Capítulo 3: La canasta de las cintas rojas

—Caperucita, toma la canasta de cintas rojas, que te he puesto comida para un día. Ahora corre al bosque y no mires atrás. Escoge el camino de las flores rojas y no te quites tu capa.

 —Mami, pero en el bosque está la bestia.

 —Mi amor, mientras tengas tu capa, la bestia no te dañará.

 —¿No vienes conmigo?

 —Espérame junto al niño de los ojos grises, él te guiará.

 —¿Y cómo lo encuentro?

 —Él te encontrará. Mi amor, si llegas a ver a la abuelita...

Un sonido brusco me despierta, provocando que salte de la cama con exaltación.

Solo fue un rayo.

Suspiro, aliviada.

Después de lo sucedido en la tarde, conciliar el sueño fue toda una odisea, ya que cada mínimo sonido y hasta el mismo silencio me ponían alerta. Tal vez deba rendirme y regresar con el dinero que me queda a la ciudad, aunque tenga que vivir debajo de los puentes como mendiga; quizás si tengo suerte consigo un albergue del estado; cualquier cosa sería mejor que morir despedazada por un psicópata.

Con ese pensamiento vuelvo a dormir, motivada por el deseo de soñar otra vez con aquella hermosa mujer rubia de ojos verdes, a quien llamo madre en mis sueños. ¿Será que se tratan de esos recuerdos que perdí?

***

Me levanto de la cama adormilada aún. Debo parecer una cosa rara ahora mismo. Apenas pude pegar los ojos en la madrugada y otra vez tuve esos sueños extraños, que solía tener cuando era una niña.

Tras un baño "reparador" —y con sueño aún—, entro a lo que debería ser una cocina. Quiero llorar, gritar o golpear a alguien. Necesito comer alimentos no polvo, cucarachas ni arañas. ¡Odio este lugar!

Bien, debo actuar como una adulta. Lo primero es resolver el asunto de la electricidad y el teléfono. Necesito llamar a mi madrina y hacerle saber que llegué bien, ¿quién sabe?, tal vez ella pueda prestarme dinero para arreglar esta catástrofe a la que llamo hogar.

Sí, usaré mis últimos centavos para poner luz y teléfono, por lo que espero poder llamar a mi madrina hoy mismo.

Con este pensamiento en la cabeza voy en busca de mi bolso, donde también se encuentra mi desayuno. Entro a la habitación y me pongo a rebuscar. Cuando lo hallo, me siento en la cama admirando la única comida que tengo a mano: Una barra de chocolate. ¿Cómo es que he podido caer tan bajo?

No entiendo la razón de querer curiosear por la ventana otra vez, pero lo hago. Hay algo en ese bosque que me atrae, que me invita a ir a él. No sé en qué momento mis manos cobran vida, pero ya he corrido las cortinas para ver a través del cristal. Allí está el hermoso verde oscuro que me atrae. Pero...

¿Qué es eso?

Pego mi rostro al cristal como si con esa acción pudiera ver mejor, mas rendida, decido ser valiente e ir a revisar por mí misma. No creo que al loco asesino se le ocurra atacar en plena luz del día, además, nadie puede asegurar que sea una persona. Si fuese así, hubieran restringido este lugar. Quizás sólo sea paranoia de los pueblerinos y la realidad es que haya lobos en el bosque, por lo tanto, si no me acerco a este no habrá problemas.

«Recuerda la figura que viste ayer», me reprende mi parte lógica.

Creo que lo imaginé.

Es decir, nuestra mente nos juega bromas pesadas cuando estamos asustados; creo que me dejé llevar por las palabras exageradas de ese detective. Estoy segura de que mi madrina no me hubiera convencido de venir a este lugar si hubiera peligro en la zona.

Después de convencerme a mí misma de salir, abro la puerta y el frío de la mañana me recibe; debí ponerme un abrigo. Camino mientras me abrazo a mí misma buscando lo que creí haber visto. Luego de unos minutos en los que observo todo mi alrededor, vislumbro el objeto que creí ver mientras curioseaba a través de la ventana de mi habitación. Me acerco sorprendida y desconcertada, ¿acaso estoy alucinando?

Con manos temblorosas, recojo la canasta adornada con cintas rojas y la observo como si fuera una bomba o algo así.

 —Tiene... —balbuceo, presa del asombro—. La canasta tiene... —Siento que el piso se vuelve gelatina y todo se torna borroso. Puede que me desmaye de la impresión.

No sé si tirar la canasta lejos para que explote en los aires o dejar mi recelo y llevarla conmigo. Creo que la segunda opción no sería prudente, pero mi estómago exige las delicias que allí se encuentran. ¿Y si su contenido está envenenado? O puede que contenga algún somnífero que le facilite su trabajo al asesino psicópata.

Como ya no tengo nada que perder y no sé si estoy mejor muerta que viva, he tomado la canasta y entrado a la casa. Observo el objeto, que se encuentra en la mesa de lo que debiera ser mi cocina, mientras me siento frente a ella como esperando a que explote en cualquier momento. Después de unos minutos en plena tranquilidad y silencio, decido revisar la canasta al fin, puesto que la curiosidad le ha ganado a la cordura.

Cuando lo hago, mi estómago gruñe ante lo que mis ojos ven. Una jarra con miel, un pastel de fresas y un termo con una bebida caliente me hacen agua la boca. Descubro frutas picadas en un envase, cuyo empaque es transparente, y junto a estas delicias reparo en que hay una rosa roja.

¿Y si he robado una canasta que pertenece a alguien más? Digo, una persona pudo haberla dejado allí por accidente...

En realidad, no sé qué pensar.

¿Qué hago? ¿La devuelvo a su sitio?

Mi estómago vuelve a gruñir y es cuando decido convertirme en una vil ladrona, de todas formas, la dejaron en mi patio. Mi propiedad, mi canasta.

¿Y si es una trampa? Tal vez esté envenenada o drogada. ¿Y si hay un loco violador en los alrededores que sabe que estoy sola?

Existe una forma de averiguarlo…

Tomo un poco del pastel y lo tiro cerca de un orificio que está en la cocina y espero con paciencia. Al cabo de unos minutos, un ratoncito sale y empieza a comer mientras mira a los lados. Si el asunto este está envenenado o drogado, me resolverá el problema del ratón.

Después de que el animalito come, merodea un rato más para luego desaparecer por donde mismo vino. Espero una media hora y vuelvo a tirar otro pedacito de pastel, esta vez untado de miel y café con leche, que es la bebida que está dentro del termo y que me tienta a bebérmelo ya. El ratón vuelve a salir y se lo come. Espero un rato más y tiro un pedacito de fruta, el ratón sale y se lo lleva.

Me quedo observando el orificio y luego de media hora el ratoncito sale, merodea y se va para la sala. Lo sigo a hurtadillas y veo que se mete en medio de todo el desastre.

Resoplo con indecisión y vuelvo a la cocina. Saco la barra de chocolate dispuesta a ignorar la comida frente a mí, y es cuando vuelvo a ver al ratoncito entrar como si nada al orificio. Si la comida estuviera envenenada o drogada, ya ese ratón estuviera muerto o atolondrado, pero lo veo igualito.

Vuelvo a mirar la comida y me saboreo la boca por instinto. ¡Qué más da! Si me voy a morir que no sea de hambre; de todas formas, si no me mata el asesino, me mata la miseria. Con esta excusa barata e irresponsable, me como el contenido de la canasta.

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