¿Podrá Alen evitar el trágico destino que le espera a Jun? ¡Gracias por leer!
—Fara, ¿estás bien? —preguntó Alen, viendo a la pálida mujer picando unas verduras que luego echaba en una olla.Ella asintió, mirándolo brevemente. No sólo su palidez cadavérica era para preocuparse, lucía más delgada y frágil que al llegar. Incluso la había visto dormitando mientras barría la cocina. Y estaba más temerosa también, sobre todo de su señor. La posibilidad de que el hombre la hubiera lastimado era impensable para él y supuso que se trataba de los malos recuerdos de su antigua vida más algún malestar que la aquejaba. —Mi señor, yo podría buscar un curandero para que la vea, me preocupa su bienestar. El Tarkut lo estudió con interés y un ominoso brillo relució en sus ojos grises. —¿Tienes algún interés especial en la sierva? Estos últimos días, tus suspiros se han vuelto abundantes, tanto como las veces que te he encontrado sonriendo sin motivo aparente. No me digas que esa mujer ha logrado conmover tu corazón. Alen se sintió avergonzado por lo evidente que resultaba
No había peor momento para una tarea que requería de tantas energías. Su señor había asegurado que venía mal tiempo y le pidió a Alen que reparara el techo. El joven se esforzaba por mantenerse en pie y despierto mientras cargaba los materiales que había conseguido en el pueblo. Fara le llevó un jugo de frutas a mediodía y no supieron cuál de los dos se hallaba más extenuado, aunque por razones muy diferentes. Las de Alen quedaron al descubierto a la hora del almuerzo.—¿Has pasado la noche en vela? Tus ojos están rodeados por negras ojeras que ensombrecen tu juventud, Alen y no creo que sea prudente lo que haces con esa muchacha. Alen se atoró con el estofado. Unos cuantos golpes en el pecho lo ayudaron a que la comida bajara con normalidad.—No me mires así, ha sido fácil descubrirlo —aseguró el señor, con una sonrisa llena de intriga—. Tienes la apariencia desgastada de quien ha fornicado hasta el alba. El joven volvió a atorarse y su rostro enrojeció por el ahogo, pero más por la
Muy temprano Alen comenzó con las labores en casa de su señor. La tormenta había dejado al descubierto nuevas zonas del techo que requerían ser reparadas y se pasó la mañana ocupado en tal labor. Pese a haber pernoctado en su casa, sus fuerzas no se habían restaurado. El intranquilo sueño, que lo había hecho revolverse apesadumbrado gran parte de la noche, se debía presumiblemente a la tormenta y su estruendoso clamor. Eso pensó, restándole importancia a la agitación que se arremolinaba en algún pequeño rincón de su mente.Y de su corazón también, aunque lo descubriría demasiado tarde.Su señor había estado recluido en sus aposentos prácticamente todo el día. Le preguntó a Fara si algo malo le ocurría y ella se encogió de hombros, temerosa de que su respuesta no bastara. Y no lo hizo, sin embargo, no era culpa de ella y Alen lo sabía. Se presentó personalmente frente a él. —He venido para saber si se encuentra bien, mi señor. Su ausencia es demasiado notoria. El Tarkut, sentado frent
Con reticencia, Fara dejó su habitación al ser invadida por la claridad de los primeros rayos del sol. Preparaba el desayuno en la cocina cuando notó la inutilidad de tal labor. Su señor no probaba otro bocado que no fuera su sangre de vez en cuando y el joven Alen había muerto miserablemente durante la madrugada. El horror en aquella lúgubre casona sería difícil de sobrellevar sin la compañía del muchacho. Y los alimentos que preparaba ya sólo serían para ella, que ni hambre tenía. —Iré al pueblo a comprar —informó su señor, sobresaltándola. Volvía a lucir joven y saludable, en tan buen estado que Fara dudó de la existencia de las heridas con que había llegado hacía unas noches. "Ojalá y hubieses muerto en ese entonces, monstruo", pensó, hundiendo la cabeza como habitualmente hacía. "Ojalá y en el pueblo te aplaste una carreta". —No hagas ruido. Y no entres a mis aposentos, mujer, si deseas conservar tu vida. Un tiempo después de oír el galopar del caballo con su señor a cuestas a
