Llegué a Ontario en pleno febrero, el aire helado me calaba los huesos y la nieve cubría todo a nuestro alrededor. El juicio había terminado en enero y obtuve la custodia a finales del mismo mes, un tiempo después de aquella noche fatídica, y aunque la sentencia me dio la custodia total de William, el dolor no había desaparecido. El veredicto no sanó las heridas, ni las mías ni las de mi hijo. De hecho, cada paso que dábamos en esta nueva vida estaba marcado por un peso invisible: la sombra de lo que habíamos dejado atrás.
William no era el niño alegre que solía ser. Cada vez que mencionaba algo sobre la Navidad, su rostro se endurecía y sus ojos se apagaban. El recuerdo de su padre, golpeado por el alcohol y el desamor, lo perseguía. Ya no creía en Santa Claus, ni en la magia, ni en las películas donde los niños tienen finales felices, ni en nada de eso que alguna vez lo hizo saltar de emoción frente al árbol. Sus juegos habían perdido el brillo, y la risa que alguna vez llenó nuestra casa, se había desvanecido. Cuando llegamos a esta nueva ciudad, yo estaba más decidida que nunca a que mi hijo encontrara la paz, pero no tenía respuestas para lo que ambos estábamos viviendo. Los médicos me recomendaron terapia para William, pero él se negaba a hablar. No quería recordar, no quería hablar del pasado. Simplemente callaba y se refugiaba en su silencio. Y yo, atrapada en mis propios recuerdos de traición y dolor, apenas lograba encontrar consuelo. No tenía una amiga donde recostara mi hombro porque deje de hablar con mis amistades ya que Jankel se torno celoso y reacio. El frío de Ontario me golpeaba en cada paso, pero me resultaba menos doloroso que el calor sofocante de los recuerdos de esa Navidad en la que mi vida se desmoronó. Cada calle que recorría, cada casa que veía adornada con luces, me recordaba que ya no creía en la Navidad. Esa palabra había quedado vacía para mí, como un eco lejano, algo que había sido parte de mi vida, pero que ahora ya no existía. Nunca más celebraría esas fiestas, no porque no lo deseara, sino porque mi hijo me lo había dejado claro. La Navidad no significaba nada para él, y yo lo entendía. Cada vez que le mencionaba algo sobre el árbol o las luces de la ciudad, su rostro se cerraba, su cuerpo se tensaba, como si no pudiera soportarlo. — Mamá, ¿por qué la gente sigue celebrando eso? — me preguntó una tarde mientras pasábamos por una tienda que exhibía adornos de Navidad en su ventana. Su voz sonaba vacía, como si le hablara a un extraño y no a la madre que lo conocía mejor que nadie. Respiré hondo antes de responder, sabiendo que las palabras que eligiera debían ser cuidadosas, aunque no supiera si de verdad importaba lo que dijera. — Porque para muchos, es una tradición... algo que les trae recuerdos felices. — respondí, mi voz temblorosa al hablar de algo que ya no tenía significado para mí. — Pero, para nosotros, mi amor, no necesitamos de una fecha para recordarnos que estamos juntos y que nos amamos. Tenemos todo el año para nosotros. William no dijo nada. Sólo se quedó mirando hacia el frente, y me di cuenta de que mi respuesta no había sido suficiente. En realidad, no sabía si algún día sería suficiente. La casa en la que nos instalamos en Ontario era pequeña, sencilla, pero acogedora. Tenía una chimenea de leña, y aunque era de esas casas típicas que daban la sensación de estar alejadas de la ciudad, todo lo que sentía al mirarla era vacío. No importaba cuánto tratara de hacerla más cálida, necesitaba algunas reparaciones y las paredes siempre parecían gritar lo que habíamos perdido. Mi hijo, mi familia... todo lo que una vez construimos, destrozado por la mentira y la violencia. Los primeros días en Ontario fueron de silencio. No porque no quisiéramos hablar, sino porque William ya no quería comunicarse. Se refugiaba en sus videojuegos o en libros de matemáticas, pero siempre estaba distante, como si no estuviera allí, como si parte de él se hubiera ido con su padre. Yo lo observaba, lo estudiaba, y me dolía. —Mami, no me dejes solo—me suplicaba. Por las noches, me despertaba con el sonido de su llanto ahogado, y cada vez que me acercaba a su cama, él me apartaba la mirada y volvía a dormir en silencio. A veces, en medio de su sueño, sus pequeños puños se apretaban, como si estuviera luchando con algo, con algo que ni siquiera él entendía completamente. —Mami, tengo miedo—me decía llorando. El dolor que compartíamos era palpable, como una sombra que nunca desaparecía. En ese invierno, más que nunca, me di cuenta de que la Navidad no era para nosotros. Ya no me importaban las luces, los adornos o el significado. Mi hijo ya no