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Un nuevo comienzo en el fin del mundo.

Al siguiente día sentí una mezcla de caos y miedo. Cuando tomé la decisión de ir a la policía, y hacer la denuncia formal con pruebas médicas, sabía que estaba abriendo una puerta que nunca podría cerrarse. Jankel no solo había roto mi corazón, sino también la confianza que tenía en todo lo que conocía como “hogar”. Había hecho daño no solo a mí, sino a mi hijo, quien ya empezaba a comprender lo que realmente sucedía.

La comisaría estaba fría esa mañana, mucho más de lo que esperaba. El ambiente gris y monótono me aplastaba el pecho, como si estuviera entrando en otro lugar del que no podría salir nunca. Pero era necesario. Tenía que hacer lo correcto, por William, por mí misma, aunque eso significara enfrentarse a todo lo que había temido. La denuncia fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Las palabras que pronuncié ante el oficial retumbaban en mi cabeza, como si no fueran mías. Pero al final, las dije. Lo hice por mi hijo. Lo hice por mí.

La policía lo detuvo esa mañana. Jankel no puso resistencia, probablemente por el estado en el que estaba, borracho, incapaz de defenderse. No era la primera vez que lo hacía, pero esta vez era diferente. Esta vez, no iba a dejar que se saliera con la suya.

Meses después el juicio fue rápido, una formalidad. Jankel nunca pudo ocultar lo que hizo, y aunque intentó retractarse, su comportamiento, las pruebas y mis declaraciones fueron suficientes para que la corte dictara la sentencia. Fue un golpe duro para él, pero más para mí. ¿Cómo había llegado hasta este punto? ¿Cómo pudimos, alguna vez, haber sido una familia feliz?

La custodia de William fue mía sin ningún problema. El juez entendió que lo mejor para él era estar conmigo, alejado de la violencia y el caos que Jankel representaba. Aun así, el vacío que me quedaba en el pecho no desapareció. Sabía que había tomado la decisión correcta, pero el precio de esa libertad era el dolor que cargaba consigo. Tome la decisión de cambiar de aires, mis abuelos fallecidos me habían dejado como heredad su cabaña en medio de la nada en Ontario, ese fue el primer lugar en el que pensé, que Jankel no nos encontraría.

El avión despegó una mañana fría de diciembre, y mientras miraba por la ventana, viendo cómo las luces de la ciudad se iban quedando atrás, sentí que algo en mí también se quedaba atrás. El peso de todos esos años, de esos momentos que nunca volverían, me presionaba el alma. Sabía que esta nueva vida, en otro país, me daría la paz que tanto necesitaba, pero también me estaba alejando de algo muy importante. De mi pasado. De mi vida antes de todo esto.

El vuelo a Canadá fue largo y silencioso. William, agotado por todo lo que había pasado, dormía abrazado a su osito de peluche, ajeno a las tormentas emocionales que se desataban dentro de mí. Yo, por mi parte, me perdía en mis pensamientos, buscando refugio en recuerdos que ya no podía tocar. A través de la ventana, veía el cielo oscuro, cubierto por las nubes, y me preguntaba si alguna vez volvería a ver las cosas con la misma esperanza que tenía cuando era niña.

Mi niñez, mi amor por la Navidad… Eran recuerdos que me dolían ahora. Recuerdo cuando mi madre decoraba la casa con luces brillantes, cuando poníamos el árbol y mi papá preparaba su famoso pastel de frutas. Eran tiempos en los que la Navidad no era solo una fecha, sino una promesa de amor, de unión familiar. Los villancicos sonaban en la casa, mi madre cantaba, y todo parecía ser perfecto. Lo recuerdo con tanto cariño, como si hubiera sido una vida diferente, de otra persona, no la mía.

Cuando mis padres murieron, la Navidad ya no volvió a ser lo mismo. Fue como si el sol se hubiera apagado, y todo lo que amaba se desvaneció en una niebla densa de tristeza. Aunque logré salir adelante, las heridas de ese dolor nunca desaparecieron por completo. Y ahora, con todo lo que había pasado con Jankel, esa Navidad fatídica, ese golpe de realidad, me había dejado marcada para siempre.

Cada vez que alguien mencionaba la Navidad, sentía un nudo en el estómago. No podía mirar un árbol decorado sin recordar las promesas rotas de ese día. No podía ver una luz de Navidad sin pensar en lo que había perdido. Pensé que tal vez, si lo dejaba atrás, si me alejaba, podría encontrar algo más. Podría encontrar paz para William, para mí.

El vuelo fue largo, pero finalmente aterrizamos en Toronto. Era un lugar tan diferente a todo lo que conocíamos, un lugar que nos ofrecía una nueva oportunidad. La nieve caía, cubriendo las calles en blanco, y aunque la vista era hermosa, algo en mí me decía que nunca podría escapar completamente de lo que había sido. Pero debía intentarlo.

William se despertó al aterrizar, y cuando lo vi abrir los ojos, sentí que, al menos por él, valía la pena seguir adelante. Al principio, el cambio le pareció extraño, todo lo nuevo, las caras desconocidas, las calles que nunca había visto. Pero sabía que, como madre, podía darle algo que Jankel nunca podría: un futuro sin miedo.

Nos tomamos unos días para organizarnos, para adaptarnos al nuevo ritmo, a la nueva vida. Decidí mudarme a la cabaña en las afueras de Toronto, en Ontario cerca de una zona tranquila, donde William podría crecer sin los fantasmas del pasado acechando a cada momento. La Navidad, como siempre había sido, estaba a la vuelta de la esquina. Pero esta vez, no iba a celebrarla. No íbamos a hacer todo eso de decorar el árbol, cantar villancicos, o compartir cenas festivas. No podía. No para mí. No para mi hijo. Porque cada vez que lo intentara, las sombras del pasado me perseguirían, y esa Navidad de terror que había vivido en mi corazón nunca me dejaría en paz.

Cuando miraba a William, me preguntaba si algún día olvidaría esa noche, si algún día podría disfrutar de una Navidad sin el peso de lo que había sucedido. Pero por ahora, mi prioridad era sanar, seguir adelante, y proteger a mi hijo. Quizás, algún día, la Navidad volvería a significar algo diferente para nosotros. Pero por ahora, todo lo que quería era que él tuviera paz. La paz que nunca tuvo, la paz que merecía.

Aterrizamos en Toronto, y mientras la nieve caía suavemente fuera del aeropuerto, no pude evitar pensar que, tal vez, todo esto solo era el comienzo de una nueva vida. Una vida sin gritos, sin golpes, sin miedo. Aunque la Navidad ya no fuera lo que una vez fue, aún quedaba algo en mí: la esperanza de que, algún día, podríamos encontrar nuestra propia forma de ser felices.

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