Han pasado diez años desde la boda de Winnie y Benjamín, un evento que, aunque había sido pequeño e íntimo, quedó grabado en la memoria de todos. Ahora, la familia se encuentra un poco más madura, los niños han crecido y las responsabilidades parecen haber aumentado, pero el amor sigue intacto.Winnie se encontraba en la sala de su casa, rodeada de cajas y recuerdos antiguos. Mientras revisaba una caja de cartas que había guardado durante todos estos años, sus ojos se detuvieron en un paquete especial: un sobre amarillo, con la caligrafía de Jankel en la portada. Eran cartas que él había escrito a William a lo largo de los años, cartas llenas de amor y consejos, que nunca habían sido entregadas. Habían sido guardadas con la espectativa de un momento adecuado, y ahora parecía ser el momento perfecto.Winnie las colocó todas en una caja de madera, y la llevó a la habitación de William. Cuando entró, él estaba en su escritorio, mirando fotos antiguas de la familia.—¿Mamá? —pregunta Will
Pasaron ocho años más, y la vida de la familia Tancredi-Cervantes continuaba llena de cambios y momentos especiales.Emma y Alex, quienes se conocieron desde que ella era apenas una bebé, habían crecido viéndose por videos llamada y en vacaciones, como los mejores amigos. A pesar de la diferencia de edad entre ellos, siempre se habían entendido perfectamente, como si se conocieran desde toda la vida. Emma, ahora con 18 años y 6 meses, es una jovencita brillante, curiosa y con una chispa que encantaba a todos, mientras que Alex, ahora con 34, no solo seguía siendo el hombre simpático y lleno de energía, sino que se había convertido en un verdadero pilar para su familia. Un hombre hecho y derecho.Aunque Alex y Emma eran los mejores amigos, algo más comenzaba a gestarse entre ellos. Alex no podía evitar sonreír cada vez que veía a Emma, y ella, por su parte, siempre lo miraba con una mezcla de cariño y admiración. Sabían que su relación iba más allá de una simple amistad, pero no se apr
La casa estaba en silencio, solo interrumpido por el crepitar de la chimenea. Había decorado todo con tanto esmero, como siempre lo hacía cada Navidad. La mesa estaba puesta, las velas encendidas y el aroma del pavo llenaba la habitación. William estaba saltando por la casa, emocionado por los regalos que esperábamos recibir, pero ya sabía que este año algo no era igual. Las luces de Navidad brillaban, pero dentro de mí, todo estaba apagado. Miré mi reloj, ya eran las nueve de la noche, y Jankel aún no había llegado. Me preocupaba, aunque trataba de convencirme de que quizá solo estaba atrapado en el tráfico. Este tipo de retrasos se habían convertido en una constante. Pero en el fondo sabía que algo estaba mal, como siempre que se retrasaba. Lo había notado en sus palabras, en su tono, incluso cuando llegó a casa la noche anterior. Me decía que estaría a tiempo, pero nunca lo estaba. — Mamá, ¿dónde está papá? —preguntó William desde la sala, sus pequeños ojos brillando de ansie
El llanto de William seguía retumbando en mis oídos mientras lo sostenía entre mis brazos. La casa, que minutos antes había estado llena de esperanza y luz, ahora parecía un lugar vacío, oscuro, como un mausoleo que guardaba los ecos de lo que alguna vez fue un hogar. Todo lo que sentía era una mezcla de dolor y una amarga sensación de fracaso. Me sentía como si estuviera ahogándome en un océano de dolor, incapaz de salir a flote. — Mamá... ¿por qué papá no está aquí?¿Por qué nos hace llorar? —preguntó William, con su voz quebrada entre sollozos. No entendía lo que había pasado, no comprendía por qué papá lo había empujado, por qué lo había golpeado a él, y por qué ahora mamá estaba tirada en el suelo, llorando. El sólo entendía que su papa me hizo daño. Quise responderle con palabras dulces, como siempre hacía. Quería consolarlo, darle paz, pero el nudo en mi garganta me lo impedía. Cada palabra parecía un eco distante, incapaz de escapar de mis labios. Mi cuerpo duele, siento el d
