Desde su espaciosa y lujosa oficina en Downtown Houston, el corazón financiero más importante de la ciudad, Federico Alvear contemplaba el horizonte a través del ventanal de piso a techo. Los rascacielos resplandecían bajo la luz del sol, reflejando el mundo que él dominaba con mano firme. Todo lo que poseía estaba ahí, a su alcance: poder, riqueza, influencia… y pronto, también lo estaría ella.
—¿Alfonso Valverde ha dado una respuesta? —preguntó fríamente, sin apartar la mirada del paisaje. Su voz sonó calmada, pero su asistente, Víctor Parra, percibió la amenaza latente en sus palabras. Tragó saliva antes de responder. —No, señor, me temo que aún no ha logrado convencer a su sobrina; ya sabe que ella es su punto débil. El ceño de Federico se frunció. En un movimiento rápido, se giró con furia contenida, tensando la mandíbula y apretando los puños. —¡Qué estupidez! ¡Es solo una mujer, una bastarda que debería sentirse orgullosa de que alguien como yo quiera casarse con ella! Víctor bajó la cabeza, sintiendo la pesada atmósfera que se había instalado en la oficina. Durante años había trabajado para Federico Alvear y había visto de todo: tratos despiadados, negocios que destrozaban imperios enteros, alianzas que duraban lo que él decidiera. Pero esto… esto era diferente. Elizabeth Valverde se había convertido en una obsesión para su jefe. Todo comenzó la primera vez que la vio en un restaurante junto a su tío. En ese instante, Federico decidió que sería suya. La quería a cualquier costo. Envió flores, joyas, perfumes… y, sin excepción, todo había sido devuelto. Eso solo sirvió para avivar su deseo. Nadie le decía que no. Nadie se resistía a él. Y Elizabeth no sería la excepción. Fue en ese instante cuando tomó una determinación extrema: ahogar a los Valverde en deudas y cercar sus empresas hasta casi exterminarlas, con el único fin de obligarlos a ceder a sus designios. El asistente levantó la vista y observó a su jefe, parado frente al ventanal. Federico era un hombre imponente, de casi 1,90 metros de altura, atlético y esbelto. Sus facciones eran tan perfectas que parecían esculpidas a la medida. Su cabello castaño y sus profundos ojos azules ejercían un magnetismo irresistible, capaz de hechizar a cualquiera. Nadie se atrevía a decirle que no, y ninguna mujer se resistía a sus encantos; hasta el fatídico día en que Elizabeth Valverde se cruzó en su camino. Desde ese momento, no podía dejar de imaginarla: su cabello sedoso, sus intensos ojos verdes y, sobre todo, esos labios que él se había decidido a hacer suyos. ¡Poco le importaba que ella tuviese 19 años y él fuera 10 años mayor! Su padre le había enseñado el arte de negociar y alcanzar objetivos, asegurándole que, en los negocios, cualquier medio era válido si se lograba el cometido. Ayer se trataba de rescatar alguna empresa en desgracia; hoy, Elizabeth era el objetivo. Y cuando él se cansara de ella, sin duda habría otra víctima. —¡Comunícame con Valverde, voy a darle yo mismo el ultimátum! —ordenó, dejando ver en su voz la crueldad de su determinación—. Es necesario que entreguen a su sobrina; de lo contrario, él y su familia enfrentarán serias dificultades económicas y, quién sabe, podrían hasta perder su hogar. —Pero... pe... pero, señor —susurró Víctor con titubeo—, el hombre está muriendo; necesita atención médica. Federico giró lentamente sobre sí mismo y miró fríamente a su asistente. —¡Más a mi favor! —dijo sonriendo con una mueca helada, como si sus palabras no tuvieran más piedad que la del acero. Víctor, su rostro endurecido por la resignación, apenas podía creer lo que escuchaba. En el pasado había presenciado actos despiadados de su jefe en el mundo de los negocios, pero ahora se trataba de la vida de personas inocentes. Quizás fue la educación que recibió en su hogar. Su padre solo le enseñó a negociar y a ganar dinero, mientras que su madre siempre estuvo ausente, ya fuera por constantes viajes o por interminables reuniones sociales, dejando que