Capítulo 2 Federico

Desde su espaciosa y lujosa oficina en Downtown Houston, el corazón financiero más importante de la ciudad, Federico Alvear contemplaba el horizonte a través del ventanal de piso a techo. Los rascacielos resplandecían bajo la luz del sol, reflejando el mundo que él dominaba con mano firme. Todo lo que poseía estaba ahí, a su alcance: poder, riqueza, influencia… y pronto, también lo estaría ella.

—¿Alfonso Valverde ha dado una respuesta? —preguntó fríamente, sin apartar la mirada del paisaje.

Su voz sonó calmada, pero su asistente, Víctor Parra, percibió la amenaza latente en sus palabras. Tragó saliva antes de responder.

—No, señor, me temo que aún no ha logrado convencer a su sobrina; ya sabe que ella es su punto débil.

El ceño de Federico se frunció. En un movimiento rápido, se giró con furia contenida, tensando la mandíbula y apretando los puños.

—¡Qué estupidez! ¡Es solo una mujer, una bastarda que debería sentirse orgullosa de que alguien como yo quiera casarse con ella!

Víctor bajó la cabeza, sintiendo la pesada atmósfera que se había instalado en la oficina. Durante años había trabajado para Federico Alvear y había visto de todo: tratos despiadados, negocios que destrozaban imperios enteros, alianzas que duraban lo que él decidiera. Pero esto… esto era diferente.

Elizabeth Valverde se había convertido en una obsesión para su jefe. Todo comenzó la primera vez que la vio en un restaurante junto a su tío. En ese instante, Federico decidió que sería suya. La quería a cualquier costo.

Envió flores, joyas, perfumes… y, sin excepción, todo había sido devuelto.

Eso solo sirvió para avivar su deseo. Nadie le decía que no. Nadie se resistía a él.

Y Elizabeth no sería la excepción.

Fue en ese instante cuando tomó una determinación extrema: ahogar a los Valverde en deudas y cercar sus empresas hasta casi exterminarlas, con el único fin de obligarlos a ceder a sus designios.

El asistente levantó la vista y observó a su jefe, parado frente al ventanal. Federico era un hombre imponente, de casi 1,90 metros de altura, atlético y esbelto. Sus facciones eran tan perfectas que parecían esculpidas a la medida. Su cabello castaño y sus profundos ojos azules ejercían un magnetismo irresistible, capaz de hechizar a cualquiera.

Nadie se atrevía a decirle que no, y ninguna mujer se resistía a sus encantos; hasta el fatídico día en que Elizabeth Valverde se cruzó en su camino. Desde ese momento, no podía dejar de imaginarla: su cabello sedoso, sus intensos ojos verdes y, sobre todo, esos labios que él se había decidido a hacer suyos. ¡Poco le importaba que ella tuviese 19 años y él fuera 10 años mayor!

Su padre le había enseñado el arte de negociar y alcanzar objetivos, asegurándole que, en los negocios, cualquier medio era válido si se lograba el cometido. Ayer se trataba de rescatar alguna empresa en desgracia; hoy, Elizabeth era el objetivo. Y cuando él se cansara de ella, sin duda habría otra víctima.

—¡Comunícame con Valverde, voy a darle yo mismo el ultimátum! —ordenó, dejando ver en su voz la crueldad de su determinación—. Es necesario que entreguen a su sobrina; de lo contrario, él y su familia enfrentarán serias dificultades económicas y, quién sabe, podrían hasta perder su hogar.

—Pero... pe... pero, señor —susurró Víctor con titubeo—, el hombre está muriendo; necesita atención médica.

Federico giró lentamente sobre sí mismo y miró fríamente a su asistente.

—¡Más a mi favor! —dijo sonriendo con una mueca helada, como si sus palabras no tuvieran más piedad que la del acero.

Víctor, su rostro endurecido por la resignación, apenas podía creer lo que escuchaba. En el pasado había presenciado actos despiadados de su jefe en el mundo de los negocios, pero ahora se trataba de la vida de personas inocentes.

