E-El lobo feroz? Nunca he escuchado tal cuento, pero debes saber que no siempre el lobo es feroz.

Río con ganas.

 —No he escuchado de un lobo que sea manso; sin embargo, te daré el beneficio de la duda. ¿Cuál es tu nombre?

¿Estoy flirteando?

 —Soy Arel.

 —Yo me llamo Aliana. Mucho gusto, Arel.

 —Créeme que el gusto es mío, Aliana. Nos vemos en la tarde. No me dedico al oficio, pero haré un buen trabajo y a buen precio; así no tendrás que esperar por varias semanas. Es como un atajo en tu vida.

Y de esa manera se despide. Lo observo hasta que desaparece de mi campo de visión. Qué suerte encontrarme con él, ya que pronto podré trabajar.

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