sirvientes y tutores se ocuparan de su único hijo. Hasta que, un día, harta de las ausencias de su esposo y de la vida excéntrica que llevaba, huyó con un instructor que conoció en el club, llevándose consigo varios millones en el divorcio y dejando a su hijo de 12 años sin apenas cuidados. Ante esa situación, su padre tomó la drástica decisión de enviarlo al internado más costoso del extranjero, visitándolo esporádicamente. Luego, cuando consideró que estaba lo suficientemente preparado, Roberto Alvear le cedió el control de las empresas, asesorándolo y supervisándolo hasta que un día, repentinamente, murió de un infarto. “Creo que, en ese momento, Federico perdió la poca humanidad que le quedaba” pensó Víctor con amargura. Mientras tanto, Víctor lamentaba en silencio el destino que la pobre muchacha tendría que soportar, condenada a sufrir a manos del resentimiento y la despiadada ambición de un hombre sin alma. Fue en ese instante cuando tomó una determinación extrema: ahogar a los Valverde en deudas, cercar sus empresas hasta asfixiarlas y empujarlas al borde de la ruina. No habría escapatoria. Elizabeth sería suya, aunque tuviera que reducir a cenizas todo su mundo para lograrlo. Víctor Parra levantó la vista y observó a su jefe de espaldas, de pie frente al ventanal. Federico Alvear era la personificación del poder: un hombre imponente, de casi 1,90 metros de altura, atlético y esbelto, con unas facciones cinceladas a la perfección, como si el mismísimo diablo se hubiera tomado su tiempo para esculpirlas. Su cabello castaño y sus penetrantes ojos azules tenían un magnetismo inquietante, capaz de seducir y destruir con la misma facilidad. Nadie se atrevía a desafiarlo. Ninguna mujer se resistía a sus encantos. Hasta que Elizabeth Valverde apareció en su camino. Desde aquel fatídico día en que la vio por primera vez, la imagen de su cabello sedoso, sus intensos ojos verdes y sus labios rojizos y llenos, lo atormentaban sin tregua. Ella lo había rechazado, un desaire imperdonable que no estaba dispuesto a tolerar. ¡Poco le importaba que tuviese solo 19 años y él fuera una década mayor! Su padre le había enseñado que en los negocios no existía la moral, solo la victoria. Antes, sus presas eran empresas en desgracia que luego moldeaba a su antojo; ahora, Elizabeth Y cuando se cansara de ella, como siempre ocurría, sin duda habría otra víctima. —¡Comunícame con Valverde, voy a darle yo mismo el ultimátum! —ordenó con frialdad. Su voz resonó en la lujosa oficina como una sentencia inapelable—. Es necesario que entreguen a su sobrina; de lo contrario, enfrentarán serias dificultades económicas. Y quién sabe… podrían hasta perder su hogar. Víctor sintió un escalofrío. —Pero… pe… pero, señor… —susurró, con un hilo de voz tembloroso—, el hombre está muriendo; necesita atención médica. Federico giró lentamente sobre sus talones y lo miró con una sonrisa helada. —Más a mi favor. La indiferencia en sus palabras era como el filo de un cuchillo. Víctor sintió que un nudo le apretaba el estómago. En todos los años que llevaba trabajando para él, había sido testigo de jugadas despiadadas en los negocios, decisiones frías y calculadas, pero esto… esto era diferente. Ahora se trataba de vidas humanas. Por un instante, pensó en lo que había llevado a Federico a convertirse en este ser sin alma. Quizás la respuesta estaba en su infancia vacía de afecto. Su madre, siempre ausente, lo dejó atrás sin mirar atrás cuando él tenía sólo 12 años. Se llevó varios millones en el divorcio y desapareció con un amante. Su padre, en lugar de consolarlo, lo envió al internado más costoso del extranjero, donde aprendió que el amor era una transacción y que el poder era lo único que importaba. Cuando Roberto Alvear murió repentinamente de un infarto, Federico quedó solo en un trono de mármol y hielo. Tal vez fue en ese momento cuando perdió la poca humanidad que le quedaba. Víctor apretó los puños con impotencia. Elizabeth Valverde no tenía idea del