creía en esas cosas. Mi hijo había perdido su fe, y yo había perdido la mía. La Navidad ya no era algo mágico, era una palabra vacía que solo traía dolor. Y mientras la nieve seguía cayendo suavemente fuera de la ventana, yo sabía que nunca más volvería a celebrar como antes. No había más magia en el aire, solo un frío helado que nos envolvía y nos recordaba lo lejos que estábamos de la vida que una vez conocimos. Era el precio que debía pagar por la libertad, por alejarme de un hombre que me destruyó. Pero también era el precio que mi hijo debía pagar por el abuso que había vivido, por las noches llenas de gritos, por los golpes y las humillaciones que nunca debieron haber ocurrido. La Navidad, tal como la conocí, se había ido, y no había vuelta atrás. Sin embargo, una parte de mí aún deseaba encontrar alguna forma de sanar, aunque no sabía cómo. Todo lo que podía hacer ahora era proteger a William, seguir adelante, y encontrar una forma de reconstruir nuestras vidas, aunque fuera desde las ruinas. Ontario nos había recibido con los brazos fríos del invierno, pero también nos daba la oportunidad de empezar de nuevo. Y aunque la Navidad ya no era parte de nuestra vida, había algo que aún mantenía la esperanza viva: el amor que nos teníamos el uno al otro. Y con eso, tal vez, algún día encontraríamos la paz que tanto anhelábamos.El invierno en Ontario continuó con su manto de nieve, cubriéndolo todo en una quietud helada, pero de alguna forma, comenzamos a acostumbrarnos a la vida aquí. William y yo nos instalamos en nuestra nueva rutina. A medida que pasaban los días, me di cuenta de que la ciudad era pequeña, pero su gente era cálida y acogedora. Aunque mi corazón seguía destrozado, pude ver cómo, poco a poco, la rutina comenzaba a darnos algo que necesitábamos: estabilidad. Los vecinos, al principio curiosos por nuestra llegada, empezaron a mostrarse amables y a ofrecernos su ayuda. La señora Mackenzie, una mujer mayor que vivía a unos pocos metros, se convirtió en mi primera amiga. Me ayudaba con algunos consejos sobre el clima y cómo hacer frente a las temperaturas extremas de Ontario. Ella y su esposo, un hombre que trabajaba en la policía local, nos invitaron a cenar una noche, y aunque William no se mostraba muy entusiasta, la amabilidad de la pareja logró suavizar el ambiente. Poco después, conocí
Habían pasado varios meses, es un día frío y despejado en Ontario. La nieve cubría el suelo, y el aire crujía bajo cada paso. Miré por la ventana y vi la camioneta de Benjamín estacionada frente a mi casa. Aunque ya me había acostumbrado a su presencia, algo en el ambiente ese día me hacía sentir nerviosa. Un día le dije que podía llamarme por mi apodo y el sonrió encantado. Tal vez era el hecho de que no esperaba mucho más de lo que habíamos sido hasta ahora: una relación de amabilidad, cortesía, y cierta cercanía, pero nada que insinuara más. Benjamín Tancredi era amable, paciente y respetuoso, pero nada más que eso. Sin embargo, algo me decía que él tenía una bondad genuina, y en este pequeño pueblo, con todo lo que había pasado, eso era suficiente para mí.Miré a William, que estaba en el suelo, concentrado en un juguete. Había empezado a calmarse un poco después de todo lo sucedido, pero a veces su mirada reflejaba un miedo que no desaparecía. La Navidad seguía siendo una heri
El aire cálido de la Expo de vehículos contrastaba con el frío exterior. Las luces brillaban sobre los autos, reflejándose en sus superficies pulidas, mientras la emoción del lugar impregnaba el ambiente. William, aferrado a mi mano, observaba su entorno con curiosidad, aunque seguía sin hablar. Benjamín, caminando junto a nosotros, parecía decidido a cambiar eso.—¿Te gustan los autos grandes, William? —pregunta Benjamín, inclinándose un poco para ponerse a su altura.William me mira primero, como buscando aprobación. Finalmente, asiente con un leve movimiento de cabeza.—Bueno, ¿qué te parece si encontramos el más grande de todos? Podemos subirnos y probarlo juntos —sugiere Benjamín con una sonrisa cálida, esperando una reacción del niño.William titubea, pero al final murmura tímidamente:—¿Podemos?El nudo en mi garganta es inevitable. Es la primera vez en semanas que William habla con alguien más que conmigo. Benjamín sonríe, amplio y genuino, asintiendo con entusiasmo.—Claro qu
