Santa Claus no existe

La noche era tranquila, el aire helado soplaba suavemente sobre las calles de Ontario mientras caminábamos hacia la acogedora cabaña de Benjamín.

Él había insistido en invitarnos a cenar, diciendo que no tenía sentido que nos fuéramos tan temprano. Al principio, dudé, pero la amabilidad con la que se había portado todo el día hizo imposible negarme.

La cabaña de Benjamín, situada en los límites de un bosque denso y verde cerca del Lago Ontario, a dos mil metros de la mía, reflejaba a la perfección la esencia de su dueño: sencilla, robusta y cálida. Construida completamente de madera oscura con detalles tallados a mano, daba la impresión de haber sido levantada por un hombre que conocía bien el oficio y amaba la naturaleza. Al llegar nos dio un pequeño tour por su casa.

El exterior estaba rodeado por un pequeño porche con barandas hechas de troncos pulidos, perfectas para sentarse con una taza de café en las mañanas frescas. Una mecedora de madera envejecida y un banco largo adornaban el espacio, junto con macetas de plantas autóctonas que Benjamín cuidaba con dedicación. En una esquina del porche, colgaba un par de botas de montaña embarradas, un recordatorio de su amor por la caza y las caminatas.

Al entrar, el interior era acogedor y funcional. Las paredes estaban revestidas con madera de pino, y el olor natural del bosque impregnaba el ambiente. A la izquierda, una chimenea de piedra ocupaba el lugar central de la sala principal. Encima de la repisa, una colección de fotografías en blanco y negro mostraba a una familia sonriente: sus padres, un perro cazador y él, mucho más joven, sin las cicatrices que ahora llevaba consigo.

El mobiliario era rústico pero cómodo. Un sofá marrón gastado frente a la chimenea estaba acompañado por una mesa baja de madera recuperada, con marcas que sugerían años de uso. Estantes llenos de libros sobre carpintería, pesca, caza y mapas de la región decoraban una esquina. Cerca de una ventana grande que daba al bosque, había una pequeña mesa con herramientas de reparación y una lámpara de escritorio desgastada.

La cocina, que estaba integrada al espacio principal, tenía un aire práctico. Los gabinetes de madera sin barnizar y los electrodomésticos básicos resaltaban la personalidad autosuficiente de Benjamín. En el mostrador, siempre había algún recuerdo de sus actividades al aire libre: anzuelos, una brújula o un par de guantes de trabajo.

En el segundo nivel, un pequeño altillo al que se accedía por una escalera de madera contenía su habitación. Allí, una cama de troncos rústicos con una colcha de cuadros rojos y negros se encontraba frente a una ventana alta que permitía ver el amanecer. Una estantería al lado de la cama contenía una mezcla de libros y algunas pertenencias personales, como una brújula antigua y un reloj que parecía haber pertenecido a alguien importante en su vida.

Detrás de la cabaña, Benjamín tenía un pequeño cobertizo donde guardaba sus herramientas, equipo de caza y una canoa bien cuidada. Había también un espacio para una fogata, rodeado de troncos dispuestos como asientos, ideal para noches bajo las estrellas o para compartir historias junto a la llama.

Toda la cabaña reflejaba un equilibrio entre el aislamiento de la naturaleza y la necesidad de calor humano. Era un refugio que había sido testigo de soledad, pero que también parecía estar listo para abrirse a nuevos recuerdos y compañía.

William, como siempre, permanecía callado, aferrado a mi mano. Era difícil saber qué pensaba, pero la presencia de Benjamín parecía mantenerlo tranquilo, aunque no del todo relajado.

— Bienvenidos — dijo Benjamín mientras nos sirve un poco de sangría..

— Pónganse cómodos. La cena estará lista en un momento — nos dijo mientras desaparecía en la cocina.

William y yo nos sentamos en el sofá, y aunque él no decía nada, podía sentir su incomodidad. Traté de calmarlo acariciando su cabello, pero él simplemente miraba al suelo, ensimismado en sus pensamientos.

Unos minutos después, Benjamín regresó con una bandeja de bocadillos y un brillo de emoción en sus ojos.

— Antes de la cena, tengo algo especial para ti, William — dijo, sacando un pequeño paquete de su mochila.