En la angustiante quietud del bosque, la voz de Ariat sacudió a Alen como un huracán, estremeciéndolo. El cuerpo etéreo de la Kraia, cubierto de velos blanquecinos, resplandecía en la noche, distante y frío, inalcanzable. Tras ella estaban los Betels. Ya no parecían luciérnagas ni lunas; eran niños y niñas. Sus cuerpos traslúcidos de niebla eran ahora distinguibles para los ojos de Alen, cuyas nuevas capacidades estaba apenas descubriendo. Los Betels se ocultaban tras la Kraia, temerosos. Le temían a él y ya no reían; lloraban.Alen, agobiado por las visiones y sonidos espectrales que acosaban su mente, extendió la mano, desesperado por alcanzar a Ariat y tocar su cálida piel, por cobijar en el acogedor regazo de su amada su cabeza acalorada y hallar silencio entre la suavidad de sus pechos. —Ariat... te necesito... Creo que moriré y estoy asustado... Ella lo miró con sus verdes ojos, oscuros cual mar tormentoso, bajo los que se habían secado ríos de abundantes lágrimas amargas. La v
Los ojos del joven se abrieron pesadamente, reticentes, sabiendo que el mundo que conocían ya no existía. La claridad del alba, que se colaba por entre los tablones del pequeño establo, le bastó para espantarse por el grotesco panorama a su alrededor: los pocos animales que su familia había recientemente adquirido yacían muertos, despedazados por alguna bestia salvaje.Las entrañas de la vaca estaban repartidas como un ramo de húmedas flores que adornara su cadáver, bultos macilentos de plumas y carne eran las gallinas y abundante sangre teñía el blanco pelaje de las malogradas cabras. Una destacó entre ellas. La conocía bien por su cola de suave marrón, era su Blanquita. Con suma delicadeza cogió al pequeño animalito a quien había criado como a una hija y cuya cabeza le había sido prácticamente arrancada. La puso en su lugar y aguardó por el latir de su corazón. Sólo hub0 silencio. Aturdido y con los ojos llorosos, apenas podía discernir lo que ocurría, sólo se movió por el deseo im
Con el ardiente sol en su cénit, el joven dejó los aposentos que le habían sido entregados por su señor. Lucía mortalmente pálido y, en sus ojos, una frialdad absoluta hizo a su nuevo padre sentir orgulloso. Había estado llorando y lamentándose por un día entero y ya parecía haber aceptado su nueva vida y estar listo para aprender todo lo que iba a enseñarle.—Debemos hablar —le anunció, viéndolo llegar al salón. El joven no se detuvo. —Espera...Ante su insistencia, sólo lo miró con los ojos resplandecientes y, pese a que no era su objetivo, el Tarkut le sonrió, complacido. Los sonidos ya no lo atormentaban, había aprendido a regular su sensible oído un poco, así como su olfato. No estaba seguro si se trataba de una habilidad o era pura indiferencia, pero le daba tranquilidad. Anduvo por el camino que transitaba cada mañana para llegar a casa de su señor y lamentó haberlo ayudado aquella ocasión. ¡Cuánto lamentaba no haber oído a Jun! Ella no estaba enferma, la curiosidad era un
Había promesas que parecían imposibles de cumplir y el conocimiento de aquello era amargo y difícil de sobrellevar. La claridad de la mañana le dio la bienvenida a la joven bestia, llenando sus ojos. La desesperanza latía en su pecho, aferrando el frío metal que había intentado ponerle fin. La sentencia de Ariat se volvía ineludible, una condena inaguantable: seguía vivo cuando debía estar muerto. —Lo lamento tanto, Jun. Todas mis promesas se convirtieron en mentiras y mi dulce amor en el dolor más despiadado —suspiró hacia el cielo y se cubrió los ojos con el brazo. Al dolor físico, que se despertó con la hiriente claridad del día, le siguió un hambre que estremecía su cuerpo famélico, donde la carne ardía cual arena de un árido desierto. Ese calor le inflamaba las entrañas secas y clamaba por saciar una sed incontrolable. "Moriré de hambre entonces", se dijo y no movió un músculo más de su cuerpo. Se marchitaría como una planta y con la brisa del bosque como única compañía.Su men