monstruo que estaba a punto de devorarla.Lizzy refunfuñaba con resignación, desconocía por qué un hombre al que apenas había visto a la distancia alguna vez quería casarse con ella. Conocía su fama de mujeriego, déspota y arrogante y eso hacía que se negara más a aceptar el destino que su tío prácticamente de manera implícita le había impuesto. Si bien él no la obligaba, ella no tenía corazón para dejarlo “abandonado a su suerte” a Victoria y al molesto de Esteban, quizás sí " pensaba mientras sonría maquiavélicamente y divertida. Pero no a su amado tío Alfonso, él la había cuidado, mimado y le había dado todo lo que tuvo a su alcance para que ella recibiera una educación adecuada. ¡A través de los libros le había enseñado un mundo nuevo! Alfonso la valoraba y la protegía de los malos comentarios de la gente de alta sociedad, por su origen. Incluso de los maliciosos comentarios de su tía Victoria y de su primo Esteban, quien, aunque en la actualidad era más cercano a ella, en los primeros tiempos la tildaba de bastarda, j
La puerta de la habitación de Lizzy se abrió de par en par. La joven abrió sus ojos muy grandes. Al ver quien era la persona que entraba sin llamar. Lucía Mendoza su mejor amiga, acababa de llegar, agitada, con el rostro encendido y el aliento entrecortado. Su vestido ligeramente arrugado delataba que había corrido sin descanso hasta allí. —¡¿Estás loca Liz?! — dijo, a los gritos — ¿Cómo es eso que te casas con ese engendro? Lizzy se levantó lentamente de su cama, sus ojos esmeralda, mostraban que había llorado mucho, y su cara demacrada mostraban una tristeza absoluta. — Quién... ¿Quién te dijo? —preguntó, asombrada. — Tu tía le contó a mi madre, hace un rato y ella a mí, ¿Cómo es posible que siendo tu mejor amiga no me lo hayas dicho? — preguntó enojada. — No es algo que me enorgullezca contarlo— dijo, tirándose abatida sobre un silloncito. —¿Entonces? —Lucía, hay situaciones que escapan de mí, créeme tengo razones muy poderosas e importantes para mí que me orillan a
Era 5 de septiembre, el día señalado para la boda. Abajo, todo estaba dispuesto para la celebración. Los sirvientes habían seguido las instrucciones de Victoria al pie de la letra. Flores y decoraciones elegantes inundaban el salón y los jardines. En la sala principal se había dispuesto un pequeño altar donde los novios firmarían ante el juez. Si bien Elizabeth había pedido algo discreto, Victoria hizo caso omiso e invitó a varias personas. Incluso Esteban había llegado del extranjero junto a su prometida, Laura, y los padres de esta. También estaban el alcalde, su esposa y varias figuras importantes. La mayoría había asistido por el novio; siendo el hombre más rico y poderoso del país, era imposible desairarlo. —¿Qué pasó con la boda discreta y sencilla, Victoria? —preguntó Alfonso, ofuscado. —Tonterías —replicó Victoria, restándole importancia—. ¿Te das cuenta de lo que significa para nuestra familia emparentar con Federico Alvear? A nadie le interesa lo que opine Elizabeth. Alfo
—Recoge todas las pertenencias de la señora y llévalas a la mansión. En dos semanas volvemos —ordenó Federico a su asistente.Elizabeth estaba a su lado, pero era como si no existiera. Se abrazó a su tío Alfonso con desesperación, como si quisiera retenerlo para siempre.—Lizzy, solo deseo que seas feliz… y que no me odies —dijo el hombre con la voz quebrada.Ella alzó la mirada y vio que Federico se alejaba.—Tío, te prometo que estaré bien, mientras tú estés bien —susurró, antes de darle un beso en la mejilla. Luego se giró y, sin mirar atrás, caminó hasta el lujoso automóvil que la esperaba.—Adiós, Victoria. Quizás ahora estés un poco más feliz —murmuró antes de desaparecer tras la puerta del coche.La aludida la miró con asombro, pero no dijo nada.El chófer le abrió la puerta y Elizabeth agradeció con un leve asentimiento antes de entrar. A su lado estaba él, su flamante esposo, observándola con esa mirada que le resultaba incómoda, sofocante.—Elizabeth, querida, todo se ha hech