Al siguiente día sentí una mezcla de caos y miedo. Cuando tomé la decisión de ir a la policía, y hacer la denuncia formal con pruebas médicas, sabía que estaba abriendo una puerta que nunca podría cerrarse. Jankel no solo había roto mi corazón, sino también la confianza que tenía en todo lo que conocía como “hogar”. Había hecho daño no solo a mí, sino a mi hijo, quien ya empezaba a comprender lo que realmente sucedía. La comisaría estaba fría esa mañana, mucho más de lo que esperaba. El ambiente gris y monótono me aplastaba el pecho, como si estuviera entrando en otro lugar del que no podría salir nunca. Pero era necesario. Tenía que hacer lo correcto, por William, por mí misma, aunque eso significara enfrentarse a todo lo que había temido. La denuncia fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Las palabras que pronuncié ante el oficial retumbaban en mi cabeza, como si no fueran mías. Pero al final, las dije. Lo hice por mi hijo. Lo hice por mí. La policía lo detuvo esa mañana. J
Llegué a Ontario en pleno febrero, el aire helado me calaba los huesos y la nieve cubría todo a nuestro alrededor. El juicio había terminado en enero y obtuve la custodia a finales del mismo mes, un tiempo después de aquella noche fatídica, y aunque la sentencia me dio la custodia total de William, el dolor no había desaparecido. El veredicto no sanó las heridas, ni las mías ni las de mi hijo. De hecho, cada paso que dábamos en esta nueva vida estaba marcado por un peso invisible: la sombra de lo que habíamos dejado atrás. William no era el niño alegre que solía ser. Cada vez que mencionaba algo sobre la Navidad, su rostro se endurecía y sus ojos se apagaban. El recuerdo de su padre, golpeado por el alcohol y el desamor, lo perseguía. Ya no creía en Santa Claus, ni en la magia, ni en las películas donde los niños tienen finales felices, ni en nada de eso que alguna vez lo hizo saltar de emoción frente al árbol. Sus juegos habían perdido el brillo, y la risa que alguna vez llenó nuest
El invierno en Ontario continuó con su manto de nieve, cubriéndolo todo en una quietud helada, pero de alguna forma, comenzamos a acostumbrarnos a la vida aquí. William y yo nos instalamos en nuestra nueva rutina. A medida que pasaban los días, me di cuenta de que la ciudad era pequeña, pero su gente era cálida y acogedora. Aunque mi corazón seguía destrozado, pude ver cómo, poco a poco, la rutina comenzaba a darnos algo que necesitábamos: estabilidad. Los vecinos, al principio curiosos por nuestra llegada, empezaron a mostrarse amables y a ofrecernos su ayuda. La señora Mackenzie, una mujer mayor que vivía a unos pocos metros, se convirtió en mi primera amiga. Me ayudaba con algunos consejos sobre el clima y cómo hacer frente a las temperaturas extremas de Ontario. Ella y su esposo, un hombre que trabajaba en la policía local, nos invitaron a cenar una noche, y aunque William no se mostraba muy entusiasta, la amabilidad de la pareja logró suavizar el ambiente. Poco después, conocí
Habían pasado varios meses, es un día frío y despejado en Ontario. La nieve cubría el suelo, y el aire crujía bajo cada paso. Miré por la ventana y vi la camioneta de Benjamín estacionada frente a mi casa. Aunque ya me había acostumbrado a su presencia, algo en el ambiente ese día me hacía sentir nerviosa. Un día le dije que podía llamarme por mi apodo y el sonrió encantado. Tal vez era el hecho de que no esperaba mucho más de lo que habíamos sido hasta ahora: una relación de amabilidad, cortesía, y cierta cercanía, pero nada que insinuara más. Benjamín Tancredi era amable, paciente y respetuoso, pero nada más que eso. Sin embargo, algo me decía que él tenía una bondad genuina, y en este pequeño pueblo, con todo lo que había pasado, eso era suficiente para mí.Miré a William, que estaba en el suelo, concentrado en un juguete. Había empezado a calmarse un poco después de todo lo sucedido, pero a veces su mirada reflejaba un miedo que no desaparecía. La Navidad seguía siendo una heri