La hija perdida del magnate
La hija perdida del magnate
Por: Richard
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El viento helado de la madrugada silbaba entre los edificios viejos del barrio donde Natalia había crecido. Las calles estaban húmedas por la reciente lluvia, reflejando las luces mortecinas de los postes. A pesar del frío que se filtraba en sus huesos, ella caminaba con pasos decididos, sujetando la pequeña bolsa de compras contra su pecho. La vida nunca había sido fácil, pero ya estaba acostumbrada. Sin embargo, en el fondo de su alma, siempre sintió que algo no encajaba, como si su destino estuviera esperando por ella en algún otro lugar.

Desde que tenía memoria, su mundo había sido aquel diminuto apartamento en las afueras de la ciudad, donde su madre adoptiva, doña Rosario, la había criado con lo poco que tenía como su propia hija. Nunca hubo lujos ni comodidades, pero tampoco faltaron el amor y las enseñanzas. Fue una niña feliz, llena de risas y juegos en las calles del barrio, pero en su interior siempre sintió una tristeza inexplicable, una sensación de ausencia que no lograba comprender. Rosario le inculcó valores, le enseñó a luchar y a valerse por sí misma. Sin embargo, a sus 23 años, Natalia sentía que la vida aún le debía algo. Esa sensación de vacío la perseguía en cada esquina, como un susurro en la oscuridad que le recordaba que había algo más allá de lo que conocía.

Trabajaba en una cafetería, un sitio modesto donde pasaba horas sirviendo café y atendiendo clientes con su mejor sonrisa. No era el empleo de sus sueños, pero le permitía sobrevivir y ayudar a Rosario, quien cada día se veía más frágil. Aunque solía recibir la amabilidad de la gente sencilla, notaba con frecuencia el desdén de aquellos con más recursos. No la trataban con crueldad directa, pero la hacían sentir invisible, como si su presencia fuera insignificante. Esa sensación de desprecio se acumulaba en su interior, alimentando una herida silenciosa.

Sus días transcurrían en una rutina monótona, entre las charlas con los clientes habituales y las largas horas de pie, hasta que una noche, al llegar a casa, encontró a la anciana sentada en el viejo sillón de la sala, con una carta entre las manos temblorosas y una expresión que mezclaba angustia y culpa.

—Mi niña... —susurró Rosario, mirándola con los ojos cargados de emoción.

Natalia frunció el ceño, dejó las compras sobre la mesa y se acercó.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Te sientes mal?

La anciana negó con la cabeza y le extendió la carta.

—Es hora de que conozcas la verdad.

El corazón de Natalia latió con fuerza. Se sentó a su lado y tomó la carta con dedos temblorosos. Su mirada recorrió las palabras escritas con tinta ya desvaída.

"Natalia, si estás leyendo esto, significa que Rosario ha decidido contarte lo que he guardado todos estos años. No sé cómo empezar ni cómo enfrentar la culpa que me consume, pero la verdad es esta: no eres mi hija biológica. Te encontré cuando eras solo una bebé, abandonada en la orilla del río después de un secuestro que salió mal. Creí que habías sido dejada para morir, pero eras fuerte. Te llevé conmigo, te crié como mía y nunca tuve el valor de decirte la verdad. Tu verdadero padre es Esteban Montalvo."

Las letras comenzaron a volverse borrosas ante la incredulidad de Natalia.

—¿Qué... qué significa esto? —murmuró, sintiendo su respiración entrecortarse.

Rosario le tomó las manos con fuerza.

—Significa que toda tu vida te han mentido, hija.

El nombre de Esteban Montalvo no era desconocido para ella. Todos en la ciudad sabían quién era: el magnate más poderoso del país, dueño de un imperio que abarcaba desde hoteles de lujo hasta compañías petroleras. Un hombre cuya riqueza parecía no tener límites.

Pero más allá de su fortuna, tenía fama de ser despiadado. Era temido, respetado... y, ahora, resultaba ser su padre.

—No... esto tiene que ser un error —susurró, poniéndose de pie bruscamente.

Rosario negó con tristeza.

—No lo es. Esteban creyó que habías muerto cuando te secuestraron. Juana fue quien te encontró y te crió durante los primeros años. Tu madre biologica... ella nunca dejó de buscarte, Juana pensó que lo mejor era mantenerte oculta, pero tu madre no pudo soportar tu perdida y enfermó. Murió creyendo que nunca volvería a verte.

Natalia sintió una opresión en el pecho. Un torbellino de emociones la invadió: incredulidad, enojo, tristeza. Todo lo que creía cierto se derrumbaba ante sus ojos.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? —preguntó con la voz quebrada.

—Porque tenía miedo de perderte. Temía que me odiaras.

Natalia no supo qué responder. Parte de ella quería creer que había una explicación, que su destino no había sido sellado desde su infancia. Pero otra parte... otra parte hervía de rabia.

Su padre era un hombre poderoso, influyente. ¿Cómo pudo darla por muerta tan fácilmente? ¿Cómo pudo continuar con su vida como si nada? Si realmente la había buscado, ¿por qué nunca la encontró?

Los recuerdos de su infancia vinieron a su mente con una nitidez dolorosa: los años difíciles, los momentos en que se preguntaba por qué su vida era tan diferente a la de los demás. Ahora tenía la respuesta, pero no era la que esperaba ni la que quería. No podía simplemente aceptar que todo esto había sido un error del destino. No podía perdonar tan fácilmente.

—Necesito respuestas —declaró, con la mandíbula tensa.

Rosario la miró con preocupación.

—No hagas nada impulsivo, Natalia.

Pero ya era demasiado tarde. Una semilla de venganza acababa de germinar en su interior.

Si Esteban Montalvo creía que su hija estaba muerta, entonces así seguiría siendo. Porque Natalia no buscaría recuperar el tiempo perdido. No quería amor ni un reencuentro emocional.

Quería justicia. Quería verlo caer.

Y, para ello, primero debía infiltrarse en su mundo.

Observó la carta una última vez antes de guardarla en su bolsillo. La decisión estaba tomada. No había vuelta atrás. Desde esa noche, Natalia dejó de ser quien era para convertirse en alguien dispuesto a enfrentar su destino, incluso si eso significaba destruir al hombre que le había dado la vida.

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