La noche era tranquila, el aire helado soplaba suavemente sobre las calles de Ontario mientras caminábamos hacia la acogedora cabaña de Benjamín. Él había insistido en invitarnos a cenar, diciendo que no tenía sentido que nos fuéramos tan temprano. Al principio, dudé, pero la amabilidad con la que se había portado todo el día hizo imposible negarme. La cabaña de Benjamín, situada en los límites de un bosque denso y verde cerca del Lago Ontario, a dos mil metros de la mía, reflejaba a la perfección la esencia de su dueño: sencilla, robusta y cálida. Construida completamente de madera oscura con detalles tallados a mano, daba la impresión de haber sido levantada por un hombre que conocía bien el oficio y amaba la naturaleza. Al llegar nos dio un pequeño tour por su casa.El exterior estaba rodeado por un pequeño porche con barandas hechas de troncos pulidos, perfectas para sentarse con una taza de café en las mañanas frescas. Una mecedora de madera envejecida y un banco largo adornaba
Cuando William y yo llegamos a casa esa noche a la casa, el ambiente estaba cargado. Su pequeño rostro aún reflejaba molestia y confusión por lo ocurrido durante la cena anterior. Sabía que debía hablar con él, no podía dejar que esas emociones se quedaran sin resolver.Nos sentamos en el sofá de la sala, y lo atraje hacia mí, abrazándolo suavemente.— Cariño, necesito que hablemos un momento — dije con calma, acariciándole el cabello.William cruzó los brazos y me miró con ojos llenos de duda.— ¿Por qué ese señor me dio un juguete y dijo que era de Santa Claus? Yo no quiero nada de Santa Claus — murmuró con un tono que mezclaba tristeza y enojo.Suspiré, buscando las palabras adecuadas.— William, Benjamín no sabe todo lo que nos pasó. No sabe que Santa Claus no es algo que nos guste recordar. Él solo quería ser amable contigo, porque pensó que eso te haría feliz.William miró al suelo, jugando con un hilo de su suéter.— Pero no lo quiero. No quiero que nadie sea como... como papá.
Esa tardeBenjamín me llevó a recoger a William a la escuela. Mi hijo estaba algo más relajado en su compañía, aunque todavía mantenía cierta distancia.— Hola, campeón — lo saludó Ben, inclinándose para estar a su altura. — ¿Qué tal el día?William se encogió de hombros y murmuró: — Bien.Benjamín no se desanimó. Sacó de su bolsillo un pequeño llavero con forma de árbol y se lo entregó.— Lo vi y pensé que te gustaría. Es para que pongas las llaves de tu bicicleta, o lo que quieras.William tomó el llavero con una ligera sonrisa.— Gracias. Aunque no tengo bicicleta.En el camino a casa, Benjamín sugirió que pasáramos por un parque cercano para que William pudiera jugar un rato. Aunque mi hijo aún no confiaba plenamente en él, parecía apreciar su esfuerzo. Nos compro helados y algodones de azúcar.Mientras William jugaba, Ben y yo nos sentamos en una banca cercana.— Winnie, quiero que sepas algo — comenzó él, mirando a William con una expresión reflexiva. — No sé exactamente por lo
Al final de la primavera en Ontario, la lluvia había sido una constante durante las últimas semanas, dejando el aire fresco y la vegetación vibrante con colores de las flores por doquier. Por primera vez en mucho tiempo, el sol asomaba tímidamente entre las nubes, anunciando un fin de semana prometedor. Fue entonces cuando Benjamín sugirió un picnic.— ¿Qué les parece si salimos un rato? El clima está perfecto, y hay un parque cerca donde los niños pueden correr y jugar — propuso con su entusiasmo habitual cuando llegó a la casa aquella tarde.William, quien aún era reservado con Benjamín, levantó la mirada con un atisbo de curiosidad.— No sé, Ben. William todavía no se siente del todo cómodo fuera de casa — le expliqué, bajando la voz para que mi hijo no escuchara.Benjamín sonrió y sacó algo detrás de su espalda: una colorida chichigua con un diseño de cohete espacial.— Creo que esto podría ayudar a convencerlo. Es un regalo para William. ¿Qué dices, campeón? ¿Te gustaría probarla
El sol brilla intensamente en el cielo de julio, y la casa de Winnie se llena de un aire de expectación.Hoy es un día especial: el quinto cumpleaños de William. Winnie ha estado ocupada toda la mañana preparando los últimos detalles para la pequeña celebración. Ha inflado globos, horneado un pastel de chocolate y decorado el jardín con serpentinas coloridas. William, por su parte, corre de un lado a otro con una energía desbordante, aunque no entiende del todo qué hace que este día sea tan emocionante.— ¿Ya puedo abrir mis regalos? — pregunta William, tirando del vestido de Winnie con una sonrisa traviesa.— Aún no, cariño. Primero tienes que soplar las velas — responde ella, acomodándole el cabello. — ¿Dónde dejaste tu corona de cumpleaños?El niño se encoge de hombros y sale corriendo de nuevo, dejando a Winnie riendo por su cuenta. Mientras tanto, Benjamín llega con una caja envuelta en papel brillante y una sonrisa que no puede ocultar.— ¡Buenos días a la mejor mamá del mundo!