Quizás fue la educación que recibió en su hogar. Su padre solo le enseñó a negociar y a ganar dinero, mientras que su madre siempre estuvo ausente, ya fuera por constantes viajes o por interminables reuniones sociales, dejando que sirvientes y tutores se ocuparan de su único hijo. Hasta que, un día, harta de las ausencias de su esposo y de la vida excéntrica que llevaba, huyó con un instructor que conoció en el club, llevándose consigo varios millones en el divorcio y dejando a su hijo de 12 años sin apenas cuidados.

Ante esa situación, su padre tomó la drástica decisión de enviarlo al internado más costoso del extranjero, visitándolo esporádicamente. Luego, cuando consideró que estaba lo suficientemente preparado, Roberto Alvear le cedió el control de las empresas, asesorándolo y supervisándolo hasta que un día, repentinamente, murió de un infarto.

“Creo que, en ese momento, Federico perdió la poca humanidad que le quedaba” pensó Víctor con amargura.

Mientras tanto, Víctor lamentaba en silencio el destino que la pobre muchacha tendría que soportar, condenada a sufrir a manos del resentimiento y la despiadada ambición de un hombre sin alma.

Fue en ese instante cuando tomó una determinación extrema: ahogar a los Valverde en deudas, cercar sus empresas hasta asfixiarlas y empujarlas al borde de la ruina. No habría escapatoria.

Elizabeth sería suya, aunque tuviera que reducir a cenizas todo su mundo para lograrlo.

Víctor Parra levantó la vista y observó a su jefe de espaldas, de pie frente al ventanal. Federico Alvear era la personificación del poder: un hombre imponente, de casi 1,90 metros de altura, atlético y esbelto, con unas facciones cinceladas a la perfección, como si el mismísimo diablo se hubiera tomado su tiempo para esculpirlas. Su cabello castaño y sus penetrantes ojos azules tenían un magnetismo inquietante, capaz de seducir y destruir con la misma facilidad.

Nadie se atrevía a desafiarlo. Ninguna mujer se resistía a sus encantos.

Hasta que Elizabeth Valverde apareció en su camino.

Desde aquel fatídico día en que la vio por primera vez, la imagen de su cabello sedoso, sus intensos ojos verdes y sus labios rojizos y llenos, lo atormentaban sin tregua. Ella lo había rechazado, un desaire imperdonable que no estaba dispuesto a tolerar.

¡Poco le importaba que tuviese solo 19 años y él fuera una década mayor!

Su padre le había enseñado que en los negocios no existía la moral, solo la victoria. Antes, sus presas eran empresas en desgracia que luego moldeaba a su antojo; ahora, Elizabeth Y cuando se cansara de ella, como siempre ocurría, sin duda habría otra víctima.

—¡Comunícame con Valverde, voy a darle yo mismo el ultimátum! —ordenó con frialdad. Su voz resonó en la lujosa oficina como una sentencia inapelable—. Es necesario que entreguen a su sobrina; de lo contrario, enfrentarán serias dificultades económicas. Y quién sabe… podrían hasta perder su hogar.

Víctor sintió un escalofrío.

—Pero… pe… pero, señor… —susurró, con un hilo de voz tembloroso—, el hombre está muriendo; necesita atención médica.

Federico giró lentamente sobre sus talones y lo miró con una sonrisa helada.

—Más a mi favor.

La indiferencia en sus palabras era como el filo de un cuchillo.

Víctor sintió que un nudo le apretaba el estómago. En todos los años que llevaba trabajando para él, había sido testigo de jugadas despiadadas en los negocios, decisiones frías y calculadas, pero esto… esto era diferente.

Ahora se trataba de vidas humanas.

Por un instante, pensó en lo que había llevado a Federico a convertirse en este ser sin alma. Quizás la respuesta estaba en su infancia vacía de afecto. Su madre, siempre ausente, lo dejó atrás sin mirar atrás cuando él tenía sólo 12 años. Se llevó varios millones en el divorcio y desapareció con un amante. Su padre, en lugar de consolarlo, lo envió al internado más costoso del extranjero, donde aprendió que el amor era una transacción y que el poder era lo único que importaba.

Cuando Roberto Alvear murió repentinamente de un infarto, Federico quedó solo en un trono de mármol y hielo.

Tal vez fue en ese momento cuando perdió la poca humanidad que le quedaba.

Víctor apretó los puños con impotencia. Elizabeth Valverde no tenía idea del monstruo que estaba a punto de devorarla.

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