capítulo 5 Adiós.

Era 5 de septiembre, el día señalado para la boda. Abajo, todo estaba dispuesto para la celebración. Los sirvientes habían seguido las instrucciones de Victoria al pie de la letra. Flores y decoraciones elegantes inundaban el salón y los jardines. En la sala principal se había dispuesto un pequeño altar donde los novios firmarían ante el juez.

Si bien Elizabeth había pedido algo discreto, Victoria hizo caso omiso e invitó a varias personas. Incluso Esteban había llegado del extranjero junto a su prometida, Laura, y los padres de esta. También estaban el alcalde, su esposa y varias figuras importantes. La mayoría había asistido por el novio; siendo el hombre más rico y poderoso del país, era imposible desairarlo.

—¿Qué pasó con la boda discreta y sencilla, Victoria? —preguntó Alfonso, ofuscado.

—Tonterías —replicó Victoria, restándole importancia—. ¿Te das cuenta de lo que significa para nuestra familia emparentar con Federico Alvear? A nadie le interesa lo que opine Elizabeth.

Alfonso enrojeció de furia, pero la enfermedad que lo aquejaba le restaba fuerzas para lidiar con su esposa.

—Algún día te darás cuenta de que el dinero no lo es todo, Victoria —susurró tristemente.

Ella ni siquiera lo escuchó. De pronto, un murmullo recorrió la sala: el novio había llegado.

Federico Alvear entró con la elegancia imponente que lo caracterizaba. Su traje negro impecable resaltaba su esbeltez; su cabello enmarañado y sus ojos azules, altivos y profundos, acaparaban todas las miradas. Era un hombre hermoso, un hombre al que cualquier mujer desearía con locura. Pero Elizabeth no era cualquier mujer.

A su paso, la gente se abría con respeto, saludándolo con la esperanza de ganarse su favor. Él los ignoró. Se detuvo solo frente a Alfonso.

—¿Dónde está? —preguntó fríamente.

—Lizzy está arriba. Me pidió que la espere aquí —dijo Alfonso, señalando la escalera.

Sin mediar palabra, Federico se dirigió al altar. Parecía no importarle nada más que firmar y cerrar el asunto. Mientras esperaba, un pensamiento lo inquietó.

—¿Y si escapa? No... No le haría eso a su tío. Además, tengo a mis hombres vigilando... Pero si encuentra la manera de escabullirse...

La idea lo hizo sentirse ridículo. No podía creer que una chiquilla caprichosa lo orillara a semejante inseguridad. Su expresión no cambió. Jamás demostraba debilidad.

—Es solo una mujer —pensó con frialdad—. Me caso con ella para darle una lección. Nadie me dice que no. Cuando la enamore y me canse de ella, la dejaré y seguiré con mi vida.

Arriba, Elizabeth también libraba su propia batalla interna.

Lucía la había ayudado a vestirse con un delicado pero sencillo vestido blanco sin mangas, que resaltaba la armonía de su figura. Apenas se había maquillado y llevaba su largo cabello negro suelto. El único lujo que portaba era un collar de esmeraldas, herencia de su madre, que le daba una falsa sensación de protección.

Se miró en el espejo con detenimiento.

—Hoy dejo de ser Elizabeth Valverde. ¿Quién seré después de esto?

Miró dos fotografías: una con Lucía y Pablo y otra con su madre. Sonrió tristemente y volvió los portarretratos boca abajo.

—Adiós, Lizzy... —se dijo, así misma.

No miró atrás al salir.

Cuando apareció en la escalera, un murmullo recorrió la sala. Era deslumbrante.

—La pareja perfecta —susurraban algunos.

—Oh, sí, tendrán hijos hermosos.

Otros, más maliciosos, susurraban:

—Al menos su belleza sirvió para algo. Salvó a su tío de la ruina.

Elizabeth sintió una mirada que la quemaba. Sabía de quién era. Levantó la vista levemente y se encontró con esos ojos azules, intensos y magnéticos. Bajó la mirada rápidamente y se aferró al brazo de su tío, dedicándole una débil sonrisa.

Al llegar al altar, Federico se adelantó, tomó su mano y la sostuvo con fuerza. Elizabeth se sintió sofocada; su cuerpo tembló levemente.

—Hola, querida Elizabeth —le dijo con frialdad.

Ella no respondió. No le daría el placer de su cortesía.

El juez comenzó la lectura del documento. Ambos dijeron "acepto" y firmaron. Mientras los invitados aplaudían, Federico la atrajo con firmeza y la besó. Elizabeth se quedó inmóvil. Jamás la habían besado. Y ahora, ese hombre despreciable lo hacía.

Mientras ella luchaba internamente, Federico sintió un deseo irrefrenable. Algo en su interior se desató. Quería seguir, poseerla en ese mismo instante. Un fuego incontrolable lo consumía.

Elizabeth reaccionó con discreción. Apoyó suavemente una mano sobre su pecho y, fingiendo una sonrisa para los invitados, susurró:

—No sea tan descarado, señor Alvear. Esto no era lo acordado.

Federico la miró con osadía.

—Yo no acordé nada, señora Alvear. Eres mi esposa. Puedo besarte cuando y donde quiera.

Ella estaba a punto de replicar, pero los invitados se acercaron a felicitarlos.

La velada transcurrió en aparente armonía. Elizabeth, por el bien de su tío, no debía cometer ninguna imprudencia. Aprovechó un momento para escaparse y encontrar a Lucía, quien, con algunas copas de más, se mostró brutalmente honesta.

—Diablos, Liz, ¡ese hombre casi te hace el amor allí mismo! —rio.

—¡Shh, cállate! —susurró Elizabeth, roja de vergüenza—. Recuerda que odio y desprecio a ese hombre.

Lucía le tomó la mano.

—Liz, mi querida Liz, ten cuidado. Odialo, desprecialo... pero no te enamores de él. No podrías ganarle.

Elizabeth se alejó, confusa. ¿Enamorarse? No, eso era imposible. Lo odiaba. Lo odiaba con todo su ser.

Desde lejos, Federico la observaba con intensidad. No le había quitado los ojos de encima desde que la besó. Algo en ella lo desafiaba... y lo volvía loco. La mirada de él era tan intensa, que Elizabeth se estremeció al sentirla sobre ella.

¿Tendría razón Lucia?

 

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