Federico llegó al majestuoso Hotel Regina, el orgullo de su familia y una de las cadenas más lujosas del mundo. Su chófer bajó las maletas mientras el personal del hotel, al reconocerlo, se apresuraba a atenderlo. No lo esperaban, pero en cuestión de minutos dispusieron la suite Emperador, la más exclusiva del hotel.Desde el balcón, contempló las luces vibrantes de la ciudad, un reflejo del lujo y el poder que siempre había rodeado su vida. Pero, en ese momento, no pensaba en negocios ni en éxito. Pensaba en Elizabeth. Si no fuera tan malditamente orgullosa, ahora mismo estaría disfrutando de su cuerpo, de su piel tersa y delicada, de esos labios que aún no sabían besar. Pero él se encargaría de enseñarles.El deseo lo golpeó con la fuerza de un vendaval. De solo pensarlo el deseo lo golpeó con la fuerza de un vendaval. Por alguna razón que desconocía, Elizabeth avivaba en él una lujuria que apenas podía controlar, ninguna mujer había logrado eso en él. Desde el día en que la vio y co
Lizzy durmió plácidamente toda la noche. Al despertar, apenas recordaba los sucesos de los días anteriores.—¡Diablos, estoy casada! — murmuró, incrédula, mirando su alianza.Se puso la bata y corrió las cortinas. El sol iluminaba con fuerza la habitación. Buscó su celular y encontró mensajes de su tío y de Lucía, ambos preguntando cómo iba todo. Contestó escuetamente, sin dar detalles. Pero de él, ni rastro. Arqueó una ceja. Supuso que estaría trabajando, o con alguna chica complaciente. Tal vez con esa heredera rubia con la que aparecía en las revistas. En realidad, no le importaba mientras no la molestara.Se dirigió a la cocina y, al instante, apareció una mujer de unos treinta años, sonriente y atenta.—Buenos días, señora Alvear. Soy Lupe Cardona, su asistente. El señor Alvear dispuso que yo la atienda en todo lo que necesite.Lizzy abrió los ojos con asombro. Jamás había tenido una asistente. En la casa de su tío había empleados, pero nada tan personal.—Lupe, muchas gracias, pe
Habían pasado unos 5 días sin ninguna noticia sobre su esposo. El día que llegó del paseo Lizzy había visto las llamadas perdidas y quiso llamarlo, pero después consideró que era en vano hacerlo puesto que, no tenía nada de qué hablar y a decir verdad cruzar dos palabras con Federico la incomodaba.Los días parecían eternos, así que localizó una librería y adquirió varios libros, ya que amaba leer. Era un hábito que había adquirido junto a su madre y luego continuó con Alfonso quien siempre le traía algún libro cuando regresaba de sus viajes de negocios.Como esos días había usado el dinero que su tío le depositaba todos los meses, consultó su saldo.— Diablos, tendré que ser más cuidadosa o tendré que pedirle dinero a ese hombre y me niego a hacerlo. Quizás debería buscarme un empleo, ¡Cuánto antes!Era demasiado orgullosa como para pedirle algo a alguien y mucho menos a Federico, pues ella lo consideraba despreciable y lo odiaba.De pronto sonó el teléfono.—Lizzy, ¿Cómo estás mi peq
.Parecía que Federico había hallado en las duchas frías la solución a cada encontronazo con Lizzy, eso le daba la oportunidad de bajar el fuego corporal y espiritual. Era una continua lucha con el mismo desde que la había visto. No podía entender cómo es que una chiquilla caprichosa, orgullosa e inmadura lo había atrapado así. Él era un hombre de mundo, había vivido diferentes situaciones y de todas, había salido airoso. En otro momento hubiese aprovechado la soltura de Elizabeth y se habría sacado ventaja de la situación, pero por alguna razón era incapaz de hacerlo. Mientras estaba besándola y casi por desnudándola se le vinieron a la mente muchas cosas. ¿Y sí ella se entregaba a él por obligación? o ¿porque estaba un tanto ebria? o quizás mientras él la besaba y acariciaba ¿ella pensaba en Pablo?. Ya no le bastaba el cuerpo de Lizzy, él quería absolutamente todo, su alma si era necesario. La consideraba suya sólo porque había logrado comprar su voluntad para que se ca