William lo miró, desconfiado, pero Benjamín no se dejó intimidar.

— Es un regalo. No tienes que abrirlo si no quieres, pero creo que te gustará.

Con cierta duda, William tomó el paquete y lo abrió lentamente. Dentro había un pequeño carro de juguete, rojo y brillante. Por un momento, vi un destello de curiosidad en los ojos de mi hijo, pero su expresión se endureció rápidamente.

— Santa Claus me dijo que te portaste muy bien este año y que merecías algo especial antes de navidad— añadió Benjamín con una sonrisa cálida.

William levantó la mirada, sus ojos grandes y llenos de algo que parecía dolor.

— Santa Claus no existe — dijo con firmeza, dejando el carro sobre la mesa. Luego, se giró hacia mí. — Mamá, ¿puedo ir al baño?

—El baño...claro está cruzando la puerta blanca—me informa Benjamín confundido por la reacción de mi hijo.

Asentí, tratando de ocultar la punzada de tristeza que me causaban sus palabras. William se levantó y caminó hacia el baño, dejando a Benjamín y a mí en un incómodo silencio.

— Lo siento — dije finalmente, mirando el carro en la mesa. — No debiste...

Benjamín levantó una mano para detenerme. — Winnie, no te disculpes. Quería hacer algo amable por él, pero... parece que toqué un tema delicado, me disculpo.

Asentí lentamente, sintiendo que era el momento de darle al menos una pequeña explicación.

— Benjamín, hay cosas que no sabes sobre nosotros... cosas que todavía son difíciles de compartir, pero creo que necesitas entender un poco para saber cómo tratar a William.

Él asintió, sus ojos reflejaban paciencia y una genuina disposición a escuchar.

— William no habla mucho de lo que pasó, pero la Navidad es un tema particularmente sensible para él — comencé, luchando por encontrar las palabras adecuadas. — Su padre... Jankel... no era un hombre bueno. Lo que vivimos con él fue...

Me detuve, sintiendo un nudo en la garganta. Benjamín esperó, sin presionarme.

— Jankel, mi ex esposo, nos lastimó mucho, tanto a William como a mí. La última Navidad que tuvimos juntos fue... terrible. Esa noche cambió nuestras vidas para siempre. Desde entonces, William ha desarrollado un trauma. No quiere escuchar sobre Santa Claus, ni regalos, ni luces, ni nada que tenga que ver con esa época.

Benjamín frunció el ceño, visiblemente afectado por lo que le contaba.

— Winnie, lo siento mucho. No tenía idea...

— Lo sé — interrumpí, tratando de suavizar el ambiente. — No podías saberlo, y agradezco lo que intentaste hacer. Es sólo que... William necesita tiempo. Y yo también.

Benjamín asintió, inclinándose hacia adelante con los codos apoyados en las rodillas.

— Entiendo. No volveré a mencionar nada relacionado con la Navidad, lo prometo. Quiero que William se sienta seguro conmigo... y tú también. Los aprecio mucho.

Sus palabras me tomaron por sorpresa. Había algo en su tono, en la sinceridad de su mirada, que hizo que mi corazón se ablandara un poco.

— Gracias, Benjamín. Significa mucho para mí.

En ese momento, William regresó del baño y se sentó nuevamente junto a mí. Benjamín le dirigió una sonrisa amable, pero no dijo nada, respetando el espacio del pequeño.

El resto de la noche transcurrió en un ambiente más relajado. Benjamín preparó una deliciosa cena, y aunque William apenas comió, al menos se quedó sentado con nosotros. Benjamín nos acompañó a mi casa.

Mientras Benjamín nos acompañaba hasta la puerta, se inclinó ligeramente hacia William.

— Fue un placer conocerte, campeón. Espero que podamos pasar más tiempo juntos pronto.

William no respondió, pero asintió ligeramente antes de aferrarse a mi mano.

—Gracias por esta velada, Benjamín.

—Espero que se repita.

Mientras acompañaba a mi hijo hasta su habitación, no podía evitar pensar en lo diferente que era Benjamín. Había algo en él que me hacía sentir que tal vez, sólo tal vez, podía confiar nuevamente en alguien. Pero aún quedaba un largo camino por recorrer, tanto para mí como para William.

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